Extraído del libro: Relatos Profanos (2012).
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El vestido del diablo:
A Xavier Cruzado, director de cine, guionista y escritor.
n
una cafetería de Londres –de la zona de Victoria
Embankmet, frente al famoso y prestigioso Big Ben–, se encontraba sentado el señor Parker esperando a su
esposa mientras se tomaba un café. Había quedado con ella en el puente Westminster Bridge a las doce y todavía le quedaba media hora.
Él era un reputado doctor del St. Thoma’s Hospital y su señora –con quien
llevaba once años casado– veterinaria. Aguardaba tranquilamente a que ella saliese del trabajo para ir juntos a comprar unos billetes de viaje a New York. Su mujer se empeñaba en ver Wall Street y la estatua de la libertad.
Cuando más relajado se encontraba,
desde el cristal, vio fuera de la cafetería a una rubia despampanante. Alta,
delgada, de generoso pecho y curvas. Sus ojos se centraron en ella sin poder
remediarlo. La gente se transformó en un bucle giratorio que dejó de existir.
Simplemente se dedicó a contemplar a esa dama, a su rojo vestido –ajustado y con mucho escote– y a sus
labios de color carmín. Una vez cerca de la cafetería, lo miró deslizando sus
gafas seductoramente. Sus azules ojos le arrebataron la cordura e incitaron al
pecado. Únicamente lo miraba a él.
Su mente comenzó a desvariar y a
imaginar escenas indebidas con esa mujer de voluminosa delantera y de caderas
abismales. Su cintura de avispa lo comenzó a excitar. La joven –ya que Parker
le debía sacar unos diez años– se pegó al cristal y le sacó la lengua de manera
provocativa.
Olvidó a su esposa. Todo se centró
en torno a la mujer fatal que tenía delante.
Las imágenes que recreó en su
cerebro, ya que ella no dejaba de incitarlo con ciertos gestos
un tanto obscenos, eran pura pasión desenfrenada. Lujuria. Sexo. Alcohol… Una
playa paradisíaca con ellos dos a solas. Una cama, una ducha o un armario. Daba
igual. Lo que fuese. Un baño, la vía pública en la noche, un parque a oscuras o
con luz… Esos espejismos recorrieron su cabeza con más ímpetu. Incluso empezó a
divagar y a centrarse en una orgía. Poco a poco, su imaginación había avanzado
demasiado. Alcanzó fronteras inmensurables que jamás creyó que osaría propasar.
Metido en un trance, misterioso y
envolvente, se distrajo observando lo que su subconsciente le mostraba. Cuando
quiso acordar, la rubia estaba dentro de la cafetería, frente a él. Lo tenía
obnubilado, encendido…
–¿Me acompañas al baño? –susurró la
atrayente joven.
En ese momento, el señor Parker
deseó ir tras ella y desnudarla. Se imaginó mordiéndole los pechos, palmeándole
el trasero… Sin embargo, la figura de su señora se le cruzó momentáneamente por
la cabeza. Gracias a ello, reaccionó y volvió en sí.
–Disculpe, señorita. Siento si me ha
malentendido, pero estoy felizmente casado –tras decirlo, comenzó a ignorarla y
a pensar en la mujer que debe y ama.
Como si todo hubiese sido causado
por el arte de un embrujo transitorio, pasó de ella. Incluso las imágenes se le
esfumaron de la cabeza. Dio un sorbo a su café mientras la joven abandonaba el
bar. Pasados un par de minutos, siguió esperando a que llegase la hora.
Se detuvo a pensar en cómo fue capaz
de fantasear tantísima aberración. ¡Por Dios! Si no llega a ser por su buen
juicio en el último momento, se habría ido con esa chica y habría destrozado su
matrimonio. No comprendía cómo había llegado a todo eso, pero se sentía
culpable. Estuvo martirizándose hasta ver que quedaban diez minutos. Salió y
comenzó a andar.
Una vez fuera, pensó que
posiblemente el diablo le hubiese puesto a prueba. Satisfecho de haberla ganado, avanzó por la
calle.
Mientras caminaba ensimismado, un
coche colisionó con otro en el puente e inició un accidente en cadena que
generó gritos y angustia por parte de los viandantes. Muchos de ellos pedían
auxilio y a un médico.
Él, de forma servicial, llegó raudo
al coche de la colisión. Allí, un hombre herido, el causante de la catástrofe,
alegaba haber visto a una rubia con un vestido rojo. Se repetía a sí mismo que
lo hechizó con su mirada.
–Una señora –susurró el conductor–
¡Quería que atropellara a una señora! –exclamó alarmado.
Tanto el señor Parker como otro
joven, fueron a ver si lo que decía era verdad. Se sorprendieron. Debajo del
alto todoterreno, divisaron los pies de una mujer. Con cuidado, la sacaron para comprobar su estado. Se trataba de la esposa del señor Parker. Él intentó
reanimarla mientras llegaban las ambulancias. Enloquecía al ver que no
conseguía salvarla. La gente se agolpaba a su alrededor muy conmovidos por la
escena.
Llorando, con las manos llenas de
sangre, alzo su vista al frente. Allí, apoyada en el puente, la mujer fatal
observaba la situación con una sonrisa pícara en los labios mientras cruzaba
sus piernas.
–¡Tú! –se tiró hacia ella.
La agarró y forcejearon ante la
vista del enorme público. Los policías que llegaban junto a los servicios
médicos, intentaron separarlos. No obstante, el señor Parker logró zafarse de
todos. Pensaba que esa mujer era perjudicial para la salud pública, un demonio,
una bruja… El ángel de las tinieblas. Con eso en su mente, se tiró puente abajo
con ella entre los brazos. Su única idea era la de matar al diablo disfrazado que
había causado todo este mal.
Al día siguiente, en los titulares
del periódico, y en la televisión, apareció la noticia que impactó a medio
Londres. Los testigos y el causante del accidente contaron que una joven rubia
lo distrajo, provocando así la colisión múltiple que acabó con bastantes
heridos y una víctima mortal. Kristen Parker, la mujer del reputado y querido
médico Jhon Parker, perdió la vida en el impacto. Su esposo trató de atenderla
en vano. Cuando llegó, desgraciadamente ya había fallecido. Acto seguido,
explicaron que se volvió loco y solo señalaba a una jovencita muy exuberante.
Exponen que, trastornado, se suicidó arrastrando a esta con él. Según los
testimonios, el doctor la creyó culpable debido a las palabras que le dijo el
autor de la catástrofe.
A las pocas horas, la policía
encontró su cadáver cerca de la zona. Sin embargo, la mujer había desaparecido.
No se halló rastro de su existencia, ni se supo nunca quién fue. Simplemente la
vieron caer con el señor Parker mientras bramaba enloquecido que era el vestido
del diablo.
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Por María del Pino.
Libro: Relatos Profanos
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