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A una gran mujer que me lee, en cuyo
corazón he encontrado bondad y amor,
Paquita, y a todos los niños que se
encuentran como el pequeño Benito.
Benito
Benjamín (o como le
llamaba su amigo Pepín: “Doble-Ben”) era un niño que no creía ni en la Navidad, ni en
los Reyes Magos. Siempre caminaba por la calle, en los días de invierno,
cabizbajo y pensativo, con las manos en los bolsillos. No era muy feliz porque
siempre estaba pasando penurias. Vivía con su vieja y pobre abuela Bernarda. La
quería mucho, pero echaba de menos el calor de unos padres. Mamá, desde el
extranjero, siempre le había contado en sus cartas que papá fue un pintor muy
bueno, pero que se marchó al cielo porque aquí estaba muy malito. Le explicó que
subió allí para estar siempre bien y decorarle al Señor los cielos que él cada
día veía. Ella, por su parte, tuvo que partir al extranjero con un montón de
obras de arte de su difunto esposo para tratar de sacarles partido a la vez que
buscaba un trabajo. De vez en cuando les mandaba algo de dinero. No era mucho,
pero gracias a ello pudieron comprarse (su
yaya y él)
algo de ropa para los veranos, zapatos y comida. Las prendas de invierno las
mandaba su madre cada dos años de una casa para la que trabajaba. En la última
carta que les escribió, dijo que un hombre parecía haberse dado cuenta del
talento de su padre, así que estaba tasando, mediante un experto, el valor de
los cuadros para comprarlos.
Aunque Benito no se quejaba y hacía siempre lo
que la abuela le mandaba, no soportaba los días del año en los que el alumbrado
salía a la calle a lucir su comercial alegría. Además, el frío hacía que se
tuviesen que abrigar para no coger un resfriado con esos chaquetones tan
grandes, poco calentitos y feos. Y sus amigos (lo poco que los veía) no hacían otra cosa que querer más y más
juguetes por esas fechas. Así que podemos decir con seguridad que su tristeza
más honda llegaba de la mano de la Navidad. Solía sentirse muy solo, ya que
veía, en esos días tan señalados, que todos los niños estaban con sus familias
y hablaban de cosas que a él le parecían un sueño inalcanzable.
Su abuela, para alegrar el ambiente cargado de
soledad y vacío, ponía cada año una mesa con un pañito blanco (bordado por ella) de cuando se casó,
junto a unas velas rojas, carcomidas por los años y las noches de apagón. Allí,
al lado de estas, ponía la foto del abuelo, de su padre pintando un lienzo
enorme, del tito que también se marchó al cielo siendo un niño y de su madre
sentada cerca del río cuando era más joven. Para darle un toque más Navideño al
asunto, esta colocaba un pequeño niño Jesús que solía habitar en su habitación
y dos calcetines rojos (uno
de ella y otro de Benito). Aunque a él no le gustaban esos adornos tan cutres y
quería poner unos más bonitos para su yaya, sonreía mucho con tal de que esa
gran mujer que lo estaba criando fuese feliz unos segundos.
Como eran muy pobres, Benito no tenía más
juguetes que un viejo cochecito que le dio su amigo Pepín. Un día, hacía ya dos
años, vino a su casa y trajo dos coches para jugar porque sabía que no tenía
juguetes. Antes de irse, al ver que era de verdad lo que el niño decía, le
regaló uno. Eran muy buenos amigos.
Su abuela Bernarda, apenada de no poderle
comprar nada en Navidad, ya que todo su sustento lo destinaba a la comida (y a veces hasta les había faltado), siempre le decía que,
como vivía con una vieja que hacía mucho que no tenía niños, los Reyes Magos no
sabían que estaba ahí con ella y que, por eso, no le podían traer nada. Así
pues, se hacían regalos mutuamente el día seis de enero. Ella le echaba en el
calcetín unos caramelos y él le ponía unas flores que recogía el día de antes,
justo cuando llegaban a su casa después de ver la cabalgata y de que la abuela
cogiese algunos de los caramelos que añadía a los dos o tres más bonitos que sí
compraba.
Un día, Pepín llamó a su puerta junto a su
padre, Jaime. Este venía para invitarlo a su casa a jugar al día siguiente y él
accedió encantado. Se alegró de que se hubiese acordado de él y de que su padre
lo trajera para avisarle. Fue un detalle, ya que Benito no tenía teléfono, ni
televisión.
Cuando Pepín lo recogió y lo llevó a su casa,
se sorprendió. Vivía en un piso humilde, pero para él no había pobreza por
ningún lado. Tanto le impresionó, que no pudo evitar exclamar un “guauuu...” al
ver a su madre, Paquita, con el delantal puesto y una sonrisa en la boca al
recibirlos, el decorado Navideño tan bonito que cubría la puerta, la entrada
del pasillo llena de adornos y el salón de fondo desprendiendo calor.
Al llegar a él, Benito no pudo evitar salir
disparado hacia el árbol de Navidad que se situaba en la esquina más lejana.
–¡Pepín! –se emocionó–. No sabía que vivías en
una casa tan grandota.
–¿Grandota? –se sorprendió el otro dando una
risotada.
Era apenas un piso de noventa y dos metros
cuadrados. Los padres de su amiguito, un poco extrañados, le preguntaron por
qué le parecía tan grande y él, inocente cual niño que era, habló sin más:
–Mi casa es como el salón y el pasillo. Tenéis
televisión, un árbol enorme dentro, muchos aparatos –señaló el equipo de
música–, estáis juntos viviendo como reyes –sonrió alegremente y concluyó la
frase con un simple:– ¡¡y Pepín me ha dicho que tiene muchos muñecos para
jugar!!
–¡Será que tú no tienes! –al padre pareció
hacerle gracia.
–No, señor. Mi único juguete fue el que me
regaló Pepín... –su inocencia cortó a los padres, pues recordaban que tuvieron
que decirle a la abuela que era un regalo, que no lo había robado, ni se lo
había dejado olvidado.
–¡Doble-Ben! ¡No hables más y vamos a jugar
antes de que mi madre saque las galletas! ¿vale? –le agarró del maltrecho
chaquetón y este crujió hasta rasgarse un poco en un leve tirón.
–¡Anda! ¡Mi abrigo! –exclamó.
–No pasa nada... Yo lo arreglo... –lo cogió la
madre de su amigo.
Los niños, ilusionados y olvidando el
incidente, se fueron corriendo a la habitación del joven anfitrión, dejando
atrás al matrimonio. Estos se habían quedado conmocionados ante las palabras
del chiquillo y lo poco que sabían de él a través del profesor y de su hijo. La
mujer miró el desgastado chaquetón (dos
tallas más grandes)
y negó con la cabeza. El marido simplemente le dio dos palmaditas en el hombro
antes de ir a quitarse su elegante abrigo largo.
Al llegar al cuarto, Pepín abrió la puerta y
Benito creyó pisar el paraíso. La habitación de un niño cualquiera, con
peluches encima de la cama, un puñado de libros con dibujitos y varios muñecos (y coches) en un pequeño baúl, le
parecieron a él “JUGUETELANDIA”. Emocionado, le pidió permiso a su amigo
para poderlos tocar y este se rio, alegando que tenían toda la tarde para
divertirse con ellos.
El pobre niño, al escucharlo, hizo de tripas
corazón para no llorar mientras disfrutaba del momento. Era pobre, lo sabía
bien. Pero no comprendió cuánto hasta que vio las “riquezas” de su amigo, un
pequeño de clase humilde y de padres de sueldos normales.
Paquita, con encanto y bondad en el rostro,
apareció por la puerta y los llamó para ir a merendar. Ya no tenía el bonito
delantal de antes, así que Benito pensó que saldría a la calle (su abuela siempre tenía el delantal en
casa).
Al acompañarlos al salón, se encontraron al padre colocando en la mesa unas
servilletas y sirviendo café en dos tazas. Iban a merendar todos juntos. Este
se sentó y cogió el periódico después de dedicarles una afable sonrisa.
–¡Vamos a comer! ¡Mi madre hace unas galletas
estupendas!
Benito, sorprendido, corrió tras su amigo
hacia las sillas. Él nunca había visto, ni probado, unas galletas hechas por
una mamá, así que cuando el aroma dulce impactó en su cara, junto a la calidez
que estas pequeñas delicias desprendían, la boca se le hizo agua.
Mientras merendaban, él estaba disfrutando
como un "Marqués". Bebía batido de chocolate, comía galletas con
forma de estrellitas, bollos rellenos de cacao que el padre compró para ese
día... Era todo un festín.
Paquita, que conocía a la madre del niño un
poco, ya que hablaban por teléfono cada X tiempo para decirle que habían
recibido el paquete bien, o la transferencia, le preguntó desde cuándo no
hablaba con su mami. Este respondió que llevaba sin verla en persona tres años
y medio y que desde que se fue, solamente había leído sus cartas con la ayuda
de la abuela. De la última, hacía ya medio año.
La mujer miró a su esposo y este, a su vez,
soltó el periódico. Ambos se levantaron y cuchichearon un rato en la cocina.
Habían decidido darle un regalo de Navidad al pequeño Benito. Ella descolgó el
teléfono y marcó muchos números mientras el padre los entretenía con un truco
de magia que parecía hacerles mucha gracia.
–Benito –lo llamó ella después de hablar un
rato–. ¿Has escuchado alguna vez lo que se oye al otro lado del teléfono?
–No, ¿por qué?
–¿Quieres oírlo? –le extendió el auricular con
una bella y enternecedora sonrisa.
–¿Puedo? –se mostró contento.
Al otro lado de la línea, alguien temblaba al
oír su voz de fondo.
–¿Sí? ¿Hola, hola? –dijo el niño con alegría al pegárselo a la orejita.
–Be-Benito... –susurró una mujer entrecortada.
–¿Sí? ¿Con quién hablo? –su tono seguía
mostrando felicidad.
–¿No-no me reconoces? –la dama del otro lado
del auricular seguía temblando.
–No... ¿quién eres? ¿Me conoces? –el pequeño
tragó saliva. Se preguntaba quién sería esa mujer que parecía saber quién era
él.
–So- soy... –los sollozos impactaron sobre el
chiquillo–. Soy mamá...
Momentáneamente, se separó el teléfono de la
oreja con la boca abierta y con el corazoncito sobrecogido. Al escucharla
llorar, enseguida habló:
–¿Mami? ¿Mi mami? –palideció ansioso.
–Sí, cariño –trató de recuperar las fuerzas.
Benito, aferrado al teléfono como si su vida
dependiera de ello, comenzó a soltar una lágrima tras otra por sus mejillas.
Escuchaba todo lo que su madre le decía sin apenas articular una sola palabra.
El padre de su amiguito se acabó llevando a su hijo porque le afectaba ver a su
compañero de aventuras infantiles tan afligido.
Finalmente, la madre le pidió que le pasara el
teléfono a Paquita y así lo hizo tras despedirse con un: “te quiero, mamá.
Te echo mucho de menos”. Ambas mujeres hablaron durante un rato. Una le
agradecía a la otra el gesto tan inesperado, ya que sabía que no tenían
teléfono en casa de la abuela por falta de dinero. Le dijo que la llamaría más
tarde para conversar con ella, que ahora debía irse al trabajo. Estaba
intentando conseguir el traslado a España. La madre de Pepín colgó con una
congoja muy grande en el rostro. Una que trataba de salir a flote. El nudo que
sentía oprimiéndole el estómago le había dejado un mal sabor de boca. No sabía
si había obrado bien o mal, pues ahora, una mujer marchaba al trabajo dolida
ante la cercanía y lejanía de un hijo. Y... el pequeño Benito se hallaba
llorando a mares en mitad del salón de su casa. No podía dejar de pensar que
después de tanto tiempo... el chiquillo había escuchado la voz de su madre. La
buena mujer no sabía si eso habría sido algo positivo para el crío. En parte,
se arrepintió.
Tranquilizó al niño con su alma maternal y
unos cuantos abrazos. Benito se recuperó enseguida porque, en realidad, le
habían dado una gran alegría. Cuando llegó la hora de marcharse, la madre de su
amigo le dio un abrigo nuevo. No quiso aceptarlo. Era un regalo muy caro. No
obstante, Paquita se lo puso y Pepín le sonrió. Como era muy listo, le dijo:
–¡A ti te queda muy bien, Doble-Ben! A mí no,
así que llévatelo y enséñaselo a tu abuela. Seguro que también dice lo mismo
que yo... –agarró a su madre y esta buena señora le sonrió, orgullosa.
Jaime, satisfecho también ante el comportamiento de su hijo, le extendió la
mano a Benito. Este la agarró muy agradecido. Antes de salir por la puerta, la
enternecedora mujer metió en una bolsa de plástico varios dulces y una botella
de batido de fresa que había quedado entera. Se la dio junto a las tres últimas
galletas en una servilleta (aunque
la pesada bolsa la cogió el hombre, claro). Servilleta que guardó en su nuevo
abrigo. Expuso que su abuelita sería muy feliz si se lo daba, así que el
chiquillo se alegró, le dio un abrazo de esos que llegan a lo más profundo del
alma y se marchó por la puerta con un gran caballero de la mano.
Al llegar, la abuela se extraño mucho. Estaba
muy guapo con ese chaquetón. Miró al acompañante de Benito buscando una
explicación en sus ojos mientras esta inocente criatura saltaba alegre,
soltando de manera apabullante lo que había vivido en esas horas.
–Hijo... –el hombre silenció al niño con
cariño–. ¿Puedes guardar los dulces y ponerlos bien mientras hablo con tu
abuela de cosas de mayores?
–Sí, por supuesto –emocionado al escuchar la
palabra “hijo” cogió la pesada bolsa y se fue a la cocina.
–¿Podemos hablar, señora?
–Desde luego, pase, pase, joven... –su voz
sonaba cansada.
Una vez dentro, Benito se dedicó a amontonar
en la despensa las dos palmeras de chocolate plastificadas una encima de la
otra y los pastelitos. Los colocó justo por el orden en el que se los daría a
probar a la abuela. El batido de fresa lo guardó en el pequeño y medio vacío
frigorífico que tenían. Entretanto, tarareaba feliz. Nunca había vivido nada
parecido. Además, como solamente en su cumpleaños compraban batido, veía el
interior de la nevera precioso con ese color fresa pálida. Pensaba
continuamente que había hablado con su madre, que había comido como un niño
rico (es decir, normal), que lo habían tratado
como a un rey, que jugó con muñecos y que le habían regalado un abrigo
precioso. Era el día más emocionante de su vida.
Mientras él pensaba que era la Navidad más
buena y bonita del mundo, los adultos hablaban en el salón sobre cosas
importantes. Quedaron en verse en dos o tres días para tratar un tema que la
madre del chico le había comentado a su mujer, por lo que volvería por la
mañana con Pepín para que jugaran mientras tanto.
Antes de finalizar la conversación, Jaime les
dijo a los dos que este año pasarían el fin de año con ellos ya que no irían a
ningún lugar.
–Caballero... No queremos interrum...
–¡Nada, mujer! –exclamó cortándola–. Y llámeme
Jaime, ¡por Dios, señora! –sonrió–. Le aviso que mi mujer no acepta un no como
respuesta. No querrá que esta noche, este pobre servidor, duerma en el sofá por
no haberla podido convencer a usted, ¿no? –curvó sus labios con amabilidad y
dulzura.
A Bernarda se le hicieron los ojos agua.
Agarró su pañuelo, enjugó sus lagrimas y lo bendijo a él, a su esposa y al
adorable Pepín. El hombre se marchó y el chiquillo, ilusionado, le mostró los
dulces y le comentó el orden en el que se los comerían. La abuela en realidad
adoraba los dulces, pero hacía mucho tiempo que no los comía por poder
alimentarlos a ambos, ya que su mísera paga no le daba apenas para mantener el
piso, pagar la luz y el agua, pues siendo dos... no tenían a veces suficiente.
Por eso, cuando llegaba un poco de dinero de su hija, Bernarda lo usaba para
comprarle los libros del colegio a Benito, algún pantalón (ya que el niño crecía o los rompía), para ayudar a llegar a
fin de mes y algo que iba ahorrando (cuando
le sobraba, que pocas veces era) en una cuenta para el niño, por si algún día le
ocurría algo a ella. Ya tenía doscientos euros, una miseria para un caso
extremo...
–¡Yaya! –captó su atención mientras corría
hacia su chaquetón nuevo.
–¿Qué pasa?
–Mira, yaya... –sacó las galletas–. Me las han
dado para ti. La mamá de Pepín, Paquita, es muy buena. ¿A que sí?
–Gracias, hermoso mío –le acarició la cabeza
mientras cogía una–. Es un ángel. Un ángel...
Mordió la galleta a la vez que le daba otra al
chiquillo. Él se sentó en su regazo y Bernarda se meció con este en brazos,
cantándole una nana mientras lo arropaba con una manta casi tan vieja como
ella.
Llegó la Nochevieja, el último día del año, y
los recogió Jaime en su coche familiar. Una vez en la casa, la abuela agradeció
a la madre toda su bondad. Solamente se habían visto dos o tres veces en todos
estos años de guardería, preescolar y cole, pero la anciana sentía que Paquita
y su familia eran personas de las de toda la vida. Cenaron escuchando
villancicos, viendo la televisión y a los pequeños bailar mientras disfrutaban
de unos mazapanes que a Benito se le antojaron deliciosos. Paquita le puso unas
cuantas canciones de copla a Bernarda. Pensaba que le gustaría recordar sus
tiempos, y así fue.
Esa noche, alejadas de los niños y de Jaime,
la mujer habló mucho con la abuela. A Bernarda se le iluminaron los ojos con
sus palabras. Tanto, que a la despedida, la anciana mujer abrazó al matrimonio
con ilusión. Pepín y Benito se unieron al abrazo entre risillas inocentes.
–Oye... –dijo la madre de su amigo al
chiquillo–. Los reyes me han dicho que te van a traer algo a esta casa.
¿Vendréis la abuela Bernarda y tú el día seis por la mañana?
–¡Dios os bendiga! –susurró la anciana.
–¿Los reyes? ¿Los Reyes Magos? –se sorprendió.
Él nunca creyó en ellos, pero si la bondadosa
Paquita decía que existían y que traerían algo para él, este, como niño
inocente que era, lo dio por hecho. Una mujer tan buena nunca mentiría.
–Esos mismos –afirmó Jaime.
–Yo este año he pedido el juego de cazar
mariposas –zamarreó Pepín a su amigo–. ¡Si me lo traen podemos jugar!
Al llegar a su casa, con la abuela sollozando
durante casi todo el trayecto en coche, ambos se dispusieron para dormir.
Bernarda le deseó al niño un feliz año nuevo y se fue a rezar para que todo
saliese bien y para poder ver al pequeño y a su hija muchos más años.
Benito, tras recordar lo bien que se lo estaba
pasando estas Navidades, se sintió feliz y dichoso. No pudo llamar a su madre
de nuevo, pero disfrutó de una familia. Además, la mamá de Pepín le dijo que
pronto hablaría otra vez con ella. Eso era más que suficiente para él.
Cerró sus ojitos y se sobresaltó. Se levantó
corriendo, se puso las pantuflas roídas que tenía y se dirigió a la mesita
Navideña que ponía su abuela cada año. Cogió la foto de su tío y la besó.
Luego, hizo la misma operación con la de su padre. Por último, agarró la de su
madre. Era una foto antigua, pero ya le puso voz a esa cara. Le dolió no
haberla recordado, pero prometió no olvidarla nunca más.
Después de soltarla, tomó al niño Jesús y le
susurró en el oído, a modo de secreto, sus deseos de Navidad:
–Por favor, niño Jesús, dile a los Reyes Magos
que me traigan la felicidad...
Lo soltó con cuidado, se santiguó y volvió a
la cama.
El día de la cabalgata pasó pronto. Allí pudo
darle una carta a un paje en la que ponía que deseaba la felicidad y ver a su
mamá. Se acostaron lo antes posible. Ese día ni recogieron flores, ni compraron
o recolectaron caramelos. Benito tenía mucha prisa.
Una vez que la GRAN mañana hubo llegado, sonó
la puerta con energía. El niño apenas había dormido de lo nervioso que estaba,
pero esperó paciente y calentito entre las sábanas a que su abuela le diera la
señal. No eran ni las nueve de la mañana. Bernarda, que parecía bien espabilada,
se encontraba ya vestida. Ese día se había arreglado su blanco moño un poco más
que de costumbre y llevaba dibujada la expresión de felicidad en el rostro.
Abrió la puerta, ansiosa, mientras avisaba al pequeño.
Él se incorporó con rapidez. Ya tenía la ropa
puesta. Cuando creyó que ya estaba listo después de ir al baño y ponerse el
chaquetón, se dirigió hacia los adultos.
–Benito... Las pantuflas... –señaló la abuela.
–¡Vaya! –se llevó las manos a la cabeza y fue
corriendo a cambiarse.
Pusieron rumbo hacia la casa de Pepín. Iban muy alegres en el coche. Jaime
cantaba con el pequeño la famosa canción de: “ya vienen los Reyes Magos, ya
vienen los Reyes Magos, caminito de Belén. Olé, olé, Holanda y olé. Holanda ya
se ve...”. Nada más llegar al portal, Pepín estaba dando botes en su
planta. Tenía una bata de estar en casa de Shin-chan y unas pantuflas de
Doraemon.
–¡¡CORRE, BENITOOOO!! –gritó eufórico el
niño–. ¡Los regalos están sin abriiiirr!
Emocionado, subió las escaleras con rapidez.
Por suerte para el viejo corazón de la abuela, vivía en una primera planta, así
que no se asustó durante mucho rato al verlo correr por un sitio tan peligroso.
–¡¡MIRA!! –le señaló el árbol.
Alrededor de este pequeño y gran pino había
muchas cajas y bolsas. Estaba alucinado. Miraron los nombres. Le dieron a papá
el suyo, a mamá el suyo...
–¡YAYA! –gritó–. ¡Mira!
Le enseñó una bolsa en la que ponía: “Para la abuela de Benito Benjamín”. La
señora, emocionada, le dio las gracias a los padres y lo abrió muy conmovida.
El nieto se quedó mirando sus ojos llorosos. Estaba contento, feliz de verla
sonreír. Finalmente, la abuela sacó una cálida prenda de abrigo. Parecía un
jersey grueso. Perfecto para no resfriarse. Dentro también había una bufanda
blanca de pelito suave.
–¡Benito, el tuyo y el mío! –el chiquillo le
dio una caja.
Mientras Pepín abría emocionado su regalo, él
no era capaz de desenvolver el suyo. Miraba a los padres de su amigo y veía en
ellos una familia. Vio que tenía mucha suerte de tener a la yaya, a Pepín y a
sus padres, a los cuales, desde que conoció más a fondo tanto quería.
–¡EL ATRAPAMARIPOSAS! –exclamó lleno de
júbilo–. ¡Me encanta! ¿Jugamos? –miró a Benito–. Oye... abre el tuyo... –le
sonrió con curiosidad.
Al fin reaccionó y se olvidó de todo. Rompió los papeles con emoción y vio que
se trataba del “cocodrilo saca muelas”. Ambos niños estaban eufóricos. El padre
desapareció junto a Bernarda durante un tiempo mientras Pepín abría un segundo
regalo mucho más pequeño. Este no le gustó tanto, ya que eran calcetines. Como
se trataba de seis pares (de
superman),
decidió darle la mitad a su amigo para que pudieran ir al cole iguales.
Mientras Benito se lo agradecía con los villancicos sonando de fondo, la madre
se dedicaba a montar el juguete de su hijo. Comenzaron a atrapar mariposas los
tres. Entre gritos, risas y algarabía aparecieron Jaime y la abuela. Esta venía
emocionadísima. Tanto, que el niño se preocupó mucho.
Paquita intervino al ver su rostro y le
cuestionó que si quería hablar con su madre.
–¿Se puede? –preguntó inundado de alegría.
Su amigo parecía muy risueño. Se reía mucho.
Miró a su abuela, la cual afirmaba con la cabeza a la vez que bendecía a esa
familia.
–Claro –dijo el padre dándole el móvil–. Pero
esta vez usarás mi teléfono. Ella ya está al otro lado.
–¡ANDA! ¡Un móvil!
El pequeño se giró hacia el arbolito y miró
las bolas para tener un poco más de intimidad, ya que sabía que se le escaparía
alguna lágrima de felicidad. Apreció que se reflejaba en una dorada y su abuela
en otra verde.
–Hola, cariño...
–¿Mami? –tembló.
–¿Cómo estás?
Él le respondió lleno de júbilo y se dedicó a
escucharla. Ella le decía que en Alemania hacía demasiado frío y había mucha
nieve. Pese a que le hablaba del frío, la escuchaba cerca. Sintió la calidez de
su voz en la habitación, así que cerró los ojos y se la imaginó a su lado,
mirando el árbol y agarrados de la mano.
–Benito... –susurró la madre con tanta
ternura, que abrió los ojos de golpe.
En el reflejo de la bola vio que ella estaba
con él. En seguida creyó estar soñando. Parpadeó unas cuantas veces para volver
a la realidad, pero la ilusión no se iba. Permanecía ahí, frente a él. Aunque
las piernas le temblaron, tuvo fuerzas para girarse y verla arrodillada tras
él.
–¡MAMÁ! –exclamó varias veces entre las
lágrimas que cortaban su respiración, agitándola en mitad de ese hermoso abrazo
entre madre e hijo.
–Ya he vuelto... Perdóname... Perdóname
–susurró dándole un beso en la cabeza al mismo tiempo que las lágrimas se
apoderaban de ella.
Al separarla para mirarla, vio que era más
bonita que en la foto. Jaime, por su parte, trataba de explicarle a Bernarda
que su hija había conseguido el traslado definitivo aquí junto a un ascenso,
facilitándoles así la vida en muchos aspectos. Además, logró vender casi todos
los cuadros por una buena cuantía. Tendrían teléfono y tele. Comerían mejor, se
podrían ir comprando ropa poco a poco y, lo más importante para ellos, estarían
juntos.
El pequeño en esos momentos no escuchaba nada
de lo que los adultos decían, solamente daba las gracias a los Reyes Magos y al
niño Jesús por haberle concedido su preciado deseo. Ahora vivirían juntos y
felices para siempre. Porque un niño pobre, puede llegar a ser muy rico de
corazón.
OS DESEO UNA FELIZ NAVIDAD
Y UN PRÓSPERO AÑO
CARGADO DE LO QUE ESTE
NIÑO HA SENTIDO AL
ESTAR CON LAS
PERSONAS QUE AMA.
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Por María del Pino.
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