Hoy, día de reyes, subiré el relato para todo aquel que le guste, pueda regalarlo con sólo enviarlo.
©María del Pino
©María del Pino
1 de enero, domingo.
Después
del desayuno, un niño se dirigió a su cuarto, agarró un folio, sus
lápices de colores y comenzó a escribir:
“Queridos Reyes Magos:
Soy Jose otra vez y os quiero pedir que olvidei la carta que mi papa os dio porque esta es la cata carta de verda. Este haño e sio un niño mu bueno. E ayudado a mama a quitar la meza, a papa tanbien lo ayudo a cocinar, a los abuelos les leo la conpra pa que no la olviden, a la seño le ayudo a repartir los folios y la plastilina...
Tanbien hago mis tareas todos los dias y espero que me perdoneis por la mancha que le hize a papa en su camisa favorita al querer servirle bino vino rojo. Solo queria ayudarle.
Reyes, tabien ayudo todos los dias a mi vesina (la abuelita que vive arriba mía) a subirle la conpra siempre que estoy jugando y la bveo. Sienpre le digo que no quiero nada, pero me da un chicle o un chupon.
Creo que e sio un niño mu bueno. O eso e intentao para que mama, papa, el hermano, los abuelos y vosotros me querais mucho.
Ya sabeis (porque se que lo sabei to) lo que quiero de verda, asi que estaria mu contento si olvidai la otra carta, la de mentira que escribi en verano (cuando solamente era un niño peqeño) y me regalarais lo que mas deseo en el mundo entero.
Como sienpre, os dejare la leche y las galletas en la meza que esta cerca del arbol de Navidad y una bolsa con paja de la guena(como dice papa), en la puerta para vuestros camellos.
Recordad que mis papas os dejan la yave magica que abre todo sinpre bajo la alfombra de limpiarse los pies para entrar a casa.
Os quiero Reyes Magos.
Jose.”
Jose.”
La
leyó una vez, tachó las faltas que vio oportunas para su corta
edad, los dibujó y coloreó con mimo. A continuación, fue al
despacho y agarró un sobre blanco del cajón del escritorio. Metió
la carta dentro, la cerró, escribió en el reverso: “Pa
los Reyes Magos de Oriente de Jose”; y se la escondió en el
jersey justo cuando sonaba el porterillo.
–Jose,
es Antoñito. Dice que si quieres salir a jugar... –informó su
madre abriendo la puerta y mirándolo.
–Dile
que ahora bajo, que me voy a poner el chaquetón –dio un salto de
la silla al suelo.
Se
lo puso corriendo y agarró su trompo mientras su padre le enrollaba
al cuello la bufanda y le metía los guantes en el bolsillo. Éste
los despidió con un beso y bajó las escaleras pensando en que los
buenos señores de CORREOS, a la mañana siguiente, llevarían
a oriente su importantísimo mensaje. Así los reyes podrían
cambiarle el regalo a tiempo.
Al
pisar la calle, pidió a Antoñito que, como era un año mayor que
él, lo acompañara a salir del patio comunitario y a atravesar la
calle hasta el buzón que había al otro lado.
Una
vez que tuvieron frente a frente el paso de peatones sin semáforo,
miraron a ambos lados y cruzaron con precaución, pues sus padres
siempre les advertían del peligro que suponía hacerlo solos.
Llegaron,
el pequeño se desabrochó el chaquetón y se sacó la carta. La miró
durante un rato hasta que la abrazó con una sonrisa cargada de
ilusión. Luego, la besó y la echó al buzón.
–Jose,
¿para quién es? –su amigo preguntó curioso mientras él se
abrochaba el abrigo.
–Para
los reyes magos...
–¡Bah!
–le cortó–. ¡Esos no existen! ¡Son papá y mamá! –se burló.
–¡Sí,
existen! –replicó–. Yo tengo una foto con Gaspar.
En
esos momentos, más despistados por la discusión que mantenían,
cruzaron sin mirar a ningún lado.
Una
bocina les sorprendió y saltaron hacia la acera contraria,
acelerados y asustados.
Jose,
que era un niño pequeño y delgado, había caído primero, apoyando
sus palmas en el suelo. Sin embargo, Antoñito, que era todo lo
contrario, es decir, grande y robusto, lo había hecho encima del
primero, provocando así que el chiquito se rompiese la muñeca.
Mientras
lloraba sin consuelo debido al dolor que sentía y al miedo que había
pasado, Antoñito, preocupado,
lo levantó y no supo qué hacer. Por suerte, la vecina mayor a la
que tanto ayudaba, pasó por su lado y lo atendió. Enseguida lo
llevó ante sus padres y éstos al hospital.
Ellos,
asustados y conmocionados, le riñeron bastante por haber salido del
patio sin permiso ni vigilancia adulta. Así que, él, decaído,
sabía que había sido un niño muy malo y que ya los Reyes ya no lo
iban a escuchar. Aun así, no se rindió y rezó para pedir perdón.
Al
día siguiente, tenía en su mano izquierda una pequeña escayola
–que Antoñito decía envidiar–, y un cabestrillo.
Cuando
llegó la gran noche de la cabalgata, los Reyes le saludaron, le
dieron caramelos y una pelota amarilla muy bonita. Eso le hizo creer
que, tal vez, ya no estaban enfadados con él.
Nada
más llegar a su casa, alegre, preparó con la ayuda de su madre la
leche y las galletas para cuando viniesen y la paja para los
camellos. A continuación, corrió a su cuarto, deshizo la cama, se
cambió y se metió dentro.
–Jose,
antes de dormir, hay que cenar... –expuso su padre desde la puerta,
entre risitas.
–¡Es
verdad! –exclamó y pensó:– ¿Puedo comerme la tortilla que dejé
a medio día?
Su
intención era comer cuanto antes para ir pronto a dormir. Y su
solución perfecta era la gran tortilla que hizo su madre, ya que les
sobró a todos. Se temía que si su padre cocinaba, se pondría a
hacer algo exquisito que requeriría mucho tiempo y él quería
dormirse lo antes posible.
Una
vez en la cama, con los dientes lavados, se colocó el reloj que
tenía luz para mirar la hora. Estaba tan nervioso e inquieto que vio
pasar a través de sus pequeñas pupilas las once, las doce, la una y
las dos. Ya había superado la una y media, que era lo que más había
aguantado despierto. Y eso sólo ocurría en fin de año, ya que sus
padres lo mantenían así antes de que se echara en el sofá y se
quedase dormidito.
Al
fin, a las dos y media pasadas, el sueño derrotó a su ansiedad.
Sobre
las seis de la mañana, abrió los ojos torpemente a causa de unos
ruiditos en la puerta que se desplazaban al salón. «¿Un
carro?»,
se preguntó al escuchar el traqueteo de unas ruedas arrastrándose
por la casa. Luego, los vasos se escucharon uno tras otro ser cogidos
y soltados. «¡Los
reyes estaban bebiendo!»,
bramó intentando desarroparse fallidamente.
Aunque
intentó despertarse, al rodear su cuerpo hacia el otro lado, sus
ojitos se le cerraron. No obstante, a las ocho menos cuarto de la
mañana, se volvieron a abrir de golpe al creer escuchar la risa
lejana de su hermano mayor tras un portazo.
Dio
un salto, se dejó la bata atrás y gritó: “¡Mamá,
papá, ya están aquí los reyes!”.
Salió disparado al cuarto de su hermano, pero no había nadie.
Después, aceleró su marcha hacia el salón, donde se encontraban
sus
padres con una taza de café en las manos, sentados
y sonrientes.
Miró
en todas direcciones, incluso buscó en la cocina. No prestaba
atención alguna al árbol. Parecía que ahí no se encontraría su
preciado regalo.
–Cariño,
mira donde siempre... –se rió la madre al ver a su pequeño
indagar hasta debajo la mesa y detrás de la tele.
Fue
raudo, pero tan solo vio una caja en la que ponía su nombre con
rotulador. Se desilusionó. Su verdadero regalo no cabría en una
caja que podía coger con la mano buena.
La
madre insistió en que la cogiese, así que se armó de valor y la
agarró con cierto tembleque mientras sus pequeños ojitos se le
cargaban de lágrimas. Mientras lo desenvolvía, indeciso, como no
queriendo de antemano lo que hubiese dentro, sus padres se levantaron
ilusionados.
Al
quitar definitivamente el papel –ya
que sólo tener una mano le llevó más tiempo del debido–,
descubrió una Nintendo
3DS. Era justo el
regalo que pidió en la carta falsa. Y, además, azul, como la que
especificó.
Sus
hombros convulsionaron entre sollozos y la puerta del baño se
escuchó de fondo tras la cisterna. El niño no estaba pendiente de
su alrededor. Sólo se encontraba pensando que no quería ese regalo,
sino el otro.
–¿Es
que no te gusta? –preguntó el padre preocupado y sorprendido al
ver que su hijo lloraba y no saltaba de júbilo.
–¿Qué
te ocurre, Jose? –la madre se agachó y le puso la mano en el
hombro.
Entonces,
el chiquillo, tras enjugarse las lágrimas, se giró con una sonrisa
amarga y con los ojos cerrados, intentando disimular su dolor
interno.
–Sí
me gusta, papá, pero yo mandé otra carta porque quería otra cosa
más importante... –sus lágrimas volvieron a sus inocentes
mejillas.
La
madre, inquieta, lo abrazó. Entretanto, una tercera voz muy familiar
le preguntó qué era lo que tanto quería.
–¡Ver
a mi hermano! –exclamó llorando más fuerte.
Entonces,
de repente, como si un rayo de luz iluminara su dulce rostro de niño,
abrió los ojos y alzó la vista al reconocer su voz. Ahí, de pie,
con un osito de peluche en la mano y las lágrimas saltadas ante las
palabras del pequeño, se encontraba su deseo, su regalo.
Ambos
se abrazaron. Llevaban dos años sin verse por culpa del trabajo de
éste, ya que lo enviaban al extranjero, de aquí para allá, muy
seguido por ser el joven –para que aprendiera–.
Ahora
era feliz. Y, mientras Jose lloraba y gritaba de ilusión con un
osito entre las manos y su hermano entre los brazos, dio gracias a
los Reyes Magos.
“Uno
de los deseos más
importantes
es el
de
tener y mantener
a
tus seres queridos
siempre
cerca”.
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Por María del Pino.