Hoy, amigos, subo el borrador (o lo que fue en su momento "boceto de imprenta") de las primeras 96 páginas (de 430) de mi tercera novela de la trilogía: "Don Fernando. La Eterna Unión". Lo subo así para que tengáis una idea del libro (antes de ser corregido) y para que los posibles interesados puedan leer las dos primeras partes.
Eso sí, hay cosas y notas aclaratorias en el libro sobre los personajes (para el que no se haya leído las novelas anteriores) que no están aquí porque, como he dicho, esto fue el borrador nº2, el que marchó a imprenta.
Espero que os guste y entretenga.
Espero que os guste y entretenga.
____________________________
©María del Pino.
©Ilustraciones de María del Pino.
© Fotografía de portada María del Pino.
Diseño de portada y contrportada: Fco. José Cobos.
© Fotografía de portada María del Pino.
Diseño de portada y contrportada: Fco. José Cobos.
ISBN: 978-84-615-8257-0
Depósito Legal: CO 3252012
____________________________
"Don
Fernando.
La
eterna Unión”
María
del Pino
_________________________________________
PRIMERA
PARTE:
“Infancia, familia… hogar”
"Don
Fernando"
El sol se levanta enhiesto y con firme decisión sobre el calmado día
veintidós de septiembre del año mil doscientos cuarenta y siete. Un
bonito día que celebraré el resto de mi vida.
Me
cuesta levantarme, pero sé que he de hacerlo si no quiero demorarme
y llegar así a deshora. La enternecedora mano de Milagros acaricia
mi rostro y me susurra con dulzura que mi sobrino nos aguarda en su
hogar, junto a toda la familia. «Familia.
¡Qué palabra más importante!».
Bramo entusiasmado ante mi pensamiento, pues desde que los vándalos
me la arrebataron con tan sólo trece años, he carecido de ella
hasta hace unos diez o doce… ¡Y ya no quiero pensar ni los años
que portan mis hombros! Aunque mi amante, compañera e íntima amiga,
siempre me diga que me conservo como cuando me encontró.
Tras
prepararnos, cargamos los regalos que trajimos del último viaje a
Toledo para visitar la tumba de Isabel,
y del cual, volvimos ayer. Luego, ponemos rumbo a casa de mis
sobrinos Pablo y Álika. Sobrinos… Yo, más bien, diría hijos, ya
que Dios, me bendijo con ellos pese a que no he sido capaz de tener
descendencia directa.
En
la puerta, al llegar, me encuentro a todos después de unos meses sin
verlos. Me complace gratamente que nos reunamos para celebrar juntos
el cumpleaños de mi sobrina-nieta. Aprecio que los cinco vástagos
de Yazid y Azucena están harto grandes. He de decir, que aun siendo
tan pequeños, son espigados cual progenitor tienen agarrándolos
ahora mismo. Los saludo con un efusivo abrazo, mientras que, mi buen
amigo Miguel sujeta a su mujer del brazo de una forma cómplice, y
quizás también, para ayudarla, ya que está un poco débil
últimamente. El joven Farid me presenta a su prometida, y tras
cordiales y amistosas palabras y sonrisas intercambiadas entre unos y
otros, caminamos hacia la casa de mi sobrino, por el jardín. En ese
momento me percato de que la puerta está completamente abierta.
Allí, contemplo a Estela –viva
imagen de su madre, Álika– y
al valiente Mateo. Ambos se encuentran devorando las naranjas que hay
en una cesta de mimbre situada en el suelo, justo en una esquina de
la puerta.
Al
vernos, se revolucionan y vienen corriendo hacia mí mientras gritan
eufóricos: “¡Tío-abuelo!”.
Se lanzan a mis brazos y, al estar un poco agachado, caigo de
espaldas con los regalos y éstos encima.
«¡Qué
hermosos están! ¡Qué gallardos son!».
–Estela,
cariño, deja de zarandear al tío Fernando –dice Álika caminando
lentamente hacia mí debido a su avanzado estado de embarazo,
mientras que Pablo, la lleva cogida por la cintura como si fuese la
persona más valiosa del mundo para él.
–¡Hijo!
¡No juegues con las espadas! –riñe el padre al niño.
–No
os preocupéis, pues bien sabéis, que éstas criaturas son mis
soles… –sonrío mientras los granujillas van a atacar a sus
abuelos, Miguel y María.
–Tío,
no podéis consentirlos tanto o se os subirán a las barbas –comenta
Álika.
–Yo
creo que ya lo han hecho… –dice Felipe mientras se adelanta,
vivaracho, a abrazarla–. ¿Cómo está mi futuro
sobrinito? –pregunta apoyando suavemente la cabeza sobre el
vientre de esta.
–Mientras
no sea como tú o tu pequeño Esteban, seguro que está y estaremos
bien… ¡Menos mal que no corre la misma sangre por vuestras venas!
–alega Yazid con tez sorprendida al ver al vástago de Felipe
tirarle del sedoso cabello a la pequeña Estela. Éste pequeñísimo
doncel lucha por conseguir de ésta la naranja que se está comiendo.
–¡Hija
de sus padres tenía que ser la niña! ¡Mi pobre Esteban! ¡No le
enseñéis a ser Álika! –exclama éste al ver cómo la pequeña le
propina a su hijo un buen golpe en toda la nariz para defenderse de
su saqueador.
Una
vez enzarzados en la trifulca todos los niños, menos Rosa, la cual
nos ayuda a separarlos, podemos entrar en la casa. Ya dentro, el
joven Farid se los lleva a un rinconcito para enseñarles unas
piedras de colores. Las hace aparecer y desaparecer una y otra vez.
Los niños permanecen fascinados, y la verdad, es que yo también lo
estoy. Pablo me susurra que él se lo había enseñado hace harto
tiempo atrás, pero alega que, ahora, el aprendiz ha superado al
maestro con creces.
Cuando
hemos finalizado la comida y abierto los presentes que trajimos de
Toledo, me siento tranquilamente para ver cómo se van abandonando el
hogar los más mayores: Farid y Gabriel, con sus respectivas esposas,
y María y Miguel; por lo que ahora, aunque aún no sea un viejo, así
me siento entre tanta juventud.
Mientras
contemplo a Milagros lavar los platos junto con Azucena, Pablo
acompañaba a Álika a su alcoba para descansar. Entre tanto, los
revoltosos niños se ponen a jugar delante de mí con espadas de
madera talladas por Yazid.
–¡Yo,
el rey Fernando III, retomo Córdoba! –brama Agustín, uno de los
gemelos de diez años de Azucena y Yazid. Éste es siempre el niño
más vivo y con más energía de todos.
Junto
con su gemelo, Alvar, y Mateo, imitaban al rey Fernando III, a Alvar
Colodro y a mí, entrando a Córdoba aquel día del año mil
doscientos treinta y seis. Yazid hizo buena amistad con don Colodro,
por lo que a su hijo le puso el nombre de éste. La verdad es que,
aunque todos los hijos de Yazid se parecían entre ellos, los gemelos
eran clavados como dos gotas de agua. Solamente se diferenciaban por
los ojos, pues ambos los tienen color verde claro como el que los
engendró en su madre, pero Alvar porta una mancha azulona en el ojo
derecho y un lunar a continuación de esa misma ceja.
Rosa
se acomoda a mi lado y comienza a tejer. Me comenta que va a
prepararle a la criatura algo para cuando nazca. «¡Tan
pequeña y ya tan madura! ¡Qué fortuna que su carácter es igual
que el de la madre!», gozo
en mi pensamiento, ya que, aunque pocos lo sabemos, su padre no es
Yazid, aunque la quiera como tal. Temí en principio porque la sangre
llamase a la sangre y se fuese gestado en ella algún tipo de maldad.
Pero por suerte, Rosa es la más tranquila y pacífica del grupo a la
vez que respetuosa, madura y obediente.
–¡No
quiero! ¿Por qué tenemos nosotros que ser los agarenos? ¡No
queremos ser los malos! –exclama Daniel, el hijo de ocho años de
Yazid.
–¿Y
a mí por qué no me dejáis jugar? –gimotea Estela. Tras
protestarles un rato, se gira hacia mí:– Tío-abuelo… no me
dejan jugar con ellos…
–¡Sí
te dejamos! Solamente que tú eres tu mamá en Castilla… –responde
Esteban, tan alegre y sabelotodo como su padre.
–Entonces,
no estoy jugando mientras… –se enfada ella.
Intento
tranquilizarlos, contándoles que ni unos eran buenos, ni otros
malos. Simplemente eran diferentes caminos de la vida, diferentes
religiones y costumbres. Los niños no comprenden muy bien eso, y es
normal, pues aún son demasiado pequeños. Lo que no puedo es alegar
nada a lo que el pillo de Esteban dijo a Estela, pues le había dado
el papel más importante del juego: el de la mujer que derrotó al
malvado Umara. Mas, aun así, el momento en el que se enfrascaban
representaba a aquél en el que ella estaba en Castilla, sin saber
nada, por lo que mi dulce niña no podía participar.
–¡Tío-abuelo
Fernando, contadnos cómo conocisteis al rey! ̶ exclama Mateo
batiendo en el aire la espada.
–Es
harto longeva la historia, valiente Mateo, pero lo conocí gracias a
tu abuelo ̶ respondo con una amplia sonrisa.
–¿Gracias
al abuelo Miguel? –pregunta Estela montándose en mis rodillas.
–No,
bella niña, gracias a Rafael Ballesteros, el padre de vuestro padre.
–¡¿Ves,
Joel?! –exclama Mateo al benjamín de Yazid, el cual, aun para
tener solamente siete años es casi tan grande y fuerte como el hijo
de mi Pablo, que le saca unos dos años más o menos–. Mi familia
es toda de tierras de la antigua Hispania.
–Yo
pensé que tu papá era de donde es mi mami… –contesta éste con
media lengua, pues hablaba un poco gangoso.
–¡Dejad
a don Fernando, niños! –riñe Azucena.
–Nosotros
nos marchamos. Aquí os dejamos a Milagros y a vos con esta familia…
–dice Yazid señalando el piso de arriba.
–¡No,
papá, que don Fernando nos va a contar una historia! –exclama
Daniel, gruñendo como acostumbra a decirlo casi todo, mientras su
padre lo alza en brazos y le besa la cabeza.
–¡Vamos!
Hacedle caso, mis pequeños. Otro día os deleitaré con la aventura
y os narraré la gesta –toco sus cabezitas para animarlos.
–Pero...
Don Fernando, no vayáis a olvidar contarnos cómo conocisteis a don
Rafael Ballesteros –alega Agustín.
Tras
afirmar, los niños marchan con sus padres y Pablo, que aparece tras
Yazid, recoge en brazos a los suyos para llevárselos a dormir. Éstos
rechistan un poco porque quieren seguir jugando, pero pronto le hacen
caso, pues lo admiran en demasía. Cuando mi sobrino baja otra vez,
le pregunto por Milagros y me responde que se fue a dormir a una de
las dos habitaciones, que la busque. Él sube las escaleras.
Conociéndolo, sé que no va a ir a conciliar el sueño, sino que su
intención será tumbarse junto a Álika y verla dormir mientras la
protege en sueños.
Me
dirijo hacia la primera alcoba y veo que ahí duerme Milagros. Se ve
cansada. ¡Y no es para menos! Últimamente ha estado trabajando
duro: en Toledo ayudando a las monjas; en el duro camino, cocinando y
cuidándome –pues me trata como a un rey–; y durante todas
las noches y algunas tardes, encontrándose íntimamente conmigo para
colmarme de amor. «¡Milagros
es un Milagro! ¡Mi milagro!».
Me
tumbo junto a ella y me detengo a pensar en Rafael. « ¡Oh, mi
buen amigo! ¡Si pudieses levantar cabeza junto con mi hermana María
Beatriz! ¡Qué orgullosos estaríais de ver a Pablo!».
Cierro
los ojos imaginando sus jóvenes rostros y recuerdo la fecha en la
que conocí al valiente caballero Rafael Ballesteros:
__________________________________________
II
Los
miembros varones de mi familia –es decir, mi padre, mi viejo tío
y mis tres hermanos– servían al rey Alfonso VIII. Un gran rey.
Éste y sus hijos mayores habían hecho una excelentísima amistad
con Fernando de León, el cual, ese día los acompañó de paso por
nuestro lozano pueblo, a los alrededores de Castilla, con parte de
sus tropas.
Últimamente
estábamos siendo saqueados por los vándalos. Mientras se
encontraban reunidos en mi hogar debatiendo sobre ello, yo me
hallaba, como de costumbre, haciéndole rabiar a mi hermosa hermana
María Beatriz cuando trataba de inculcarme sabiduría. Harta de mí
y mis insufribles burlas, intentó darme un azote, mas, logré salir
huyendo como buen malandrín que era. Me deslicé raudo y veloz hacia
las caballerizas que había al final de nuestra finca. No obstante,
aunque escapé de su bien merecido tortazo, me llevé otro más
grande. No porque ella, mi madre o alguien me alcanzara, sino porque
topé con el orondo y exuberante trasero de un caballo. El impacto
hizo que cayera al suelo.
Cuando
al fin logré enderezarme, vislumbré un corro de hombres, y, dentro
de éste, al joven más gallardo que jamás habían visto mis ojos.
Su pelo era negro azabache, sus ojos marrones como el roble y su
figura muy musculosa. Me sorprendí al contemplarlo más de cerca.
Era harto joven. Deduje que no llegaría ni a los veinte y ya estaba
dirigiendo a todos aquellos fieros hombres de Fernando de León.
Mientras
hablaba de que en el corazón de un guerrero no debe haber odio
alguno para aniquilar, sino infinidad de amor para proteger a los
seres queridos, a los reyes de Castilla y León y a la patria, me
quedé embelesado. Ahí fue cuando este humilde y rebelde servidor
decidió dejar de ser un niño para ser como aquel joven y valiente
guerrero.
Una
vez terminado el filosófico discurso, todos los hombres fueron a
descansar. Aunque, después de escuchar al joven, parecían estar ya
rebosantes de energía y vitalidad. Él miró a su caballo, le
acarició el lomo, y agarró dos espadas. Soltó la que llevaba
encima y se colgó a la cintura ésas. Enseguida pensé que debía
luchar muy bien, así que decidí seguirlo, agazapado, hasta fuera de
la finca. De cuando en cuando éste se detenía y se echaba a reír.
Parecía que algo le hacía gracia, como si sospechase que alguien lo
seguía. Cuando llegamos al pueblo, tras la eterna caminata,
enseguida desapareció de mi vista.
–¡Diantres!
¡Lo he perdido! –exclamé severamente enfadado conmigo mismo.
Lo
busqué por doquier, mas, no encontraba sombra alguna del gallardo
muchacho.
Finalmente,
molesto con mi propia persona como con nadie lo había estado alguna
vez, aprecié que la noche se me echaba encima, así pues, salí
corriendo a casa antes de que mi madre o hermana se percatasen de que
no me hallaba en el hogar.
Cansado
de correr, a medio camino, vi a unos vándalos acampados. Temblé.
Eran tres hombres mayores –que
no quiere decir viejos, pues serían más jóvenes que yo ahora–,
de aspecto rudo y embriagados de vino hasta la saciedad. Me miraron
fijamente, con mirada penetrante, deteniendo así toda su algarabía
y predominando el silencio más incómodo en el que alguna vez me
haya visto envuelto hasta esa época. Discurrí que sería mi fin.
Pero me alivié al ver que terminé de pasar sin que me dijeran nada.
Suspiré y proseguí mi caminar a pasos más ligeros.
Me
faltaría poco para comenzar a divisar el primer árbol de nuestras
tierras cuando escuché unos caballos galopar raudos hacia mí.
Enseguida me rodearon por más que intentara correr. Para mi
desgracia, eran aquellos malditos vándalos.
–¡Tú!
¡Niño! –exclamó el más ebrio y joven de los tres desde su
corcel–. ¿Qué tienes para mí?
–Nada,
señor. No llevo nada de valor –me alegré interiormente de no
portar riqueza alguna que me pudiesen saquear.
–Oye,
Marrajo –irrumpió otro–, ¿no es este el vástago de don Braulio
del Castillo? –preguntó.
Éste
parecía tener mucho mejor equilibrio, pues bajó del caballo como si
no hubiese ingerido una sola gota de vino pese a que su aliento
apestara al peor de la comarca.
–Me
parece que sí, que este mocoso de aquí es el benjamín de su
manada… –alegó el tercero, aquél que parecía responder
por ese mote tan horrendo.
Ése
era el que más pavor causaba en mí, pues bajó, amenazante, de su
caballo jugueteando con una daga.
–¿Y
si le cortamos una oreja y se la enviamos al señor Braulio para
percibir una buena recompensa por no dejarle sin un
descendiente? –preguntó el más firme, un hombre con el pelo
sujeto por un trozo de tela mal puesto.
Como acto reflejo,
me las tapé y ellos se rieron.
–Maeses,
disculpad mi osadía por entrometerme… –dijo mi gallardo
caballero.
Todos
nos sorprendimos de su sigilo, pues ni lo vimos llegar, ni lo
escuchamos lo más mínimo. Mi mayor espanto no fue causado por el
sobresalto que nos dio, sino por oír cómo los llamó, pues ésos no
merecían tales respetos. Busqué sus espadas con la mirada, pero no
vi que portase alguna consigo, por lo que ahora, ambos nos hallábamos
en apuros.
–¿Quién
demonios eres tú, mozo? ¿Y qué se te ha perdido aquí? –preguntó
Marrajo caminando hacia él con prepotencia.
–Maese,
se me perdió el muchacho al que pretendéis asaltar. Mas, como veis
–me señaló–, no lleva nada de valor, ni se ve ataviado con
ningún lujo, no como yo –luego se tocó las sedosas ropas.
–Todo
un doncel, Matías... –rió marrajo llamando al más borracho.
–¿Vienes
solo a pelear? ̶ se burló el firme.
–No,
vengo a daros lo que él no porta a cambio de que lo dejéis en paz
–extendió una pequeña bolsa. Receloso, Marrajo la abrió. Aun en
la noche, vimos que eran relucientes monedas de oro.
Estaban
un poco desconcertados, pero pronto reaccionaron y se lo guardaron en
la alforja del caballo. Éste avanzó hacia mí, cruzándose
delante del más serio, me extendió la mano, la agarré y les dimos
la espalda. Aunque me sentí seguro junto a él, poco me duró, pues
giraron a mi protector y le dieron tal puñetazo que lo tiraron de
boca al suelo.
–¿Es
que piensas irte impune después de habernos interrumpido, muchacho?
–se rió Marrajo acercándose al hombre que le había metido el
puñetazo al joven.
Miré al que estaba
más ebrio. Éste reía sin cesar, como un loco desvariado, un
depravado sin escrúpulos. Se mostraba tan enajenado de alcohol y
maldad que ya desde su caballo me aterraba. Entretanto, los otros no
paraban de golpear a mi rescatador. Incluso le quitaron la blanca
camisa de seda que llevaba y las botas, alegando que eran demasiado
lujosas. El caballero no parecía reaccionar a los golpes que le
daban. Al contrario, parecía prepararse para recibirlos y que así
el daño fuese menor. De todas formas, lo estaban dejando que daba
harta pena mirarlo.
Una
vez cansados de atizar a un joven que no parecía defenderse y que
estaba en el suelo sin apenas poderse mover, Marrajo me agarró del
brazo y me llevó medio arrastras hacia su caballo mientras los otros
dos carcajeaban e insultaban al que se encontraba desparramado en el
suelo.
–Maese
–le tembló la voz–. El trato era que yo me llevaba al niño…
Lo
miramos y vimos cómo éste se levantaba con esfuerzo. Acto seguido,
escupió sangre por la boca, alegando que no se marcharía nadie del
lugar si yo no me iba con él.
Marrajo,
rebotado ante su insolencia ̶ según dijo él ̶ , me
lanzó hacia los brazos del otro. Entonces, éste, lleno de rabia, y
con espada en mano, se fue hacia el joven con intenciones de
descuartizarlo. Cerré los ojos, pues no estaba dispuesto a ver cómo
lo asesinaban. Sin embargo, cuando los abrí, pude apreciar como el
villano retrocedía sin espada alguna.
–Siento
defraudaros –sonrió el doncel–, mas no soy un simple y cualquier
muchacho de buena posición al que podáis atizar como a un
chiquillo. Yo soy Rafael Ballesteros Zamorano, amigo y comandante de
las tropas del sabio Fernando de León, a las órdenes del magnánimo
rey Alfonso VIII. Así pues, caballeros, no consentiré que os
llevéis al hijo de don Braulio del Castillo.
Fue
decirlo, y tras coger ̶ el
que no tenía espada
̶ la del que montaba a caballo, ambos hombres lo atacaron sin
miramientos. Aun para estar tan oscuro el camino, pude apreciar cómo
Rafael los hacía danzar con un movimiento espectacular. Fue algo
inaudito. Los villanos retrocedieron sin espadas, exhaustos. Ahora
era él el que tenía las dos en su poder y una tercera en el
cinturón. Indignados, sacaron unas dagas y fueron a atacarme, mas,
fugaz como un rayo, Rafael acabó con sus vidas y con la sed de
sangre que cargaban sus mentes. Para finalizar, se santiguó y miró
al tercero, el cual, se cayó del caballo de puro susto. Estaba
pálido como la cal y tartamudeaba. En esos momentos de aparente
lucidez y mayor cercanía, aprecié que ese maldito borracho no
llegaría ni a los veinte años.
–Desde
el principio no quise matarlos, pero no iba a permitir que asesinaran
a Fernando. Aunque sois un poco mayor que yo, aún sois harto joven
como para decidir cambiar vuestro camino. Por eso, no os mataré
–arrojó las espadas muy lejos y lo miró–. Iros, coged el oro de
los caballos, dadles con éste un digno entierro y buscaros un
trabajo honrado.
Se
giró con una ligera mueca de dolor y anduvo hacia mí, dejándolo
ahí detrás, junto al corcel que tenía las monedas de oro en la
alforja. Me volvió a extender su mano y, tras agarrarla, pusimos
rumbo a mi hogar.
Al
llegar a mi casa, justo antes de llamar al portón, a Rafael le
falló la compostura que tanto quiso mantener ante mí y cayó de
rodillas al suelo. Se veía muy dolorido y cansado. Ya no lo podía
disimular más. Unos hombres de su majestad, que habían aparecido al
escucharme gritar su nombre, vinieron ipso facto a sujetarlo. Se lo
llevaron en volandas justo en el instante en el que aparecían: mi
padre, Fernando de León y el rey por la puerta, escoltados por mis
hermanos y mi tío. Mi preocupado progenitor, me dio un azote en el
brazo, y luego, un fuerte abrazo. Había pasado un buen disgusto. Eso
lo noté en su mirada incluso antes del débil bofetón o del abrazo.
El rey Alfonso simplemente tocó mi cabeza y fue a ver, junto con
Fernando, cómo estaba Rafael.
Le
conté a mi padre, en poco tiempo, lo que me había ocurrido. Éste,
tras bendecir al valeroso y valiente caballero, se marchó con su
majestad para ver al herido. Yo, mientras tanto, me quedé bajo el
cálido abrazo de uno de mis hermanos, pues los otros habían ido a
buscar a mi madre, la cual, por lo que me contaron, estaba histérica
debido a mi repentina desaparición.
Al
día siguiente, el rey se marchó junto con Fernando. Éste había
dejado en nuestra casa a Rafael y a cinco hombres más para proteger
al pueblo de los vándalos que últimamente rondaban por las tierras
matando y saqueándolo todo.
Mientras
Rafael Ballesteros, mi gran ídolo y salvador, se recuperaba, yo me
escapaba todos y cada uno de los días a la humilde choza en la que
lo había instalado mi padre por orden del mismo muchacho. Allí
escuchaba sus historias absorto. Para mi sorpresa, ya había luchado
en varias cruzadas contra vándalos y árabes. Descubrí que Rafael,
aunque aparentase tener unos dieciocho años, tenía solamente
dieciséis. Uno más que mi hermana María Beatriz.
Pasaron
los días y él me enseñaba a defenderme y a usar las espadas. Con
paciencia me mostró su técnica de dos espadas, pero sobre todo, me
infundió que debía tenerle respeto a los demás, ya fuesen aliados
o enemigos. Decía que al aliado siempre lo tendrías ahí,
aguardando, pues estaba de tu bando y os protegeríais siempre la
espalda. Sin embargo, comentaba, que al enemigo, había que guardarle
incluso más respeto, pues éste, al fin y al cabo, sería aquél que
te quitase la vida, o al que tú se la arrancaras. Me enseñó mucho
moralmente. «¡QUÉ
GRANDE ERA!».
Un día de aquéllos
en los que mi hermana pretendía enseñarme e inculcarme los deberes
de un buen hombre de familia, le sorprendí con la frase de mi buen
amigo Rafael. Le dije: “cuando
tenga familia, lo más importante para mí será: darles de comer,
quererlos y protegerlos a costa de mi propia vida”.
Usualmente solía distraerme cuando ella hablaba o no contestarle,
por lo que se quedó con la boca abierta. Tanto, que tras darle un
fuerte abrazo, salí corriendo para verlo a él. Beatriz se esforzaba
en enseñarme a ser un hombre de bien. Y yo quería ser tan bueno
como Rafael. Discurrí con la imaginación que, algún día, mi
hermosa y bella hermana de ojos marrón oscuro con motas doradas
alrededor del iris, se sentiría orgullosa de ver al hombre en el que
me convertiría gracias a la imagen de mi ídolo.
Al llegar a la
choza, sorprendí a éste detrás, dándose un buen baño, pues decía
que un caballero debía estar presentable por si la ocasión lo
requiriese.
Sonreí,
me quité la ropa y me tiré en la gran bañera, salpicándolo todo
por doquier. Rafael comenzó a frotarme las orejas mientras reíamos.
Tras combatir un poco, lo conseguí echar de la bañera. Lo divertido
de esta anécdota fue que en el preciso instante en el que él
gritaba: “¡Ningún
niño osará echarme de mi lugar de baño!”;
apareció mi hermana detrás de mí, enfrente de él, y
contemplándolo, boquiabierta, tal y como Dios lo trajo al mundo.
María
Beatriz enrojeció, gritó, se tropezó y salió despavorida como
alma cargada por la velocidad del trueno. Rafael, atónito y rígido
cual estatua de Cristo en la santa iglesia, se tapó la cara con su
camisa y se metió en la bañera. Estuvimos harto rato dentro. Tanto,
que los dedos, de arrugados que estaban, parecían los garbanzos del
puchero. Estuve esperando y esperando a que hablara o se quitase la
tela del rostro durante bastante rato. Cuando al fin lo hizo, con las
mejillas incendiadas, me preguntó cuál era el nombre de esa hermosa
dama y quién era ella. Le respondí, con orgullo, que se trataba de
mi hermana María Beatriz. Lo desconcertante para mí, en esos
momentos, fue que al saber quién era, y tras emitir un gran suspiro,
se metió entero en la poca agua que quedaba.
Ese día lo
acabamos yendo a mi casa juntos, pues decía que debía disculparse
con ella por lo que vio y pedirle que, por favor, no pensara mal de
él.
Cuando
al fin la tuvo delante, a solas conmigo, en el comedor, el gallardo
joven solamente sabía tartamudear y agachar la cabeza. Podría
decir, que eso fue amor a primera vista.
Pasaron
los meses y, a pesar de mi inocencia, me di cuenta de que Rafael
venía mucho a mi casa a verme. Antes siempre había esperado a que
yo fuese para no molestar a mi padre, según decía. Mas ahora, no
había día que no viniese y preguntara por mi hermana. Una noche,
mientras cenábamos todos juntos –ya
que bien me encargué yo de que los hombres de Fernando de León
cenaran con nosotros–,
aprecié que ambos se miraban en demasía. En ese momento me lo
propuse, yo tenía que hacer ahí, entre ambos, “la
eterna unión”,
pues se respiraba el amor que sentían el uno por el otro desde
lejos, aunque no se atreviesen a hablarse más de los típicos
saludos o despedidas cordiales.
Un
día, agarré a Rafael mientras dormía y empecé a zarandearlo
mientras le gritaba sin tapujo alguno que sabía que se había
enamorado de mi hermana. Él, más colorado que las rosas rojas, me
sujetó y me rogó, por Dios, que no se lo dijera.
«¡Ahí
fue cuando comencé a tramar mi plan!».
Esa misma noche,
cuando todos dormían, menos mi hermana y yo, agarré sus enaguas y
salí corriendo al pajar con ella detrás, la cual, me gritaba que me
iba a propinar una buena azotaina si seguía huyendo. Una vez dentro,
subí la escalera de madera y puse sus ropas en un bloque medio roto
de heno. Me agazapé cerca de la escalera, y cuando ella subió
–lentamente debido al pesado vestido que portaba–, bajé,
raudo, y de una fuerte patada la tiré para que no pudiese escapar.
Ella se asomó y comenzó a gritarme que volviera a colocarla, que
cuando bajase, me iba a enterar del castigo. Sin embargo… mi plan
era completamente otro. No podía dejarla bajar ni aunque me
amenazase o enfadase en demasía.
Corrí
hasta la choza de Rafael y le dije que un hombre se había quedado
atrapado en el pajar y que yo no podía levantar la pesada escalera,
por lo que me acompañó servicial a pesar de extrañarse un poco.
Nada
más llegar, escuchamos el sollozo de mi hermana, y aunque mi
intención no fue hacerla llorar, eso incitó al gallardo y valiente
Rafael a olvidarse de todo y ponerla con suma rapidez, sin ni tan si
quiera pensar en nada. Subió raudo y veloz a su rescate. Una vez que
ya se hallaba él arriba, volví a patear la escalera y la tiré al
suelo.
Aunque
no veía lo que ocurría allí arriba, figuré con mi imaginación el
abrazo de ambos enamorados y cómo éste intentaría consolarla. En
el momento en el que comenzaron a hablar, me escondí tras un
barrilete y un viejo arcón. Luego, observé cómo mi hermana se
asomaba y decía que Fernando –es decir, yo– les estaba
gastando una broma de mal gusto, a lo que él, que parecía conocerme
más de lo que creía, añadió que, tal vez, ya sabía por qué lo
había hecho.
Tras
un rato de conversación, donde ambos comenzaron a reír y a
disfrutar de sus cosas en común, hubo un silencio. Tras esa carencia
de ruido, Rafael le preguntó a ella si creía en el amor, sobre todo
en el de primera vista, porque desde que la vio, él lo descubrió en
ella.
En
ese momento, me levanté saltando con las manos arriba. Parecía un
niño poseso brincando por doquier. Cuando hube terminado mi festejo
particular, coloqué silenciosamente la escalera. ¡Quería ver con
mis propios ojos lo que ocurría! –«Soy
y he sido un curioso, he de reconocerlo»–.
Subí, asomé la cabeza y aprecié que ambos se miraban a los ojos,
unificándose hasta el alma. Eso era amor. No había duda alguna.
Rafael le extendió la mano, ella la agarró y él se la besó con
ternura.
Puedo
decir que ahí se acabó todo ese día, pues me descubrieron y me
riñeron por mi fechoría –aunque luego, por separado,
siempre estuvieron dándome las gracias. Sobre todo él–.
Pasaron
dos meses más, en los que Rafael me enseñaba tanto a luchar con la
técnica de dos espadas como a ser mejor persona. En ese periodo, yo
me percataba de que ambos enamorados se escapaban fugazmente al pajar
en las noches y ahí se amaban, por lo que al poco tiempo, más o
menos al año de que él viniese, mi hermana y éste se desposaron.
«¡Qué
jóvenes! ¡Cuánto amor!».
El
caso es que el rey comenzó a requerir los favores de Rafael
Ballesteros al frente de sus tropas. Con ello, ella pasó tres años
de su vida asustada cuando él marchaba y alegre cuando éste
regresaba gracias a los permisos de su amigo Fernando de León.
Hay
que decir, que no pasaba un minuto del día en el que él se
encontrara entre nosotros que no estuviese adorándola a ella o
mostrándome a mí su técnica con los dos aceros, pues decía que
cuando él no estaba en casa, yo era el que debía proteger a María
Beatriz, haciéndome sentir alguien harto importante e ilustre. Y, ya
no solo para la familia, sino para él, mi gran ídolo. Rafael era
todo un caballero.
Un
día, apareció sin previo aviso tras cuatro meses de su anterior
partida. Llegaba con un brazo vendado, la ceja partida y “más
feliz que una perdiz a la que han perdonado la vida”, según
decía. María Beatriz, al verlo, se aterró. Tan pronto como bajó
del animal en el que galopaba lo abrazó como nunca antes la había
visto hacerlo. Incluso se besaron delante de todos, provocando
bochornos en nuestra madre. En esos momentos, simplemente, no
existíamos para ambos enamorados.
La
gran noticia que dio, cuando al fin recordó que estábamos curiosos
por conocer lo desconocido, fue que nunca más volvería a la guerra
gracias a su buen amigo Fernando y al rey Alfonso VIII.
Mi
padre, ipso facto, sin pedir más cuentas, mandó preparar un
banquete para celebrarlo. Al mismo, vino hasta la familia de Rafael,
es decir, su única familia: su hermano, su cuñada, la cual estaba
embarazada, y la criaturita de éstos, Isabel. Una niña harto linda
con bucles en el cabello.
En
la cena nos contó la hazaña, por lo que esa misma noche soñé que
yo era el intrépido y audaz Rafael Ballesteros Zamorano salvando al
magnánimo rey Alfonso VIII, a su hijo menor Enrique I y a Fernando
de León de un sabotaje hecho por el propio Palacio. Fue algo
glorioso, pues se llevaron al rey engañado a Aragón junto con los
antes mencionados, y a mitad de camino, quisieron asesinarlos a
sangre fría. No obstante, Rafael, que estaba en el castillo de su
majestad, sospechando de algunos, descubrió la encerrona, encarceló
a los traidores a la corona y fue en busca del rey, al cual,
intentaban ejecutar simulando un funesto accidente con unos vándalos
cualquiera. Fue tan exuberante y colosal la lucha que sostuvo Rafael
por la vida de su rey y de éstos, que, en agradecimiento por su
lealtad, le dejó apartarse de las guerras para que pudiese, al fin,
tener descendencia con su mujer.
Me
pasé una semana divagando que era él. No podía dejar de pensar que
éste era un héroe. Me sentía harto satisfecho y orgulloso de que
fuera mi cuñado, mi amigo y mi ídolo. Definitivamente, pensaba que
de mayor quería ser como Rafael, que encima, hacía feliz a mi
hermana y a todos.
Al
poco tiempo, supimos que mi bella María Beatriz estaba encinta.
Pronto, mis hermanos, mi tío –el cual falleció meses después
de la noticia debido a su avanzada edad–
y mis padres comenzaron los preparativos para cuando llegase
el nuevo miembro de la familia. Recuerdo que el futuro padre estaba
demasiado contento e ilusionado. Incluso mandó forjar un anillo a mi
hermana que simbolizara el amor que se tenían. Sin embargo, ésta
prefirió esperar a que naciese la criatura para grabarle sus
orígenes y que lo llevase al cuello. Él accedió emocionado, pues
le parecía una idea brillante. A mí siempre me decía que María
Beatriz era el destino que mejor le había podido deparar la vida, y
que, el día que muriese, podría dar las gracias a Dios por haber
hecho que sus caminos se cruzasen para siempre.
Pasado
ya el tiempo esperado, un día de invierno del nuevo año, nació el
pequeño, grabando así en el anillo el nombre de: “Pablo
Ballesteros del Castillo”.
El niño era bien rollizo y tenía la marca de felicidad en su
rostro. Lo sabía. Sería feliz. Lo vi marcado en su destino cuando
abrió los ojos por primera vez y contemplé que tenía las motas
doradas que mi padre, mi hermana y yo poseíamos en el mirar. Era
sangre de mi sangre. De la unión entre Ballesteros y del Castillo.
A
los cuatro meses de: entrenamientos, duros y divertidos, con Rafael;
estudiar todo lo que me mandaba mi hermana y padre; y mimos y
carantoñas que le daba con amor al pequeño Pablo, se presentaron
unos gallardos caballeros que venían en nombre de Fernando de León
y de su Majestad. Rafael, contento de que gracias a su amistad con
Fernando, el rey le hiciera el favor que le había pedido por carta,
me agarró por los hombros y me dijo que ahí estaba mi camino. El
camino hacia la vida próspera. Me explicó que ellos me llevarían a
Palacio, pues su eminencia había accedido a que Fernando me
instruyera en su guardia. Iban a tratarme y a enseñarme como lo
hicieron con él.
Los
ojos se me llenaron de alegría e ilusión. Lloré abrazando a todos
los miembros de mi familia. Incluso a los de la de Rafael, que
llegaban para celebrar el quinto cumpleaños de la pequeña Isabel
–que fue no hacía mucho–, la cual ya tenía dos
hermanitos más.
Hice
mi maleta junto con mi emocionada madre y mi hermana. Caminamos toda
la familia hasta la puerta y me despedí de todos. Antes de bajar el
último peldaño, agarré en brazos a Isabel y le sonreí. Luego,
besé al pequeño Pablo y le pedí que no creciera mucho en el tiempo
que no nos viésemos. Mi hermana rió, alegando que solamente serían
unos meses hasta que los visitara, que no fuese un bobo, que el niño
no se iba a volver un hombre de la noche a la mañana. Sonreí ante
su respuesta. La agarré, la miré, la abracé y sentí que sus
palabras se me clavaban de una manera ilógica, como si me mintiese.
Rafael
me acompañó hasta el caballo y se quitó las espadas de la cintura.
–Me
las dio mi padre antes de abandonar este mundo, y a éste, el
suyo –las miró con cariño y ese gesto me hizo recordar, que
aquella noche en la que me querían secuestrar, las dejó a un lado
del camino porque sabía que si las llevaba consigo, podía matar a
aquellos malditos y eso, en principio, no es lo que quería, pese a
que finalmente acabó con la vida de dos de ellos. Eso me lo contó
al día siguiente, cuando me mandó a mí a buscarlas. Tras
observarlas con buen pensamiento, me miró–. Desde ahora, te
protegerán y acompañarán a ti, mi querido Fernando.
–No
puedo aceptarlas... –balbuceé.
–Puedes
y debes. Sólo prométeme que las usarás para el bien y que
protegerás a mi Pablo si algún día hace falta. Sólo si eso
ocurre, te dejaré perderlas, pero sino, ¡ni se te ocurra,
jovencito! –rió.
–De
acuerdo –sonreí.
Lo
abracé con ahínco. Sus palabras me habían emocionado hasta el
punto de hacerme verter
lágrimas sobre su camisa. Tras eso, monté a caballo, los despedí a
todos y partí con aquellos honorables hombres de la Corte Real.
Hubo
algo que me hizo girarme y desear quedarme con ellos, pero seguí mi
camino, pues como mi buen Rafael me dijo, ése era mi destino, y si
Dios lo hizo así, pensé que por algo sería.
No
llevábamos mucho tiempo marchando a caballo cuando vislumbré a lo
lejos unos siete u ocho hombres con muy mala presencia acampados a un
lado del camino. No temí por mí porque iba bien escoltado por el
caballero Montenegro, uno de los cinco hombres que se quedaron con
nosotros todos estos años atrás, por éstos y otros seis más que
vinieron a por mí. Por lo que al ser mayoría, supe que no nos
atacarían. De todos modos, vi que uno de ellos me miró muy
fijamente. No pude apartarle la mirada, pues parecía quererme decir
algo. Me sonrió y siguió bebiendo.
Pasamos
de largo sin altercado alguno y continuamos nuestra travesía. Nos
quedaría media mañana más hasta arribar a palacio –íbamos
muy despacio y haciendo paradas rudimentarias en las que ellos tenían
que pararse por sus labores–, por lo que intenté distraerme
con un libro sobre la Grecia antigua que me dio Rafael una semana
antes.
Aunque
leía, no me sacaba a ese hombre de la cabeza. Había algo que se me
hacía familiar, sobre todo, en la cara rebosante de maldad de ése
rufián. Estaba extrañado, desconcertado... Sabía que lo había
visto antes. La pregunta para mí en esos momentos era: ¿dónde y
cuándo?.
En
el instante en el que estábamos a punto de llegar, la risa de aquél
hombre obtuvo sonido y comenzó a revotar en mi cabeza junto a su
maliciosa mirada llena de ira. Entonces, lo reconocí. Ese malhechor
era aquél que Rafael dejó vivir.
No
podía sacármelo de la cabeza ni cuando entramos en la Corte. Era
algo superior a mí. «¿Por
qué me habría mirado así?».
Iba
tan sumergido en mis pensamientos, que apenas me di cuenta de que a
medio día, sobre la hora de comer, entramos en Palacio, y menos aún,
que ya tenía al ilustre Fernando delante de mí, junto al pequeño
príncipe Enrique I, jugando con cualquier cosa. Sólo faltaba el
rey. Mi cabeza estaba comenzando a divagar tantas cosas, que creí
palidecer por momentos.
–Fernando,
¿os ocurre algo? –preguntó éste muy extrañado ante mi
absorción mental, ya que, aunque una persona harto importante como
él estaba enfrente de mí, en la mismísima Corte Real, ni saludé,
ni los miré debidamente, ni hice gesto alguno de cortesía.
–Joven
Fer, ¿qué os ocurre? –me preguntó más familiarmente el
caballero Montenegro. Éste era veinte años mayor que yo y me
trataba como a un sobrino que decía que tenía de mi misma edad.
–Yo…
yo… –titubeé.
–Estáis
pálido, joven –Fernando alzó mi cara y me miró a los ojos.
A
través de sus pupilas, adentró en las mías, transmitiéndome así
una serenidad absoluta que me inundó de claros pensamientos. Don
Fernando, como bien decía Rafael, a través de la mirada no
solamente conquistaba los terrenos en los que ponía su horizonte,
sino el corazón de las personas, por lo que deduje que si llegaba a
ser rey, sería uno magnánimo.
–Mi
señor –reverencié–. En el camino vi unos vándalos, y acabo de
recordar, que uno de ellos intentó secuestrarme junto a otros dos a
los que Rafael dio muerte por intentar acabar con mi vida. Ocurrió
aquel día en el que vos estuvisteis en mi humilde hogar… ¡Oh!
Permitidme regresar para corroborar su salud y avisadle a mi cuñado
que ese bellaco ronda por aquellos lares…
–¿De
verdad creéis que pueden atacar unos simples vándalos a vuestros
hermanos, a vuestro padre y al poderoso Ballesteros? –preguntó
sonriendo, como si no creyese que Rafael pudiese perecer nunca. Como
si éste fuese un inmortal protegido por la gracia de Dios.
–Mi
señor, ese hombre me ha dicho, a través de su mirada, que se iba a
vengar, que me iba a hacer daño. Lo sé, lo sé. No me preguntéis
porqué.
Tras
decirlo, imaginé a mi pobre hermana manchada de sangre y salí
corriendo, dándole así la espalda al propio rey que entraba por la
puerta y a Fernando. Mientras discurría aceleradamente por los
grandes y adornados pasillos, pensé que esa insolencia hacia su
majestad jamás me la perdonarían, y que a su vez, defraudaría con
ese acto a Rafael. Tal vez, incluso me mandaran a azotar. Mas, no
podía quedarme sin regresar y comprobar que estuviesen bien.
Monté
a caballo y salí trotando lo más rápido que pude hacia mi pueblo.
No pensaba en nada más que no fuese ver que estuviesen a salvo.
En
la tarde temprana, a mitad de camino del pueblo a mi hogar, vi a
Valentino, un campesino. Éste portaba un palo de arado en la mano
con rojo burdeos en uno de los extremos. Lo que captó mi atención
mayormente es que iba llorando. Él no me vio y yo no me detuve, pues
me encontraba cerca de donde estaban aquellos hombres acampando y ahí
esperaba verlos.
Al
llegar al lugar, para acrecentar más mi nerviosismo, la fogata
estaba apagada. Y lo peor de todo, muy fría.
Monté
en el corcel y, con más ahínco, galopé hasta mi casa como un
desesperado. Nada más arribar, me encontré los caballos de los
vándalos, por lo que desenfundé las espadas y entré gritando.
Cuando llegué al gran comedor, lugar de todas las reuniones de mi
familia, descubrí lo que había sido el campo de batalla. Había
siete cadáveres. Corroboré que ninguno fuese un varón de mi
familia, y aunque me alivió, de poco me sirvió al comprobar que la
sangre se extendía hacia una puerta trasera, la cual, estaba
abierta, dejando entrar así una ligera y fina brisa, que aunque no
era fresca, me resultó harto gélida.
Avancé lentamente
mientras seguía el rastro rojizo. Tras bajar los peldaños y
observar lo que delante de mí se hallaba, las lágrimas
brotaron de mis ojos como nunca antes lo habían hecho. Una, dos,
tres, cuatro… Así me puse a contar hasta once tumbas. Dos muy
pequeñas y nueve más grandes. Salí corriendo, me tropecé con una
piedra y caí al suelo. Impotente, abatido y destrozado, no podía
levantarme, por lo que me arrastré cual serpiente moribunda hasta
que toqué la tierra casi recién echada de una de ellas. Comencé a
escarbar con mis propias manos. Incluso tiré la cruz que tenía
clavada encima. Gritaba como un poseso descarriado hasta que
desenterré la mano ensangrentada de María Beatriz.
Quise
seguir, sacarla de ahí para devolverla a la vida. Sin embargo, una
mano me lo impidió, me volteó y me abrazó. Deseé que fuese Rafael
para decirme que fue una broma por lo del pajar o que se trataba de
una simple pesadilla. Pero no, era el caballero Montenegro dándome
el pésame.
No
podía creer que ya no pudiese volver a ver sus rostros. No quería
ser el único superviviente de mi familia, me resignaba e incluso
preguntaba a los hombres del rey que por qué vinieron a por mí, o
no se quedaron. Así, ahora, toda mi familia y yo estaríamos vivos o
muertos. Estaba emocionalmente sufriendo un trastorno, cuando de
pronto, Montenegro, que me había dejado de abrazar para enterrar
nuevamente la mano de mi hermana, descubrió que en la tumba de al
lado, bajo una piedra, había un papel. Lo leyó y, tras agarrarme
con tenacidad, dijo seriamente:
–Leed
esto, pues aún no estáis solo, joven Fer. Ahora tenéis por quién
luchar y sobrevivir.
Miré
el contenido de la nota tras enjugarme las lágrimas con los puños.
Entonces, un diminuto atisbo de alegría estalló en mis ojos.
¡Isabel estaba viva y hablaba de Pablo! La nota estaba muy
mal escrita, pero ponía con letras grandes: “Mama, resare por
ti y papa todo lodia, habare al pimo de nosotos y nuesta famidia.
Izabe”.
Mi
corazón dio un vuelco enormemente estrepitoso. Conté las tumbas
nuevamente y enseguida me acordé que debía haber dos más. «¿Qué
había pasado aquí?». Me
levanté arrugando la nota.
En
ese instante, aprecié que las tumbas estaban frescas, deduciendo así
que habían sido enterrados no hacía mucho. Mi mente comenzó a
retorcerse hasta que recordé a Valentino, a su palo ensangrentado y
lo más importante: iba llorando.
Guardé
el papel en mi pantalón y me dirigí al caballo seguido por
Montenegro y dos hombres más. Tenía que encontrar a Valentino, pues
quizás, él rescatase a ambos niños, los llevase a su casa y
volviera para enterrar dignamente a mis familiares, ya que “los
señores del Castillo”, que era como nos llamaban, habíamos
protegido siempre al pueblo sin pedir nada a cambio.
Cuando
llegué a su pequeña cabaña hecha de barro, paja y piedras, lo
encontré abrazado a su esposa.
–¡Valentino! –exclamé.
Al
girarse y verme, enseguida vino corriendo hacia mí y me agarró las
manos mientras daba gracias a Dios por haber sobrevivido a la
masacre.
–Valentino,
¡por Dios! ¿Dónde está mi sobrino y la niña? –olvidé todo lo
aprendido y hablaba más el corazón que la mente.
–¡Oh!
Señorito del Castillo, fue todo tan rápido y brutal… –comenzaron
a temblarle las manos, por lo que lo senté.
–¡Cuéntame
lo que pasó! –me puse tan nervioso que seguí olvidando que
desde hoy todo mi vocabulario debía ser formal con todo el mundo,
pues eso fue parte de lo que me enseñó Rafael, que hasta al enemigo
hay que tratarlo con honor.
–Yo
iba hacia el arado, señorito. Como cada mañana que me iba yo hacia
allá… Os lo juro.
Afirmé
para que continuara.
–Pero
hoy, iba un poco enfermo, con mis dolores como su santo padre bien
sabe, por lo que iba sin mi palo de labranza…
–¿Y
qué pasó? –pregunté.
–Pues,
mi señorito, yo intenté hacer algo, pero don Rafael no me dejó…
No me dejó… –se puso nervioso–. Cuando vi los caballos
fuera, en el portón, quise curiosear antes de interrumpir a don
Braulio, pero lo que vi por la ventana fue sobrecogedor –comenzó a
llorar–. El mayor de vuestros hermanos permanecía con la garganta
abierta, escupiendo sangre por la boca mientras vuestra madre lo
sostenía en el suelo, llorando.
La
imagen se me vino a la cabeza, me dio una arcada y me tambaleé.
–Los
muy bellacos tenían en sus garras a una de las criaturas y a la
cuñada de don Rafael Ballesteros, así que todos estaban
arrinconados y desarmados por temor a que dañaran a los rehenes…
¡Oh! Era una gesta imposible, señorito. Don Braulio se adelantó
para tratar de calmarlos y lo mataron sin miramientos, al igual que a
la criatura y a vuestra madre. A la mujer la hirieron en la panza,
por lo que sólo podía quitarse del medio. Ellos intentaron defender
a vuestra familia, pero no podían ni defenderse a ellos mismos, así
que cogí y entré. Pero, señorito, en ese momento en el que
ya solamente quedaban uno de vuestros hermanos varones, vuestra
hermana, Rafael, la madre de la niña, ya moribunda, ésta y el
pequeño Pablo… Don Ballesteros me pidió que buscara ayuda. Justo
en ese momento, vuestra hermana por salvar a los críos, se interpuso
y fue atravesada por la espada de uno que parecía estar ebrio. ¡Oh,
qué tragedia! Don Rafael agarró al pequeño Pablo, se lo dio a la
niña y le dijo que se escondieran mientras lloraba con su mujer
muriendo en brazos. ¡Oh, qué mal corazón! Salí corriendo al
camino en busca de algún caballero que portase espada, y para mi
suerte, un viajero atendió a mi llamada de socorro. Le conté lo
sucedido y salió cabalgando hacia allí…
No
pude contener mis lágrimas al vislumbrar en mi mente la imagen de
toda mi familia muriendo y luchando, y sobre todo, al imaginar a
María Beatriz pereciendo en los brazos de Rafael.
–Agarré
el palo del arado que había en mi casa y me dirigí corriendo hacia
allí para luchar. Pero llegué justo para ver al viajero combatir
junto con don Rafael, ya bastante malherido, contra tres hombres.
¡Oh, Dios! Cuando ya solamente quedaba un bandido, éste salió
huyendo. Y, aunque logré atizarle en la cabeza y dañar su ojo, el
maldito logró huir. Don Rafael, ya arrastras, simplemente llegó al
lado de vuestra santa hermana y feneció en sus brazos.
–¡No!
–exclamé lleno de ira. Montenegro me sujetó antes de abatirme en
el suelo.
–Valentino,
disculpad que os pregunte, mas… ¿Dónde se hayan las criaturas?
–preguntó el caballero que me sostenía mientras yo intentaba
inútilmente recomponer mi apariencia para no desfallecer allí
mismo.
–La
madre de la niña, que aún estaba medio viva, Don, rogó en su lecho
de muerte, que buscara a los pequeños por la casa y los protegiera.
Mirad si el viajero, aparte de ser buen luchador, tenía el corazón
grande, que no solamente le prometió llevárselos con él y darles
buena vida, sino que le juró quererlos como si fuesen hijos de su
propia carne. Tras eso, los encontró y enterró los cuerpos mientras
yo permanecía con los críos, sin poder moverme. Luego, les dio una
misa junto a los niños, y se marchó…
–¿Hacia
dónde? –pregunté.
–Señorito,
no lo sé… Solamente os puedo garantizar, que estén donde estén,
mientras vayan con aquél joven, estarán seguros.
Así
fue cómo Miguel Córdoba salvó a mi sobrino; cómo conocí al rey
Alfonso VIII, a su sucesor Enrique I –el cual reinó desde el
año 1214-1217, muriendo así con tan sólo trece años–; cómo
Fernando de León pasó a ser el rey Fernando III de Castilla a la
muerte de éste, y a su vez, rey de León en el 1230, unificando así
Castilla y León; cómo conocí a una de las personas más
importantes de mi vida, Rafael; como Pablo no me hizo caso y creció
más de la cuenta; y cómo quedé sin familia u hogar.
Tras
eso, solamente puedo decir, que le pedí a los caballeros que me
acompañaban que me disculpasen ante el rey de Castilla, que no fue
mi intención ser descortés. Pero Montenegro me respondió
velozmente que, Fernando, al verme salir corriendo con las dos
espadas de Rafael y tras pensar en mi inquietud, me disculpó ante el
rey y les ordenó, ipso facto, que me siguieran y custodiaran hasta
corroborar que estaban bien, pues portaba en mi cintura la habilidad
de Rafael, y si era verdad lo que yo imaginaba, él podía correr
algún peligro. En definitiva, estaba más que perdonado y pasé a su
eterna custodia para volver a unificar lo que en antaño fue llamado
como la antigua Hispania. Fernando se convirtió en un formidable
rey.
________________________________
III
Al mirar
a mi lado después de haber recordado todos esos sucesos de mi vida,
contemplo a Milagros y pienso que, tras todos esos largos,
insufribles y agotados años de soledad buscando a mi sobrino,
luchando hasta contra el ejército del propio Umara y tras mi
calvario burlándome de la muerte en la batalla del mil doscientos
treinta y seis, llevo diez maravillosos años de dicha, rodeado de lo
que he carecido durante tanto tiempo: familia y amor.
De pronto, ella se
gira y me abraza, así que sonrío como si fuese un chiquillo
descubriendo nuevos sentimientos. Ya que yo, el amor en sí, no lo
conocí hasta que ella llegó a mi vida. Porque… aunque en Palacio
hubiese habido alguna buena y bella mujer que me hiciera pasar un
rato de gozo de cuando en cuando, podría decir que pronto se
cansaban de mí y de esa obsesión por encontrar a mi Pablo, por lo
que dejaban de hablarme.
Me
dedico a besar su frente. Aún me río al pensar en sus orígenes,
pues aquí donde la veo, su Dios es Alá. Lo es, siempre lo ha sido y
nunca cambiará. Cosa que me gusta, pues anhelo la convivencia eterna
en esta ciudad tanto como mi buen amigo el rey Fernando III o Miguel,
el cual, dos años y medio después de la gran batalla, se convirtió
en el jefe y encargado de mantener la calma y el orden en la
reconquistada ciudad junto con Pablo y conmigo.
Milagros
parece tener otra vez la misma pesadilla de siempre. La abrazo para
que se le pase y susurro que estoy aquí, a su lado. Parece calmarse,
pero el sudor de su hermosa tez me dice que ha vuelto a soñar con
aquel día en el que don Álvar Colodro y yo nos adentramos en
Córdoba, por orden del rey Fernando III, con la esperanza de
reconquistar lo que una vez fue terreno cristiano.
Antes
de partir a la gesta, su majestad me dio su eterno agradecimiento por
haberme ofrecido voluntariamente a dirigir una importante empresa y
quiso que le hiciera una promesa. Según él, vitalicia, pues si no
la cumplía, no me lo perdonaría hasta el día en el que él
muriese…
«¡Ay!
Esto me trae tantos recuerdos…».
___________________________________________
IV
Aquel
día en el que decidí, por voluntad propia, entrar en guerra por
Córdoba y su reconquista, el rey me dijo que no era necesario, que
podría ir Pablo por mí, ya que éste era más joven que yo. Sin
embargo, no podía permitir que tras haberlo buscado de monasterio en
monasterio, de aldea en aldea y de ciudad en ciudad, durante
más de veinte longevos años, pudiese ahora correr su vida algún
riesgo. «¡Yo prometí
protegerlo!». Por lo que,
aunque me costó separarme de él –después de mi arduo esfuerzo
por entrar en su corazón–, le dije que me marchaba. Recuerdo
ese momento, su agonía y su quebrada alma, pues él, como mi santo y
difunto padre, por más que anhelase llorar, le costaba la misma vida
y sufría más por ello.
Una
vez llegado el día, en los alrededores de Córdoba, junto a don
Alvar, comenzamos a preparar la estrategia. El guerrero almogávar y
Benito de Baños discrepaban sobre el lugar de entrada a la ciudad.
Alvar Colodro expuso que debíamos hacernos con los arrabales y tomar
así la axerquía,
la cual era ya más extensa que la propia medina. Una vez decidido,
procedimos a entrar. Sin duda alguna era la mejor entrada. Todo
estaba sumamente tramado con suma astucia. Nos pusimos turbantes y
ropas árabes para camuflarnos y emprendimos rumbo nosotros solos con
parte de nuestro séquito detrás.
Le daba vueltas al
plan. Este consistía, en que una vez que ya estuviésemos dentro,
yo, con cinco hombres más a mi cargo, me encargaría de volver a la
morada de Umaraa
̶ donde los pocos
soldados supervivientes habitaban hasta nueva orden del Califa ̶
y acabar así con todos ellos, fuesen los que fuesen. No podía
pedirle a mi buen amigo el rey ni a Colodro más hombres, pues sabía
que ellos necesitarían hasta los cinco que yo me llevé. No
obstante, esos soldados debían ser aniquilados a toda costa, pues
según María –a la
cual pude ver un día de puro milagro–,
se estaban volviendo más y más violentos. Ya habían incluso
atacado dos o tres casas de la zona, pues sospechaban algo de la
antigua resistenciaa
y querían que los familiares de los supuestos “traidores”
pagaran el precio de la muerte de su jefe Umara y la del capitán
Artemisa.
Mientras
caminábamos, me acordé que su majestad me hizo llamar a su tienda.
Cuando entré, me expresó su eterna gratitud conmigo como ya he
dicho. También la demostró con Pablo, con Álika, con Miguel… No
olvidó mentar ningún nombre, cosa que lo engrandeció aún más. Lo
que más me emocionó, fue cuando mencionó que daba las gracias
hasta al propio Rafael Ballesteros, ya que por éste, yo había
sobrevivido y permanecido a su lado, leal como nadie, en todos estos
duros años de batallas. Le contesté que a un rey magnánimo hay que
seguirlo hasta el final por el bien de la patria y de uno mismo.
Él
se quitó la corona que llevaba en esos momentos, la soltó en una
mesa y me abrazó como cuando lo hacía antes de ser el rey de
Castilla, pues, prácticamente, por esa época dejé de ser un niño
o jovencito. Luego, agarró el colgante con el título de Santiago
que yo llevaba –el
cual me fue otorgado tres años después de su coronamiento, en el
año mil doscientos diecisiete, por salvarle la vida–,
y me susurró que estaba tan en deuda conmigo, que si quería,
disponía de plena libertad para marcharme. Obviamente me negué y,
sonriéndome, dijo:
–Fernando,
veo que sois igual que Rafael. Hizo bien en enseñaros a ser un
hombre de valores y principios, mas, no os perdonaría jamás que
perezcáis en esta gesta. Así pues, os ordeno sobrevivir a toda
costa. Aunque sea a la de huir. Ni el rey, ni nadie, os acusará de
cobardía, ya que esto es una orden expresa de la corona, de palacio,
de su majestad y mía, vuestro amigo.
Tras
finalizar ese gesto, volvió a colocársela y me dejó marchar. Juré
sobrevivir, por él, por mi sobrino y por la corona…
Cuando
ya llegamos a la muralla, se cernió la completa noche sobre nosotros
y el manto oscuro despertó al silencio y a sus amantes, las
estrellas que todo lo vigilan, don Alvar Colodro, don Benito y yo nos
acercamos con sigilo. Trepamos con astucia y nos agazapamos nada más
llegar a la cima. Luego, agarraré las espadas que Rafael me regaló
y me santigüé apretando en mi mano el colgante, el cual, solía
llevar por dentro de la ropa.
Había
uno o dos guardias vigilando, pero no fueron impedimento alguno para
nosotros, pues con unas palabras en su lenguaje, el astuto guerrero
almogávar logró confundirlos y rebanarles el gaznate con la
compañía de don Benito.
Así
podría decirse que fue cómo comenzó la auténtica guerra, cómo
estalló la primera chispa de sangre que salpicó la Córdoba Árabe.
Mis
cinco hombre lograron reunirse raudos conmigo mientras la trifulca
iba en aumento, por lo que nosotros,
entre las sombras,
nos agazapamos y llegamos hasta la antigua morada del demonio. Me
sorprendí al verla, pues estaba casi derrumbada. Ya no relucía
belleza externa ni rebosaba o respiraba maldad en el ambiente. Lo que
se veía ahí: piedras, columnas, techos rotos o calcinados; eran
simples despojos de lo que en realidad fue: la
casa de un monstruo con apariencia celestial.
En
ese momento, pensé que debíamos entrar por el muro que Gabriela
y yo tiramos aquella noche en la que casi perdí a mi sobrino Pablo
nuevamente. Y, en esa ocasión, hubiese
sido para siempre. Una vez dentro, tras sorprenderlos a todos
reunidos en una misma sala, empezó la lucha de espadas.
Fue
una ferviente reyerta entre los combatientes. Un batir de espadas a
vida o muerte. Por fortuna, todos y cada uno de mis hombres salieron
completamente victoriosos, logrando derrotar a siete hombres casi sin
a penas sufrir algún daño.
Ya fuera de la casa
del mal, pudimos apreciar parte de la lucha a lo lejos, por lo que
ordené a los hombres marchar hacia donde se hallaba don Alvar
Colodro para ayudarlo cuanto antes. Montamos en los caballos y
cabalgamos hasta arribar allí. Al llegar a su lado, contemplé que
todo iba según sus planes, así que le dije que marcharía en busca
del rey para informarle de los avances y que pudiese venir junto con
otro hombre.
Ahí
fue donde parte de la batalla pudo contra mí, ya que durante el
arduo trayecto hacia una zona no muy transitada, me detuve al
escuchar los gritos de auxilio de varias personas. Le ordené a mi
guerrero continuar sin mí. Éste asintió y se marchó.
Estos
alaridos provenían de una casa muy humilde. Dejé mi caballo en la
puerta, desenvainé las espadas y entré gritando al escuchar el
llanto cortado de unos críos. Ese gesto, unido al de ver los
cadáveres de tres personas por el suelo, el asesinato de dos
chiquillos y la mirada vil y rastrera de su asesino, me recordó al
día en el que murió mi familia. Un nudo se formó en mis entrañas,
impidiéndome así pensar.
El
hombre era bastante más joven que yo, y, más que pertenecer a un
bando u otro, parecía simplemente tener sed de sangre y aprovecharse
del caos para masacrar a inocentes. Parecía estar desvariando por
momentos. En el instante en el que entré, éste únicamente portaba
una espada en la mano izquierda, pero al verme, tras degollar a los
críos, desenfundó otra de su espalda. «¿Dos?», me
pregunté sumamente extrañado y desconcertado. A continuación, me
sonrió como si me estuviese esperando toda una vida, así que, cerca
de la puerta, tiré mi capa mientras contemplaba cómo quemaba los
cadáveres arrojándoles una antorcha. Me abalancé hacia él y
comenzamos a luchar.
Aunque
le di una leve estocada –o, más bien, arañazo– en el
brazo izquierdo, su fuerza era enorme. Tal vez, comparable a la de
Yazid, mientras que su rapidez, era similar a la de Pablo mezclada
con la agilidad de Felipe y habilidad de Álika. Simplemente, podía
decir que había topado con el guerrero perfecto.
En
ese instante en el que me hallaba luchando por sobrevivir, me dije:
«¿Quién sería ese hombre que iba
a acabar con mi vida?».
Me
dejó sin una espada, me rajó la fina armadura metálica e, incluso,
la camisa. Me golpeó de una patada en la cara y caí de espaldas.
–Morirás,
morirás... –comenzó a cantar.
–¿Quién
sois vos, caballero? –pregunté enfundando la espada que me
tiró. No podía usar una mano.
Él,
por su parte, sonreía mientras seguía tarareando. Me dio miedo,
pues agarrándome del pecho, me alzó por los aires como si de una
pluma me tratase. Aunque todavía sostenía una de las dos espadas y
deseaba cortarle la cabeza, no podía. La mano que la sostenía era
rota, y ya, harto esfuerzo me constaba mantenerla sujeta para una
posible defensa.
–¿Os
conozco? –cuestioné sorprendido al mirarle fijamente a los ojos.
Carcajeó
estrepitosamente y su ansia por verme muerto aumentó. Parecía
querer algo de mí, dándome a creer así que estaba bien claro que
nuestros caminos se cruzaron alguna vez. La cuestión era que no
sabía o recordaba ni cuándo ni porqué.
El
fuego se había extendido un poco más, por lo que la casa se
empezaba a derrumbar. Los techos cedían, pues eran de madera, y las
paredes se iban desmoronando lentamente.
–Morirás,
morirás... Y tu colgante de Santiago me entregarás… –miró
mi cuello, lo buscó pareciendo saber dónde lo guardaba y lo agarró
con fuerza.
Cuando
creí, por su endiablada mirada, que iba a perecer, la suerte me
sonrió y se desplomó un trozo de tejado sobre nosotros. En ese
momento, con la mano buena, le propiné un puñetazo en la cara.
Gracias a ello, pude retroceder el paso suficiente para que la viga
más grande no me cayese encima, provocándome así una muerte
irremediable como la que le ocasionó a mi extraño adversario.
Aunque
ésta no me mató, me dejó harto lastre encima. Tanto, que por más
que luchaba por quitármelo, con tanto hueso roto como tenía, me
resultaba imposible hacerlo solo. Estaba pillado entre el suelo y la
madera que empezaba a arder por los extremos.
–¡¡Auxilio!!
¡Necesito ayuda, no puedo salir! –guardé la espada junto con la
otra mientras peleaba por salir.
Pedí
socorro, cosa que nunca antes había hecho en mi vida. Mas… como no
pretendía morir, me desgañité haciéndolo. Pensé que como algunas
gentes decían y dicen por las calles, con fe y esperanza: “Dios
aprieta, pero nunca ahoga”.
El
humo a duras penas me dejaba ya respirar, por lo que mi voz cada vez
sonaba más y más apagada. Estaba comenzando a perder la
consciencia, cuando de pronto, una mujer empezó a hablarme:
–No
te des por vencido. Lucha por tu vida…
Llena
de hollín, arañazos y sudores, apareció una mujer agarrándome del
rostro. A penas pude fijarme en ella, pues entre la oscuridad, la
nube negra que nos impedía respirar y mis apocadas fuerzas por
mantenerme despierto, me costaba harto esfuerzo no redimirme al
sueño.
–Voy
a hacer palanca, pero necesito que salgas por tus propios medios…
Simplemente
afirmé con la cabeza.
Al
ejercer ella una fuerza sobrenatural nunca antes vista por mí en una
dama, la viga acabó cayendo y me arrastré de espaldas como pude,
mas, no antes sin comenzar a arder. La mujer, enseguida apagó mi
incendiado brazo, pero a su vestido también le asaltaron las llamas.
Solamente recuerdo cómo se lo quitaba e intentaba apagarse la pierna
antes de perder el sentido por completo.
Hoy
puedo decir, que esa mujer es Milagros, mi milagro. Aquél que le
pedí a Dios para poder volver a ver a mi Pablo.
______________________________
Parte
II:
(RELATO)
“La
esclava Zulima”
Recuerdos
de una vida pasada.
_______________________________
I
Esclava
del amor, objeto de otros. Eso es lo que eramos mi hermana y yo.
Simples concubinas que debían satisfacer los gustos extravagantes de
unos hombres depravados. Mi padre nos vendió siendo tan sólo unas
niñas a un tal Umara. Un joven guerrero árabe con la muerte escrita
en su futuro. Sin embargo, este mal hombre, tras poseernos un tiempo,
se quedó con mi pequeñísima hermana, a la cual pasó a llamar Luz
oscura por sus negros cabellos y su oscuro mirar. A mi me regaló a
su viejo tío. Éste era un sádico que experimentaba en nosotras,
sus concubinas, los venenos que inventaba. La suerte que tuve es que,
cuando me regaló a éste, aún no me habían crecido los pechos y le
parecía una niña –incluso más que mi hermana–.
Acabó viéndome como tal y desertó de su idea primeriza de
abusar de mí cuando pareciera más mujer. Aunque no por ello me
libré de que otros desgraciados lo hicieran cada vez que el viejo se
iba con su sobrino.
A
su lado aprendí mucho sobre medicina. Sobre todo, a contrarrestar
los venenos que nos enviaba o traía de un tal Artemis, capitán y
protegido de Umara al que nunca vi. Lo que más me gustaba era la
medicina curativa con las plantas. Me las estudié todas. Eran una
maravilla y mi única alegría.
Me
había llevado toda clase de golpes en la vida hasta que un día,
cuando ya tenía unos veinte años, en un sueño, me vi al lado de un
hombre. Posiblemente, un caballero cristiano. Supe en ese momento que
en un futuro iba a ser feliz, pero no ahí junto a ese viejo y sus
codiciosos hombres, sino por ahí bien lejos. Quizás, los atacaran y
él me rescatara...
Una
tarde, ya casi al caer la noche, me
desesperé. Había un guardia que días antes abusó de mí otra vez
aprovechando que el viejo partió, por lo que no estaba dispuesta a
esperar a que nadie me rescatase.
Mientras
me encontraba con éste, mirándolo untar flechas en veneno para
probar su eficacia, se me ocurrió un plan de escape. Lo vislumbre
claramente al ver al viejo agarrar a un conejo y darle unas gotitas
de veneno. El pobre animal, a los pocos minutos, comenzó a
convulsionar. Él, satisfecho al verlo tieso, comentó que ya
habíamos terminado y que esa ponzoña había ganado a la de Artemis,
pues era mucho más rápida con menor cantidad.
A
mí me tocaba recoger, así que agarré el pequeño frasco, lo llevé
escondido en mi escote y fui a coger su comida mientras él iba para
su habitación un tanto achacoso. La edad se le evidenciaba demasiado
y sabía que cuando éste muriese, yo ya sería solamente un objeto
de placer carnal y no como ahora, que era de compañía a excepción
de cuando el viejo se iba.
Aparecí
en su habitación con la comida que tenía que servirle.
Pegué
el primer bocado, cosa que siempre me obligaba a hacer para
corroborar que nadie lo había intentado envenenar. Ese día, en vez
de quedarme escuchándolo como siempre hacía antes de comprobar en
mí si lo habían intentado asesinar o no, decidí usar mis armas de
mujer. Él no era mi abuelo, padre o tío, por lo que si me lo
proponía, caería en mis redes de seducción. Bien sabía que si no
lo había intentado conmigo ahora que ya estaba hecha una mujer –muy
delgada y menuda, pero una mujer al fin y al cabo– era porque
ya estaba viejo como para hacer grandes esfuerzos. Así que prefería
no intentar nada.
–Voy
a bailar –dije decidida, levantándome y desvelando así un poco de
mi cuerpo.
Se
extrañó tanto que tuve que admitir que me sentí descubierta. Aún
así, comencé a danzar.
Mostré
mis delgadas piernas, parte de mis pechos –teniendo cuidado con
no descubrir ni tirar el veneno– y a contonearme como nunca
antes en mi vida lo había hecho. Me sentía una mujer sucia, pero se
suponía que ya lo era y, además, estaba dispuesta a todo con tal de
poder huir.
Aunque
era demasiado delgada y se me notaban las costillas, ningún hombre
me hacía asco, por el contrario, cuando éste se marchaba, como ya
he dicho, solía ser yo la víctima de todos los abusos de aquellos
desgraciados.
Me
puse entre éste, que estaba sentado en cojines sobre el suelo, y el
plato de comida. Me entró el pánico, pues vi que de pié me
resultaba muy difícil lograr echarle el veneno sin que lo viese
caer.
Lo
miré y vi que estaba embelesado, así que, abriendo un poco las
piernas, me agaché delante de él. Volví a subir y me di la vuelta,
de cara así al plato de comida. Le puse las nalgas en la cara y
sentí sus temblorosas zarpas acercarse por mi pierna hacia arriba.
Me dieron náuseas. Lo miré de reojo y comprobé lo que quería. Ya
no veía otra cosa que no fuesen mis posaderas.
Con
esfuerzo y patosidad, se colocó de rodillas mientras yo seguía
moviéndome y tentándolo. Sentí arcadas, pero las contuve con
esfuerzo. Al conseguir sacar el frasco de mi escote, me reanimé.
Mientras él se recreaba con mis piernas y pechos, vacié la mitad
del veneno en su comida. Sonreí hasta que me percaté que el viejo
me desgarró la ropa por abajo y arrancó la parte de arriba. Eso no
estaba en mis planes. Al revés, pensaba que ya no le quedarían
fuerzas ni para rajarla un poco.
–Zulima,
Zulima... –susurró babeando sobre mi espalda, abrazándose a mí.
En
ese momento comenzó a balancearme hacia delante y hacia atrás. Temí
porque se quitara el pantalón, pues no podría evitar chillar debido
a la repulsión que sentía.
De
repente, me dio un empujón tan grande, que la mesa y la comida
cayeron al suelo. El frasco rodó de mi mano por el piso ante la
mirada de ambos mientras él permanecía encima de mi espalda. Para
mi suerte, el viejo estaba tan impuro en pensamiento, que su viejo
corazón no pudo con la situación y comenzó a fallarle. Rodó hacia
mi lado, insultándome.
Con
lágrimas en los ojos, agarré un cojín y se lo coloqué en la cara.
Apreté mientras me agarraba y arañaba con sus largas uñas la
espalda, dejándome así marcada de por vida.
Una
vez muerto, ante la desastrosa situación que contemplaban mis negros
ojos, comencé a temblar. Tras una pausa, me puse en pié y me miré.
La sangre me chorreaba por la espalda. Me giré a un lado y vomité.
Había matado a un hombre. Volví a vomitar. Lloré hasta
recomponerme un poco. Justo en ese instante, llamaron a la puerta. Me
llevé las manos a la boca y, como acto reflejo, agarré una sábana,
me tapé la ensangrentada espalda, me alboroté mi rizado pelo negro
y entreabrí con el pecho un poco descubierto.
–Zulima...
–se sorprendió el soldado que abusó de mí la última vez. Éste,
a parte de abusar de mí y procurar que nadie más lo hiciese,
alegaba amarme más que a sus dos esposas.
–Si
le interrumpes ahora, dice que te envenenará... –intenté sonreír
pícaramente para disimular, a la vez que lo miré con el odio que
solía hacerlo siempre para que no sospechara.
–Só-sólo
venía a... a entregarle una nota de parte de su sobrino Umara
–finalmente concluyó con más firmeza.
–Dámela,
ya se la doy cuando acabemos –extendí la mano y me la entregó.
En
ese momento, estaba tan absorto mirando mi pecho, que no se dio
cuenta de que la mano que le extendí tenía un poco de sangre. En
ese instante agradecí que la naturaleza del hombre pudiese a los
sentidos o a la razón, cosa que antes había odiado y maldecido con
toda mi alma por sus abusos.
Cerré
la puerta y comencé a hablar, ya que imaginaba que estaría
escuchando. Luego, para un mayor realismo, hice algún sonido similar
al de cuando me violaban estos indecentes. Tras eso, me asomé por un
agujero que tenía para espiar al viejo y observé cómo éste se iba
malhumorado. Agarré lo que pude y lo metí en un pañuelo. Me atavié
con ropa, comida, algo de veneno paralizante, agua y joyas que
pudiese vender para sobrevivir unos cuantos años. Entonces, con
sigilo, huí hasta las caballerizas. Me dolió lo que hice, pero
agarré el caballo más veloz y eché veneno en el bebedero. Les hice
beber antes de partir. Eso me hizo sentir mucha culpabilidad, pero
era cuestión de vida o muerte. De todas formas, al ser sólo
paralizante, esperé no haber echado tanto como para matarlos. Mi
intención sólo era dejarlos inservibles el tiempo suficiente como
para poder huir.
Salí
a trote por el denso campo. Apenas paré hasta hallarme bien lejos.
Estuve dos años sola hasta llegar a Córdoba, lugar de donde éramos
originales la gran mayoría de los que estábamos cerca de Castilla,
ocultos para luchar. Allí, alejada de todo, perdida a la mano de
Alá, entre una grandísima roca y unos árboles, levanté una choza.
Lo tenía decidido. No habría más hombres que me sometieran. Desde
entonces, me dije a mí misma que viviría por mis propios medios.
_____________________________________
II
Habiendo
transcurrido los años, mi vida había cambiado bastante. Vivía sola
y un poco huraña, pero estaba contenta, pues ya no le pertenecía a
nadie. Era mi propia dueña. Yo y nada más que yo.
A
veces iba a Córdoba o a las aldeas a comprar algo con el oro que aún
me quedaba, pero principalmente me abastecía con las plantas de
alrededor, los frutos, mi pequeño huerto –arado con el sudor de
mi propia frente– y la poca caza de pajarillos y conejos con la
que me hacía. No me quejaba. Eran los mejores años de mi vida. Los
mejores hasta ese momento.
De
cuando en cuando me acordaba de mi hermana y entristecía. No porque
no supiera nada de ella en ese último tiempo, sino porque nunca
habíamos compartido nada. Ella estaba a gusto con su amo. Se había
adaptado e, incluso, disfrutaba cuando éste le regalaba algo. Era
más frívola. La última vez que nos vimos, me dijo que había
llegado un muchachito nuevo a la guardia de Umara y que era su
protegido. El tal Artemis del que tanto hablaba el viejo. Ella le
tenía echado el ojo y me insistía mucho para que me quedase con
ella una temporada y lo viese. Sin embargo, no iba a quedarme allí
para que su amo pudiese tocarme. No.
Seguramente
le iría bien. Ella tenía el don de prever el futuro, así que si
era lista, sabría qué hacer y cómo huir si quisiese o en caso de
que lo necesitase.
–¡Mujer!
–escuché una voz masculina en la puerta y salí. Aunque temblé,
iba segura, pues lo reconocí al momento.
–Dime.
–Por
favor... –susurró, llorando, su mujer con un niño de unos tres
años en brazos, visiblemente muy enfermo.
–Pasad
–les indiqué.
Arreglé
la mesa, puse unas mantas y ahí lo tumbaron. A veces algunas
personas lograban encontrarme para que fuera a curar a sus casas a un
ser querido, pero nunca antes me habían traído aquí mismo al
enfermo, y menos aún, a una criatura tan pequeña.
–Mujer,
¿qué le ocurre a mi hijo? –me preguntó él mientras lo
inspeccionaba.
–Shh...
–le mandé callar.
Él
silenció. Ahora, lo único que se escuchaba era el llanto roto de la
madre. Los conocía desde hacía un año, pues un día que me hallaba
en la ciudad, me la encontré con la mano rota. Al verla en esas
condiciones, me dio pena y decidí curársela. Encima, meses después,
también tuve que asistir al parto de su hijo menor. Y ahora esto.
El
niño estaba realmente mal. Tenía fiebres muy altas y no sabían por
qué.
–¿Ha
comido algo en mal estado? –pregunté mirando a la madre.
–No,
todos comimos lo mismo –respondió el padre acercándose a mí.
Retrocedí
involuntariamente. No estaba acostumbrada a tener a un hombre tan
cerca, y cuando lo había tenido, no era precisamente para hablar o
con intenciones sanas. Incluso el que no intentaba nada conmigo,
recorría mi cuerpo con su mirada. Cosa que me ocasionaba
escalofríos.
Al
retroceder toqué el tobillo del niño, y aún con el pantalón
puesto, sentí que estaba realmente inflamado.
–¡Por
Alá! –exclamé delante de los judíos–. Una mordedura de
serpiente...
–No...
–el ahogado llanto de la madre rompió en un desmayo.
Suspiré,
pues ya había dos a los que atender.
Al
padre le hice estar pendiente de la madre, ir a por agua y leña. Lo
quería lejos. Sin embargo, debía de admitir que no me había mirado
en absoluto. Absorbí con la boca parte del veneno, pues aún no
llevaba tanto tiempo en su cuerpo, aunque eso sí, todavía quedaba
mucho en él.
Hice
un antídoto, o por lo menos, algo que serviría de ayuda para
contrarrestar la ponzoña.
–¿Sobrevivirá?
–preguntó el hombre acariciando la cabeza del niño.
–No
sé qué tipo de serpiente le habrá mordido, así que no estoy
segura. De todas formas, le estoy dando el antídoto de la más común
por estos lares. Sólo nos queda esperar –sentencié.
Pasamos
dos noches más en mi choza. Me sentía extraña teniendo gente, pero
ahí estábamos. El hombre iba y venía para ver a los otros hijos y
asegurarse de que estaban bien. Entretanto, la mujer hacía la comida
y me cosía toda la ropa rota. Ambos estaban pendientes de que yo no
tuviera que hacer nada que no fuera salvar a su hijo, el cual, ya
presentaba visibles signos de mejoría.
Finalmente,
el crío abrió los ojos cuando estábamos los dos a solas. Pegué un
grito de júbilo tan fuerte, que sus padres que se encontraban fuera,
vinieron corriendo.
Entre
risas y lágrimas, sollozos y abrazos, estaban juntos nuevamente. Al
contemplarlos felices, unidos, alegres y dichosos, me sentí en paz.
Nunca había sabido la razón de por qué Dios me había puesto en
este mundo y ahora quizás la supiera. Sobre todo, cuando ambos
padres caminaron hacia mí. La madre me estrechó entre sus brazos,
llorando de felicidad plena, mientras que el padre agarraba mi mano
entre las suyas, agradecido.
Cuando
se marcharon al día siguiente, mi angosta y humilde choza se volcó
en el vacío más severo. De repente, sin quererlo o beberlo, me
dolió la soledad.
Pasaron
los meses y decidí dirigirme a la ciudad para ver cómo estaba el
crío. No me agradaba mucho ir por el barrio judío, pero era mil
veces mejor que andar por el que me vio nacer, ya que me podrían
reconocer. No obstante, debía de admitir, que por suerte, ya no era
la jovencita delgada de largo pelo negro y rizado. Tenía bastante
más peso en mis carnes, aunque seguía sin ser oronda. Simplemente
había adquirido un poco más del que me faltaba. Y encima, de labrar
la tierra con mis propias manos, estaba fuerte. Eso sin contar que mi
piel era más morena debido al sol, que tenía cayos en las palmas y
las plantas de los pies –cosa que no solía ser común en una
concubina–, que el pelo ya solamente me caía por los hombros,
que ya no llevaba velo y que portaba unos cuantos años más encima.
Definitivamente, no me podrían reconocer.
La
única marca que tenía de antaño, era el oscuro lunar debajo del
ojo derecho, en esta misma esquina, y los arañazos del viejo. Esta
marca me perseguía en pesadillas. Ese hombre, su muerte llevada a
cabo por mis manos y el fuego –que era algo que me aterraba
desde la infancia–, eran lo que muchas noches me quitaban el
sueño.
Fui
caminando con la intención de ir recogiendo plantas. Mientras
paseaba, tenía una extraña sensación. Nos encontrábamos en enero
del año 1236 y me olía algo raro. Estaba todo un poco revuelto y
presentía un futuro olor a fuego. Aunque quería girarme e irme a mi
choza, había algo dentro de mí que me lo impedía, animándome así
a continuar.
Desde
que entré por la muralla, aprecié que había muchas casas por el
camino pintadas de forma peculiar con velos blancos. Me resultó
extraño. Además, había poca gente en la calle.
Llegué
donde esta familia vivía y toqué a la puerta. Enseguida me abrió
la mujer. Se llevó una gran sorpresa al verme, pues no solía
visitar a nadie –por no decir que nunca lo había hecho–.
Nos adentramos en su hogar y pasamos un agradable día. Incluso reí.
Cosa que no recordaba haber hecho desde que era niña.
Cuando salí, ya sin sol alguno que alumbrara el
panorama, iba tan ensimismada pensando en lo que me habían pedido,
que no me importó la oscuridad. Querían, o mejor dicho, me habían
rogado que me fuese a vivir con ellos y la anciana madre de la mujer.
Podría decir que me emocioné hasta tal grado que no me percaté de
que alguien me seguía.
«¡Oh,
no!»,
exclamé horrorizada
en mi interior al girarme y ver que era un hombre. Éste portaba una
antorcha, facilitándome así la visión de su rostro. Era más joven
que yo. Poco, tal vez unos cuantos años, pero lo suficiente como
para que se notase en su frescura. Su cara reflejaba una extraña
sonrisa a la vez que pícara. Era apuesto, estaba limpio e iba muy
cubierto. Si no le mirabas a la cara, podía pasar desapercibido como
una persona normal, pero observándole la expresión, no te hacía
falta ser muy inteligente para apreciar que parecía estar demasiado
loco, demasiado desvariado... Había que alejarse de él lo antes
posible.
Aceleré mi marcha entre las sinuosas callejas de la
zona judía para despistarlo.
De repente, escuché el relinche de muchos caballos y
una marabunta de personas aparecieron de la nada. Corrían hacia mí.
Aproveché el repentino caos para adentrarme por una
ventana a una casa aparentemente vacía. Allí me escondí entre dos
barriles, en la penumbra, y comencé a escuchar cómo la guerra
afloraba a lo lejos, acercándose así más y más al barrio judío.
Mientras temblaba, escuché un ruido en la ventana por
la que entré. Me agazapé más y permanecí silenciosamente para
corroborar si había alguien más o no. De repente, dentro de la
casa, algo cayó al suelo, destrozándose. Por el sonido, deduje que
tal vez fuese una tinaja. Fuera lo que fuese, se destruyó. Me asusté
y me quedé quieta, escuchando. Al no oír ruido alguno, razoné que
seguramente habría sido un gato.
De repente, escuché la voz de un niño llamar a su
madre. Por lo que decía entre gemidos apagados, se había perdido y
buscaba ayuda. Se escuchaba dentro de la casa aunque no había visto
entrar a nadie. Me asomé un poco entre la oscuridad e intenté
buscar al crío desde mi posición. Sin esperármelo, se abrió la
puerta y, aunque miré hacia allí, no vi entrar a nadie. El sollozo
se escuchaba un poco más fuerte, así que me levanté y anduve
mirando hacia el exterior con cautela.
Al lado de la puerta, vi algo moverse a la altura de mi
pecho. Agudicé mi vista y aprecié que sería el niño envuelto en
mantas. Cuando llegué a él, me llevé una desagradable sorpresa. Lo
que le cubría la cabeza y el cuerpo se alzó por encima de mí y la
voz tornó de niño a hombre mientras decía: “te encontré”. Me
agarró con fuerza y comencé a chillar. Me tapó la boca, me
estrelló contra la pared y comenzó a reírse. Era el mismo joven
desequilibrado de antes.
Forcejeamos durante un rato en esa absurda posición,
parecía divertirse mientras me arañaba los brazos y el cuello. De
repente, cuando pareció querer algo más que tenerme sujeta a la
pared, me tiró al suelo y se sentó encima de mí. Gracias a la
puerta que se encontraba abierta a pocos pasos de nosotros, pude
apreciar que su mirar era el de una persona que no poseía uso de
razón alguno.
Cuando creí que iban a abusar de mí otra vez, el
hombre comenzó a estrangularme. Le clavaba las uñas para impedir
que prosiguiera, pero su fuerza sobrenatural hacía que la
respiración se me agotara. Me aterré, iba a cernirse sobre mí la
muerte a manos de un hombre.
Justo cuando creí que iba a perder la consciencia, se
escucharon unos caballos, distrayéndolo así un rato. Aflojó las
manos de mi cuello y sacó dos espadas. Cuando vi en su ojos la clara
intención de clavármelas, la voz de un hombre que daba órdenes a
otros pareció detenerle. Se levantó mientras yo tosía como una
condenada y me recomponía del miedo. Caminó hacia la puerta, miró
tras ella y salió corriendo tras los caballos. Imaginé que
perseguiría a ese hombre y que eso fue lo que salvó mi vida. Di
gracias a mi Dios y le recé allí postrada en el suelo durante un
rato.
Me arrastré hasta llegar al quicio de la puerta, donde
comprobé que los arañazos no eran gran cosa. Allí pude levantarme
y contemplar el lado de la ciudad en guerra y el otro lado que aún
dormía sin enterarse de nada. Aunque poco a poco, se apreciaba que
estaba despertando debido al alborotador ruido.
Descansé bastante rato mientras pensaba en qué hacer.
Luego, puse rumbo hacia la casa de mis amigos para irme con ellos y
huir a mi choza, fuera del peligro.
Me llevó mucho tiempo llegar, pues entre la gente que
ahora corría desbocada, el ejército de la ciudad que trataba de
defenderse, el fuego de algunas zonas que me paralizaba y demás
obstáculos, mi recorrido se alargó demasiado.
Cuando vislumbré la casa, vi una sombra entrar en
ella. «Quizás
es el marido»,
creí en el momento. Me acerqué corriendo, pues ya me sentía segura
con ellos en la distancia. Sin embargo, los gritos de la mujer me
detuvieron cerca de unos matojos que había a un lado de su casa. Me
asomé por la ventana y vi otra vez a ese joven loco de mirada
perdida. Los estaba matando mientras se recreaba. El hombre ya
permanecía inmóvil en el suelo junto a la madre de la mujer, al
mismo tiempo que éste la acuchillaba a ella sucesivamente. Mientras
agonizaba ante la mirada de los niños y del mal hombre, daba gritos
de auxilio por los críos. Me debatía en entrar cuando se acercó un
caballo. Me agazapé y de éste bajó un caballero. A pesar de la
oscuridad que le rodeaba, pude apreciar que era cristiano.
Entró gritando a
la vez que desenfundaba dos espadas. Dirigí mi vista al interior
justo para ver cómo el endemoniado asesinaba a los dos críos que
quedaban delante de éste. Al escuchar la voz del cristiano, supe que
era el de antes. Observé al joven que estaba situado frente a mí y
supe mucho a través de sus ojos. Éste parecía estar esperándolo,
pues la locura abordó más su mirar, la sonrisa se le amplió
mientras les prendía fuego a los muertos y su ansia de asesinato se
concentró en el caballero.
Lloré al mirar a
los cadáveres arder. Quise irme, pero la pelea me detuvo. La
observaba distante, como si los guerreros fueran parte de una
pesadilla. El fuego me paralizaba y los nervios me causaban mareos.
El cristiano iba a perder, su destino estaba fijado desde el momento
en el que entró por la puerta. Ese joven iba a acabar con su
existencia.
Justo cuando lo
agarró y lo levantó, pensé que, por muy bueno en la lucha que este
caballero pareciera, el desvariado muchacho de alma demoníaca y
fuerza proveniente del diablo lo iba a matar. No quería verlo...
Me giré y comencé
a correr para salvar mi miserable vida. Sin embargo, un ruido me
detuvo y miré atrás. Media casa se había desplomado por las
llamas. Escuché una voz pedir auxilio, socorro. Quise ir, pero... me
temí que fuese un truco de ese mal hombre y me matase en ese
infierno.
En mi caminata, las
voces desesperadas me volvieron a detener. Parecía el cristiano. No
sabía porqué, pero mi corazón me anclaba a esa voz que me llamaba
únicamente a mí. Corrí hacia el interior sin a penas pensarlo dos
veces y temblé. Todo estaba siendo devorado por el fuego. Quise
volverme, pero escuché un tosido y vi al caballero peleando por
levantar una viga que le retenía.
Contemplé que
estaba perdiendo la consciencia por el humo que ingería, lo veía en
sus apocadas fuerzas. No obstante, parecía aferrarse a la existencia
con toda su alma. Eso me hizo sacar valor. Caminé decidida hacia él,
pero me caí, llenándome así de hollín. Me puse a su lado y lo
miré al pecho. Prefería no mirar su rostro ya que nunca había
visto antes a un caballero cristiano.
–No
te des por vencido. Lucha por tu vida… –le dije en su
lengua.
Intenté
levantar la viga, pero era demasiado pesada. Lo miré de reojo,
agotada. A duras penas lograba verlo. El humo y la polvareda me
impedían apreciar bien cualquier cosa.
–Voy
a hacer palanca, pero necesito que salgas por tus propios medios…
Simplemente
afirmó con la cabeza mientras yo agarraba un trozo de madera y
arrastraba una gran piedra entre la viga y el suelo.
Ejercí
sobre ella toda la fuerza que había adquirido en mis labranzas y
ésta acabó cediendo. Se arrastró como pudo y salió, pero no por
ello nos libramos del peligro. Nos saltó una madera y él comenzó a
arder por el brazo. Lo apagué de inmediato. No obstante, a mi falda
también le saltaron las llamas y no me percaté hasta que me comenzó
a arder la pierna. Me quité el vestido y me apagué como pude
mientras gritaba de terror. Iba a huir cuando me di cuenta de que el
hombre no se movía. Lo agarré de los brazos y me percaté de que
tenía uno roto. Eso me hizo agarrarle de la ropa. Luego, lo arrastré
hasta sacarlo fuera. Allí, en el exterior y lejos de las llamas,
lloré con un desconocido entre mis piernas y una futura familia
destruida y calcinada.
Escuché
jaleo a mi alrededor, así que, arrastrándole tanto a él como a mi
pierna, llegué hasta los arbustos y nos oculté. A unos cuantos
metros, encontré una pequeña carreta sin caballo. Allí lo subí y
le quité la camisa para taparme un poco. Lo camuflé entre unas
cajas de madera que había y, con precaución, logré salir de la
ciudad en guerra, empujándola con mis propias manos y escondiéndome
tras ella cuando veía gente.
______________________________
III:
Al
llegar a mi choza, ya casi de día, amaneciendo, la luz parecía
decirme que todo lo que había pasado era mentira, un mal sueño como
el de otras noches. Sin embargo, el dolor punzante y ardiente de la
pierna sumado al frío y a los arañazos que se mezclaban con el
sudor –haciendo así que me escocieran más–, me
recordaban que todo fue y era muy real.
Entré
a mi casa, agarré una capa para cubrirme y unas cuerdas para
maniatar al hombre. Me dirigí hacia él y me asusté, su color de
piel era entre pálido, morado y azulón. Creí que incluso estaría
muerto. Pero por suerte, esos tonos eran causados por el frío
invernal, la sangre, la suciedad y los golpes. Fui a atarle las
manos, pero me di cuenta de que ni despertaría ni se movería, por
lo que, como pude, lo saqué del carro y lo metí en mi casa. Allí
prendí fuego a la leña un poco temerosa, pues hasta una simple
fogata controlada ya me causaba pavor debido a los últimos
acontecimientos. A continuación, lo arropé e inspeccioné. Lo
primero sería lavarle el cuerpo para que no se le infectaran las
heridas y la quemadura a la vez que curarme yo.
Una
vez que mi pierna ya estaba bien, a expensas de que el dolor
disminuyera, cogí agua y me dirigí a mi cama a lavarlo. Al
desarroparlo, comprobé que su torso ya tenía un color más natural,
así que empecé a lavar la herida de la pierna, luego la del torso y
después la quemadura del brazo. Una vez limpias –dejándome la
cara para el final, cuando acabara de todo– decidí curar sus
heridas. Estaba tan dormido que ni el escozor del los ungüentos
parecía despertarlo. Una vez ya
curado, agarré las cuerdas y amarré sus muñecas a las esquinas de
arriba de la cama. Eso sí, tuve cuidado con el brazo roto, pues ese
lo entablillé antes y sabría que por su propio bien, no lo movería.
Una
vez que me aseguré de que mi vida no correría peligro alguno,
agarré una toalla nueva y comencé a lavarle la cara. Era un hombre
bastante apuesto. Y sin barba, cosa que se me hacía extraño, pues
casi todos los hombres que yo había conocido la tenían, aunque
fuese poca o corta. Tal vez fuese entre cinco y diez años mayor que
yo. Parecía, en su porte, todo un caballero cristiano. Por eso, para
mayor seguridad por mis creencias religiosas, le amarré los pies
–una de sus piernas
también se encontraba entablillada, pues la tenía muy mal–.
Estaba totalmente inmóvil y con una costilla rota. Sabía que no
podría atacarme, pero aun así, no me fiaba de ningún hombre.
Por
la tarde, mientras me hallaba haciéndole a ese desconocido la
medicina que necesitaba, me sorprendió su quejido. Entonces, lo
miré. Trababa de abrir los ojos. Se peleaba por despertarse.
Cuando
al fin lo logró –en parte–, intentó moverse, pero sólo
lograba hacerse más daño e interrumpir el proceso de cura.
–No
te muevas... –dije en su lengua, creyendo que no entendería la
mía.
–¿Qui-quién
sois? –masculló con esfuerzo.
Sus
movimientos espasmódicos con la cabeza me hicieron agarrársela para
que se serenara.
–Quieto...
–susurré hipnotizada al mirar en sus pupilas.
Sus
ojos, aun atontados y nublados por la inconsciencia de su poca
lucidez, me atraparon. Su iris marrón, rodeado con pequeños
pisquitos de oro me pareció fascinante. Me aparté de él con
rapidez, agarré un vaso y vertí en él el tranquilizante mientras
éste todavía se debatía por despertarse y cobrar la razón. Para
mi fortuna, se lo bebió sin rechistar y cayó nuevamente dormido.
Yo
había visto a este hombre en mis sueños. O al menos, así sentía.
Di
vueltas alrededor de la mesa, es decir, recorrí toda mi angosta
morada. No dejaba de cavilar sobre ese caballero que se encontraba
postrado en mi cama. Lo había decidido: lo curaría cuanto antes, lo
dormiría y lo dejaría tirado por ahí, para que cuando se
despertara, se marchara para no volver a verlo nunca más.
Así
pasaron dos o tres días más. Le daba de beber tranquilizante para
que no cobrara mucho la razón y lo intentaba alimentar sin mucho
éxito. Lo malo es que, aunque mejoraban las heridas, empeoraba su
apariencia y salud. Sabía que hasta que se curara pasaría mucho
tiempo y no podría mantenerlo con vida de ese modo. Tenía que
dejarlo consciente aunque fuese el tiempo suficiente como para que
ingiriera bien. E incluso debía dejar que se incorporara...
Ya
lo había preparado todo para cuando despertada: las cuerdas eran más
largas, dejándole así que se pudiese incorporar.
Como
no tenía idea alguna de cuándo despertaría, me entretuve curándome
la pierna. La quemadura ya tenía mejor presencia, pero me dolía
saber que tendría otra señal más de por vida, como la del viejo en
la espalda, que me indicaba alejarme de los seres como yo. Debía
vivir sola. Ése era mi destino.
–¿Quién
sois vos? –escuché su voz y lo miré.
Éste
se hallaba tranquilo y sosegado a pesar de sus dolores. Me miraba la
herida, por lo que me tapé. No me atrevía a hablarle, o más bien,
no quería hacerlo. Me dirigí hacia el guisado que tenía en el
fuego y lo probé. Estaba a punto, así que no tendría que escuchar
mucho su cháchara o insultos antes de dormirle.
–Os
doy las gracias por salvarme. Estoy en deuda con vos... –susurró.
Sus
palabras me impactaron. Pocas veces en mi vida había escuchado un
agradecimiento tan sincero. Lo miré y aprecié que incluso sonreía
mirando al techo.
No
quise acercarme ni hablarle, pero tenía que incorporarse. Agarré
unos cojines y me aproximé un poco. Él me miró y, sin mediar
palabra entre ambos, entendió lo que quería decirle.
Intentó
incorporarse, pero rabió de dolor delante de mí. Fue tan grande,
que incluso las lágrimas se le saltaron. Comprendí que, como
caballero que era, intentó que no me percatase y se recompuso. No
obstante, su expresión fue imposible de borrar.
Aterrada
en tocarlo –mientras estuviese despierto–, me acerqué
tras soltar los cojines y le ayudé un poco. Me volvió a dar las
gracias.
Me
dirigí hacia la cazuela y saqué un poco de carne de conejo que
había cazado con una de mis trampas. No supe porqué, pero imaginé
que le parecería bazofia al lado de sus suculentos platos de cordero
o cualquier otro manjar digno de caballeros.
Me
coloqué a su lado y quise darle de comer. Primero, negó con la
cabeza. Luego, intentó agarrar la cuchara. Sin embargo, enseguida se
percató de que no podía alcanzarla, ni le llegaría a la boca, ya
que estaba atado. Agaché la mirada, avergonzada de mi desconfianza.
–Lo
entiendo. No debe haber sido fácil para vos.
Lo
observé.
–No
os preocupéis por tenerme así –dijo amablemente–. Con esto,
sólo siento que tengáis que molestaros en darme de comer.
–No
es ninguna molestia –se me escapó decir.
Él
sonrió. Parecía un hombre amable, pero también podía ser una
artimaña para que lo liberase. Fuera lo que fuese, tras alimentarlo,
le di la medicina y el tranquilizante.
De
esta manera pasaron bastantes semanas más. En ellas, me dijo que se
llamaba Fernando y me contó la historia de su vida y la búsqueda de
su sobrino. Mientras permanecía despierto, hablaba mucho. Yo vivía
cada historia que me narraba como si fuese mía propia, al igual que
sufría con él sus desdichas. Me alegraba mucho saber que ya
encontró a su Pablo y que pensaba estar siempre junto a éste, a su
futura esposa que ya tanto quería y junto a sus nuevos amigos.
Poco
a poco, conforme pasaban las semanas, me di cuenta de que le daba la
medicina más tarde y que la comida se alargaba mucho más. Ya no
solamente me agradaba su rostro, sino que su voz, su conversación,
su risa cuando recordaba algo divertido o su carisma me comenzaron a
atraer. Incluso un día, tras darle la medicina –mientras
dormía–, me sorprendí a mi misma acariciando su rostro y
afeitándole para que su cutis resplandeciera, ya que “yo” odiaba
las barbas.
Transcurrieron
algunos meses. Él me preguntó mi nombre, pero yo nunca se lo decía.
No quería que me llamase de esa manera que tanto me recordaba mis
infames raíces como concubina. Él dejó de preguntarme el día que
comenzó a llamarme Milagros, su Milagro.
Aunque
a veces me preguntaba sobre mi vida, yo a penas le decía algo sobre
mí. Sólo le conté que tenía una hermana de la cual no sabía nada
y que mis padres nos vendieron de pequeñas. Del resto no quería
hablar y él lo respetaba.
Un
día, le quité las cuerdas de las piernas un poco antes de que le
tocara despertarse. Sabía que me arriesgaba, pero no había tenido
tiempo de curarle antes. Cuando terminé de entablillársela otra
vez, le desaté las manos para curárle la herida del brazo y dejar
que descansaran sus muñecas. Estaba bastante bien, por lo que se la
curé y se la vendé. Le estaba comprobando las costillas cuando, de
repente, su mano vendada se posó sobre la mía.
Asustada,
alcé la vista hasta dar con la suya. Estaba despierto y parecía
llevar ya un rato así. Temblé. Ahora, estaba sin amarrar y él bien
lo sabía.
Quise
salir de la cama mientras se incorporaba con el brazo bueno, pero no
era capaz ni de retirar la mano que me tenía sujeta con la suya
mala.
Una
vez ya frente a frente, sentados en la cama, me reverenció y me
pidió disculpas por su futura osadía. Simplemente pude agrandar mis
ojos a la vez que estrechaba su cuerpo contra el mío en un cálido
abrazo sin maldad.
Coloqué
mis brazos en sus hombros y fui a separarlo con rapidez y fuerza. No
estaba acostumbrada a los gestos de gratitud de dicho calibre. Sin
embargo, me frenaron sus palabras:
–Gracias
por salvarme la vida y por confiar en mí, bella dama. Me habéis
soltado, cuidado y alimentado, no os defraudaré...
–Fernando...
–logré balbucear.
Tras
decirlo, se separó y me acarició el pelo.
–Sois
admirable, Milagros... –se distanció.
Con
el corazón latiéndome descontrolado, me levanté, le tendí el
plato para que comiera solo y le di la medicina pronto. Ese día me
dio mucho que pensar, pues desgraciadamente me había enamorado del
caballero cristiano llamado Fernando.
_________________________________
IV:
Había
llegado el día previo a la partida de Fernando hacia Castilla para
reunirse con los suyos –los cuales decía que estarían allí
“harto” preocupados–. Ya no lo había atado más, e
incluso, caminaba agarrado a mí por los alrededores de la choza.
Alababa mi pequeño huerto y todo lo construido por mí. Siempre
tenía un bello halago con el que inducirme más y más a la locura
que retenía en mi interior. Era la primera vez que el contacto de un
hombre me alentaba a desear algo más.
Esa
misma noche, tras hablar y recordar nuestros momentos vividos desde
que despertó por primera vez, me prometió volver a por mí a su
vuelta y me garantizó que me presentaría a todos los suyos. Quería
que me fuese a vivir con ellos. Y no como esclava o sirvienta, sino
como invitada. Decía deberme eso y más. Yo, a pesar de que sabía
lo noble que era Fernando, me garantizaba a mi misma que una vez que
se marchara, jamás volvería a por una “vulgar campesina”, que
además, era de otra religión.
Apagamos
la vela y nos fuimos a dormir. En el silencio de la noche, me puse a
pensar en Fernando. «¡No
lo volvería a ver!»,
pensé y rompí a llorar en la segunda cama de la que me había
aprovisionado en un rincón gracias al carro.
Él
me escuchó y me llamó. No contesté, no quería que se apenara de
mí. De repente, se levantó y, agarrándose a la mesa, llegó hasta
mí.
–¿Os
ocurre algo, Milagros? –tocó mi hombro.
Me
di media vuelta y observé su figura en la penumbra. Luego, tras
secar mis lágrimas con mimo, me susurró que no había fuego
alrededor, que no tenía nada a lo que temer, que él se encontraba
conmigo. Y es que, muchas veces, me habían despertado las pesadillas
causadas por el fulgor incandescente del portal del demonio.
Me
incorporé y lo abracé con ahínco y desesperación. Era la primera
vez que yo lo abrazaba y no pensaba soltarlo. Tanto fue así, que me
levanté, obligándolo a él a seguir mi gesto, y caminé hasta estar
cerca de la otra cama. Me aferré a su rostro con ambas manos y lo
besé.
Enloquecida
al notar que me correspondía con sus manos en mi cuerpo, con el
calor de sus labios sobre los míos, lo apreté sin miramientos a
pesar de sus heridas. Sentía la necesidad de ser tomada por él con
urgencia al igual que ansiaba poseerlo. Eso era lo que anhelaba en
esos momentos aunque solamente fuese por una vez, aunque jamás
volviésemos a vernos...
Cuando
llegó la mañana, una caricia por mi desnuda espalda, allá donde
los arañazos del viejo me dolían aún, me despertó, haciendo que
dicho dolor mental desapareciera para no volver nunca más. Abrí los
ojos y contemplé que ambos yacíamos juntos, sin ropa. Habíamos
amado nuestros cuerpos hasta la saciedad y eso me hacía feliz. Nunca
antes me habían amado como a una mujer debía amársele.
–Milagros,
sois, sois... –comenzó a hablar, pero le silencié con un dedo en
la boca.
–Nunca
te he tratado de vos a pesar de que a mí siempre me has tratado como
a una dama de alta alcurnia cristiana. Eso me ha honrado siempre,
pero... prefiero un trato más familiar, sobre todo, ahora que...
–pensé, accedió con el gesto y omití: “no
nos volveremos a ver...”.
–Siento
que me he enamorado de ti profu... –empezó a decir y volví a
callarlo de igual modo.
–Por
favor, Fernando, no me hables de amor... –me levanté llorando–.
No hace falta...
Yo
me había entregado por mis sentimientos, no por sus palabras. Él no
debía sentirse en el deber de decirme tales cosas, pues no me había
agasajado para obtener lo que le di ni debía sentirse obligado.
–De
acuerdo –me abrazó por detrás sin decir nada más.
Me
giré, nos sonreímos y vestimos.
Tras
su marcha, pasó mucho tiempo. Quizás no tanto... Tal vez semanas o
meses. Fuera lo que fuese, se me había convertido en años. Me
sentía vieja, huraña, amarga...
Cuando
partió, se despidió de mi con un beso en la frente y prometiéndome
que volvería para hablarme de amor. Yo simplemente le sonreí
amargamente pensando que un caballero cristiano jamás volvería a
por alguien de mi estatus.
Sin
embargo, un día, mientras araba, un caballo me sorprendió a la
espalda. Me giré y lo vi bajar de él. Venía bien vestido, mejor
que en mis sueños ilusorios. Su apariencia de caballero, su
gallardía y su gran sonrisa me envolvieron el alma. Me tiré a sus
brazos con las lágrimas saltadas, contándole que imaginé que jamás
volvería.
Fernando
rió, alegando que él era todo cuanto me mostró y que no escondía
falsedades, que todo cuando me dijo era cierto.
No
lo podía creer, había regresado y me hablaba de amor.
–Milagros,
vengo a llevarte conmigo... –susurró.
–Fernando...
–dije despegándome de su pecho.
Lo
miré a los ojos y ahí se detuvo el tiempo eternamente. Supe que
sería feliz hasta el fin de nuestros días.
**********
Ahora,
mientras lo veo dormir a mi lado, en casa de nuestros sobrinos, soy
la persona más dichosa del mundo. Estoy rodeada de familia, tengo
amor y un hogar. Aunque nunca me he casado ni pienso hacerlo, este
hombre, ocho años mayor, me ha dado mucho más que un matrimonio, me
ha regalado una vida colmada de amor.
CONTINÚA....
______________________
Si queréis obtener información sobre cómo tenerlo, podéis mandar un email a:
distribucionesmomo@gmail.com
_________________________________
Por María del Pino.