La
niebla
A un buen hombre, Antonio Gómez,
por inspirármelo aunque no lo sepa ;)
Blanquecina
y fría, una espesa y casi opaca nube me envuelve, haciéndome creer que estoy
solo en mitad de la nada. Conforme los segundos transcurren, la niebla, sagaz y
libertina, va apoderándose de la playa a su libre albedrío hasta cubrir la
orilla por completo y dejarme sin ver a ningún veraneante más. La gelidez roza
la toalla y me estremezco ante un quemazón interno. Las risas de
fondo han ido cesando poco a poco hasta quedarse en una chiquillada, un juego de
niños casi inaudible. Por otro lado, el murmullo del fuerte oleaje amainó su
compás hasta hacerse casi imperceptible.
Surco
con mis dedos la escarchada arena, buscando la calidez de la piedra que hace un
rato puse a mi lado para que no cogiera mi hijo pequeño. Para mi asombro, la
mortecina mano de la muerte es lo único que hallo en mi camino. Me levanto
asustado, aturdido y lanzando un ahogado alarido al aire. Corro por la arena
buscando a alguien, pero no encuentro nada que no sea la soledad de una playa
vacía, llena de objetos abandonados: sombrillas, toallas, sillas, neveras…
Tropiezo
y ruedo por el suelo, tragando arena. Me retuerzo hasta sacudirme el rostro y
me levanto de nuevo. Es una persona. Una jovencita que había estado contemplando
momentos antes caminar con su novio. La volteo y su palidez me asombra y
acongoja. Un ruido atroz envuelve el ambiente al mismo tiempo que las risitas se
escuchan más lejanas. Lo sepulcral me rodea a base de quejidos y lamentos… Me
pongo en pie, dejando el cadáver a un lado. Me trago un dificultoso nudo de la garganta al mismo tiempo que
la niebla se hace más densa y las chiquilladas han dejado casi de sonar de
fondo.
De
repente, distingo una sombra que camina desgarbada y con parsimonia hacia mi
posición. Con una sonrisa ilusa en la boca, avanzo dos pasos hacia delante en busca de socorro. Casi no puedo verle u oírle.
Cuando voy a hablarle, ya está a menos de un metro. Al fin consigo distinguirle con mayor
claridad. Sin embargo, mis ojos irremediablemente se abren ante lo sobrecogedor e
imposible. Sus pupilas carecen de vida y su sentido “de ella” se encuentra,
quizás, en el más allá. Nervioso, retrocedo aterrado. Sin esperármelo, me agarran un
pie. Caigo de espaldas y compruebo que la persona que me sostiene me mira con
sus blancos y ciegos ojos. Grito horrorizado. Me zafo como puedo de
la joven chica que creí muerta y vuelvo a correr, a huir.
Con
habilidad, escapo de todas las manos que casi me rozan entre las tinieblas de
la blancuzca neblina y sigo corriendo sin mirar atrás. Solo rezo para que no me
toquen, ya que, aun no haciéndolo, siento sus manos desgarrar mi piel.
Vuelvo
a caer (o eso noto al sentir un peso descomunal sobre mi pierna). Ruedo por la
arena (o eso creo al saborearla entre mis dientes). Siento que mi cuerpo, poco a
poco, va ardiendo. Procuro levantarme, pero me oprimen, agarrándome por todos
lados hasta dejar solo mi cabeza a flote.
En
mitad de este sin vivir, de esta nublada agonía, una luz me ciega y distingo la
fina y delgada silueta de la muerte. Viene con largos cabellos negros. Inquieto, logro
liberar una mano de su cautividad, pero la arena se vuelve en mi contra,
provocando que tosa al ingerirla otra vez.
Trato de pedir clemencia, pero un torrencial de agua salada me ahoga sin contemplación alguna. "Me ahogo.
Me ahogo…"
Doy
un respingo y me encuentro a mi mujer, frente a mí, con un cubo de playa entre
las manos y el ceño fruncido. Mientras miro mi achicharrada piel, llena de
arena, la escucho quejarse de mi torpeza. No le he echado crema ni los niños, ni
a mí. Al torcer mi vista hacia los chiquillos –cada uno a un lado de mi cuerpo–, los encuentro casi tan rojos
como yo y las manos llenas de arena con la que previamente me estaban enterrando
“para que no me quemase”. "Angelitos...".
Mientras
ella me regaña y se lleva a los niños de la mano al apartamento para que no
les dé una insolación, la niebla comienza a cubrir la línea del horizonte. Ya apenas se ve el mar. Otra vez
me quedo solo, como en mi sueño, esperando a que la blanca, espesa y fría niebla
avance hasta la orilla. Pensando en si levantarme y "salir por patas", o esperar y ver qué pasa.
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