Muy buenas, amigos.
Una vez más, otro año más, me veo aquí, junto a vosotros, "parodiando" la noche de Halloween un poco. El año pasado, para mi grata sorpresa, "Vestidos de zombies" (un relato de terror cómico que parodiaba las americanadas zombies que tanto gustan y entretienen), gustó bastante. Tanto, que dije de broma que haría uno para este año. En su momento no creí que llegaría a buen puerto, pero veo que lo hizo. Así pues, por las peticiones recibidas en estos últimos meses (y en los primeros), registré la segunda parte junto a otros relatos para mostraroslo y compartirlo. Es más, el primero llegó a publicarse dentro de mi libro "Relatos Profanos", así que a ver este pequeño nuestro adónde llegará.
Espero que os guste y entretenga. Si tiene aceptación y mi "coco" da para más... Pedro, Jaime, Manolo, Lucas, Antonio y el taxista se despiden hasta el año que viene. O, quizás, no todos vivan para contarlo...
Si no habéis leído el primero: http://maria-009m.blogspot.com.es/2011/10/vestidos-de-zombies-de-maria-del-pino.html
Si no habéis leído el primero: http://maria-009m.blogspot.com.es/2011/10/vestidos-de-zombies-de-maria-del-pino.html
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Vestidos
de zombies II:
"Las
fauces de la noche”
A
Menchu, Antonio y Joaquín
porque
simplemente se lo merecen.
A falta de una semana, había pasado un año desde que los chicos y el
viejo taxista sobrevivieron a la catástrofe del polígono. Todavía
los asquerosos y putrefactos zombies atormentaban las noches de muchos
de ellos. Aquel nefasto día, al llegar a la ciudad, pactaron que no
volverían a vestirse más de muertos vivientes para la dichosa
fiesta de Halloween. Incluso el conductor, que estaba en el
acuerdo nada más bajar del coche, sentenció que se jubilaría
cuanto antes para no tener que llevar a nadie a sitios peligrosos y poner así en riesgo su vida.
Pedro,
por su parte, recordaba cada día a Sarah. Sabía que si no hubiese
muerto dos veces y hubiera sido inmortal hasta explotar, sería la
chica de su vida. Estaba seguro de que se habría enamorado de ella.
En cambio, ese pequeño e ilusorio idilio murió en la explosión
de aquel polígono junto a todos los muertos-no-muertos y los
muertos-vivos-inmortales.
Los
chavales, aunque seguían siendo amigos del alma –y
eso nadie se lo podía quitar de sus cabezas–,
ya no salían juntos de fiesta a no ser que fuese a algún cumpleaños. Les
recordaba a aquello que querían olvidar. Por eso, para seguir
viéndose, habían impuesto el día PA (Para
los Amigotes).
Se
encontraban en pleno sábado 20 de octubre, reunidos en casa de
Pedro, como solían acostumbrar la mitad de las veces. Manolo, el más
vivaracho y alocado, intervino con una copita de más:
–¡Tíos!
¡La semana que viene es Halloween otra vez!
–Ya
has roto la magia, Manu –Jaime puso muy mala cara.
–No
nos lo recuerdes, ¡malaje! –bramó Lucas–. Yo aún tengo
pesadillas.
–Podríamos
disfrazarnos –insistió el primero, burlándose de los demás.
–Nada
de eso –zanjó Pedro.
–Joder,
tío... Eso ya pasó. Coincidió con la fecha y ya está. Si hubiese
zombies, habrían continuado avanzando hasta aquí. Sin embargo, todo
acabó allí aquel maldito día –se tiró encima de Antonio–.
¿Qué me dices, valiente?
–Claro,
como tú no estuviste corriendo, solo, durante una hora, salteándolos
hasta dar con el dichoso taxi... Hablas sin conocimiento de causa... ¡Loco,
menos mal que di con el coche! Si no... me dejáis allí, creyéndome
fiambre... –este se apartó de él un poco enfadado.
–La
próxima semana creo que será mejor no quedar y permanecer en casa.
Yo llamo a mi cariñito y que pase la noche conmigo –comentó
Lucas.
–No...
–intervino Jaime–. Tenemos que reunirnos. Cada vez nos vemos
menos.
–Eso
es verdad –susurró Pedro, melancólico por la añoranza de los
viejos tiempos.
Durante
dos minutos, el silencio destruyó el ambiente. Lucas y Antonio se
habían echado novia, así que si estas tenían un plan mejor –o
los engatusaban con sus mimos–, algunos sábados de PA se iban
–malamente hablando– a tomar por culo. Así que tenían
que quedar en una cafetería un día cualquiera para no romper el
ritual de verse todos, al menos, una vez a la semana.
–Bueno,
vale... ¡mierda-cagaos! ¡aguafiestas! –acabó diciendo Manolo con
una sonrisa–. Hagamos una cosa mejor, ya que sois unos sosos. La
casa de la sierra de mis abuelos, y mía, está disponible, miedicas. Allí
estarán estos con mis tíos. Podíamos ir, aparcar los coches, coger
las mochilas e ir de senderismo. Luego, volver antes de que
anochezca, cenar con ellos y bajarnos antes de las doce –palmea la
espalda de Antonio.
–¿Una
barbacoa en el campo, tranquilos bajo la luz del sol? –sonrió este
agarrando al otro.
–Eso
también lo podemos añadir al senderismo –afirmó.
–¡Decidido!
–exclamó Pedro.
Todos
los chicos se pusieron en pie, unieron sus manos alrededor de la
mesa, como mosqueteros, y gritaron:
"¡¡A
LA MIERDA HALLOWEEN!!”.
Al
fin llegó el esperado día treinta y uno. Eran las 07:00 a.m. y
muchos de ellos se encontraban en pie, preparando sus mochilas y
algunos suministros para la travesía. Habían quedado en un McDonals para
ir en el coche de Pedro. Él se había comprado un todoterreno nuevo.
Era sencillito y antiguo, pero de primera mano y grande.
Una
vez allí, los jóvenes se miraron entusiasmados. Hasta Manolo
parecía feliz e ilusionado. Pusieron rumbo a la sierra y se perdieron entre las
colinas. Un giro, otro más... Antonio iba mareado y Pedro nervioso.
No quería que por nada del mundo le volviesen a ensuciar la
tapicería como en el Halloween de hacía dos años. Y menos en
su coche “nuevo” con olor a “nuevo”, con presencia de “nuevo”
y un sentimiento “nuevo” que le entusiasmaba. «¡Nada!»,
pensó y pisó el acelerador.
Cuando
al fin arribaron a su destino, pusieron sus pies sobre la arenilla
del caminito de la casa de los abuelos de Manolo. Respiraron confiados de que nada malo les podría ocurrir. Se dijeron que los
zombies eran rollos de ciudad. Lo del campo solo creían que quedaba
bien en los videoclips y películas de pueblos. Y por la noche.
Aparcaron
en la puerta de la casa y fueron hacia esta. Aporrearon con fuerza.
–¡Abuelaaaa!
–la llamó Manolo.
Todos
se miraron un poco asustados hasta que la escucharon decir: “Voy”.
Pasaron a saludar a los demás familiares, Pedro soltó las llaves del
coche y se fueron con las mochilas y la paellera enganchada. Lucas,
que era el encargado del gas, expuso que se lo olvidó. Por suerte,
se podían hacer fogatas. Así pues, cogieron carbón y pastillas. Ya
tomarían prestada la madera de la madre tierra.
Anduvieron
dos horas hasta detenerse cerca de un arroyo. Allí, tontearon un
poco mientras descansaban las piernas con una pelota de tennis que,
por un casual, Jaime llevaba en la mochila de haber jugado con un amigo el día anterior.
Continuaron
hasta parar en un lugar precioso. Un pequeño clarito donde
decidieron, a la una del medio día, ponerse a hacer el arroz. Como
era trabajo en equipo, cada uno sacó su preparativo: Jaime vino con
el sofrito hecho de casa, Manolo con una tortilla del Mercadona
calentada en el microondas para tapear –le miraron con mala cara
ya que le dijeron que se levantara a hacerla como los demás–,
Antonio trajo el arroz, los platos, cubiertos, servilletas y picoteo,
Lucas la sal y la carne medio hecha y Pedro unas tapitas de salmorejo
y su experta mano cocinera.
La
comida olía de lujo. Estaban dándole unos minutillos al arroz para
que reposase y no hirviese mientras hablaban. A su espalda, por un
estrecho caminito, aparecieron dos vehículos de tamaño normal.
Pusieron mala cara al ver que tendrían vecinos.
De
uno de ellos bajó un hombre que les impactó. No sabían su nombre,
pero lo conocían muy bien. Jamás en sus medio insensatas vidas lo olvidarían. Este, a los pocos segundos, se percató de la presencia de los jóvenes y alzó su
mirada hacia ellos.
–¡¡Pero!! –exclamó
como si hubiese visto al mismísimo diablo.
Enseguida
los chicos y el hombre mayor, alarmados, miraron a su alrededor. No
había nada. Suspiraron hasta que el susodicho, pálido como ellos, se les
acercó.
–Hola,
¡cuánto tiempo! –dijo el taxista–. ¿Qué hacéis aquí? Me ha
costado reconoceros sin los potingues que os pusisteis –admitió.
–Pasamos
de los rollos de Halloween. El último lo tuvimos el año pasado
–contestó Jaime.
–Igual
que yo, chico... –le puso la mano en el hombro a Antonio–. Vendí
el taxi y me jubilé.
–¿Has
venido con la familia? –curioseó Manolo.
–No,
precisamente es el padre de... –se atrancó unos segundos– de la
chica que os conté que devoraron delante de mí... No quería
encerrarse en casa y pensar en el día que es.
–¿Seguís
hablándoos? –se sorprendió Pedro.
–Digamos
que le mentí un poco. No podía decirle lo que ocurrió realmente.
Ya sabes, le dejé creer lo que informó la tv... Le expliqué que no
la encontré donde me dijo y que, por más vueltas que di, no vi
rastro de ella. Así que me pilló la bomba y soy superviviente, como
vosotros... Hoy me ha invitado con su familia a pasar el día. Se
siente culpable por haberme enviado de vuelta al polígono. Es un
buen hombre...
–¡Cabrones!
–se mosqueó Manolo–. No saben decir la verdad. Al menos, nos
callaron la boca con una buena suma de dinero...
–Con
eso yo todavía me pago el psicólogo –suspiró Antonio tras
decirlo.
–Oye...
–el taxista captó la atención después de un silencio incómodo–.
Huele de maravilla –señaló el arroz.
Después
de unas risas forzadas, el hombre volvió con los suyos y comenzaron
a hacer chuletas. Finalmente, se juntaron de muy buen rollo. Los
padres echaron alguna que otra lagrimilla al conocer de qué los
conocía el taxista. Según les dijo, se salvaron gracias a que se
metieron en su coche a tiempo, cerca de las afueras.
Mientras
Antonio intercambiaba con la mujer una chuleta por un poco de arroz
–ya que los muchachos habían hecho para un regimiento–, este escuchó algo raro detrás de unos arbustos. Dirigió su
visión hacia ellos. Como dejaron de moverse, no le dio ninguna
importancia al asunto. No obstante, la maniobra se volvió a repetir
cuando caminaba hacia la posición de los
demás muchachos.
–Tío...
–le dijo a Pedro, el más formal, serio y perspicaz del grupo–.
Quizás pienses que estoy loco, pero aquel matojo se mueve –se lo
señaló.
Justo
al echarle un vistazo, se paró.
–¿Lo
has visto?
–Ha
podido ser el viento o un animal.
–Si
lo fuese... –Antonio tragó un nudo para poder seguir hablando–,
sería un bicho enorme. Cierra los ojos y presta atención al sonido
–dijo mientras dejaba el arbusto a su espalda.
Pedro lo hizo
durante un rato. Tiempo en el que escuchó a la maleza removerse de una
forma brutal. Abrió los ojos justo para ver que se detenía al
mirar hacia allí.
–Joder,
tío... Lo he visto de gordo...
–¿Ves?
–Antonio empezó a agobiarse.
–No
creo que sean zombies. No te preocupes... –trató de serenarlo pese
a que él se decía que necesitaba una bombona de oxígeno para
seguir en pie.
Con
cautela y disimulo se encaminaron hacia los demás, los cuales
disfrutaban de una rica tarta de queso que les había dado la afable
mujer. Nada más contárselo, a Lucas se le cayó el plato y Jaime
engulló como los palomos. Manolo, el incrédulo, se burlaba de ellos.
Mientras los cuatro asustados debatían en si contárselo o no al taxista, se escuchó un
descomunal rugido gutural que silenció a los dos bandos. Todos,
sobresaltados, dirigieron su vista hacia los matojos. El hombre
desconocido, padre de la chica que fue devorada, se dirigió hacia
ellos. Antonio le gritó y rogó, desesperado, que no lo hiciera,
pero él, curioso y sin temeridad alguna, continuó. De repente, un
lobo enorme, marrón, con vetas muy oscuras en el lomo, lo tiró de
espaldas. Él hombre trató de forcejear en vano. En vano porque lo
único que hizo el lobo fue usarlo de catapulta para cruzar entre los
humanos. Luego, desapareció corriendo ante la atónita expectación
de los presentes. Parecía perseguir algo.
La
esposa del caballero lo recogió del suelo, llorando, impactada...
–¿Estás
bien? –preguntó una y otra vez.
–No
quería hacerme daño... –respondió sorprendido–. Me ha dicho
algo con su mirada...
–¡Vámonos
de aquí, por Dios! –exclamó Antonio.
–Sí...
–corearon al unísono Lucas y Jaime.
–Nosotros
también deberíamos... –añadió el taxista.
Nada
más terminar la frase, apareció un hombre en escena. Se estrelló
contra el suelo ante la vista de todos. Éste traía las ropas
raídas, sucias... Parecía sacado de un cementerio. Además, tenía
sangre. Su piel grisácea y venosa, para más inri, daba la impresión
de estar como los muchachos pensaban: “en el otro barrio”.
Dos de los chicos gritaron junto a la mujer.
–¿Se
encuentra bien? –le dijo uno de los otros acercándose con
valentía.
El
tipo no reaccionó. Simplemente se levantó y empezó a andar en dirección contraria.
Al ver que le faltaba un cacho de carne del muslo, Antonio gritó de manera desgarradora:
Al ver que le faltaba un cacho de carne del muslo, Antonio gritó de manera desgarradora:
–¡Un
zombie!
Uno
de los señores que acompañaban a la familia se
interpuso para preguntarle qué le había pasado, si el lobo le había atacado. Para su sorpresa, la
amabilidad fue rechazada. Este lo sacudió con tanta fuerza que lo
estrelló contra un árbol antes de echar a correr y desaparecer de sus vistas. Los chicos comenzaron a correr de un lado
para otro, sin saber qué hacer, hasta que volvió aquel enorme animal de
pelaje marrón a betas y erizado. La bestia les lanzó un rugido
siniestro. Les gruñía sin cesar en una especie de murmullo que
solamente el animal entendería.
Pedro
acabó agarrando las patas de la barbacoa que la familia trajo y la
sujetó cual arma, como antaño con la silla. Manolo, detrás de él,
tomó una de las chuletas que habían caído al suelo y se la lanzó
diciéndole: “perrito bueno, ¡vete de aquí!”. La bestia, por el contrario, les enseñó los dientes, enfadado, y aulló un poco.
–Creo
que deberíamos irnos... –expuso el taxista.
–Abrid
el coche lentamente y nos metemos como sea –susurró Pedro.
El
lobo escuchó algo y se esfumó. Corría tanto, que apenas lo vieron
alejarse. Enseguida se metieron en los vehículos. No se preocuparon
de recoger ni la basura, ni las sillas, ni nada. Estaban acobardados.
Los
chicos se amontonaron encima de las familias tal y como dijo Pedro.
Antonio y Manolo, que estaban más cercanos a los maleteros, se
refugiaron ahí. El segundo, por suerte, pudo asomar la cabeza
quitando la tabla. El primero se metió, como pudo, en el del otro vehículo junto a la nevera
vacía que ya habían guardado anteriormente. Por fortuna, pese a ser musculoso, era un
chaval con buena flexibilidad. De ahí que su agilidad y resistencia le salvaran la vez
anterior de ser devorado por los maltrechos zombies mientras corría o trepaba por una farola.
Lucas
y Jaime iban en el coche familiar más grande, sentados encima de las
personas, junto al taxista y Antonio(en el maletero). Pedro, en el otro, se sentó de
copiloto con la señora encima de las piernas. Por suerte, era una
mujer muy pequeña y cabían bien. Con rapidez y sin pensar,
arrancaron los motores. Los chavales les guiaron hasta la carretera
más cercana que daba a la casa de sus abuelos, a varios kilómetros.
–¿Os
llevamos hasta allí? –preguntó
el hombre–. De verdad, no nos importa.
–No os
preocupéis, el lobo estaba muy lejos e iba en dirección contraria.
No creo que se encuentre por esta zona. Es un poco más urbanística. El
resto ya lo hacemos andando. Gracias... –habló Manolo desde atrás.
Al bajarse los
cuatro chicos, suspiraron pensando que ya se hallaban en terreno
seguro. El lobo les había dado un buen susto. Se despidieron del
taxista con dos o tres palabras secas. Los coches arrancaron de nuevo y se
alejaron. Se voltearon en dirección a la cancela y contaron cuántos
iban.
–Tío... ¿Dónde
coño está Antonio? –a Manolo se le abrieron los ojos de par en
par.
–¡Mierda!
–exclamó Pedro con las manos en la cabeza.
Corrieron un poco
para ver si los veían, pero nada. Antonio iba en el maletero. Por
desgracia, ninguno tenía el número del taxista para advertirles.
Desanimados, anduvieron en dirección a la casa. Anochecía. El sol
caída con rapidez debido a la estación.
Al llegar, vieron
la cancela cerrada. Manolo les confesó, mientras abría con su
llave, que su familia ya se había bajado y que la cena
la iban a hacer ellos solos, que él había pretendido gastarles una
bromita que ya, con la pérdida de Antonio, no tenía gracia.
–¡No hables como
si estuviese muerto, joder! Cuando lleguen lo sacan –Lucas
parecía bastante enfadado.
–Escuchad, no nos
vamos a quedar. Entramos al servicio y esperamos unos minutos por si
se acuerdan de que está en el maletero y vuelven... Después, nos
piramos de aquí ¡a la de ya! –le entró un escalofrío por el
cuerpo a Pedro–. Como diría el pobre Antonio... Tengo un mal
presentimiento.
El primero en
entrar al cuarto de baño fue este, el cual se tumbó en el sofá al
salir y ver que Jaime necesitaba más tiempo debido al susto. Manolo
y Lucas se pusieron a jugar al Fifa mientras tanto. Cuando salió, le tocó el turno a otro.
Pedro, durante la espera,
empezó a adormilarse. Sin querer, acabó en el séptimo cielo. Al
despertarse, la oscuridad se tragaba la habitación. Todo en penumbra
menos la televisión.
–¿¡PERO!?
–rugió.
Manolo y Lucas
dejaron de jugar al mismo tiempo que él se levantaba y encendía la
luz. Al hacerlo, se encontró a Jaime durmiendo a la pata suelta en
el otro sofá.
–¿No nos íbamos?
–se alteró.
–Os quedasteis
durmiendo y decidimos esperar cinco minutos más para acabar
–respondió Lucas.
–Sí... Y luego
diez porque se alargó la cosa con empate... –sonrió Manolo.
–¿Pero habéis
mirado la hora? –Pedro enarcó las cejas al ver que eran las diez
de la noche–. Habéis estado ahí pegados dos horas como mínimo...
–Bueno... Ya nos
podríamos quedar a cenar... –el anfitrión se mostró natural–.
He visto en el frigorífico que mi abuela nos ha dejado unas cuantas
cosas y sería una pena tirarlo.
–Por mí vale,
pero debemos estar en la ciudad antes de las 00:00... ¿eh?
–especificó Lucas rompiendo el efímero silencio creado–. Voy a
avisar a mi novia –sacó el móvil.
En ese momento,
enfurruñado, añadió que no tenía cobertura. Pedro se sentía
culpable por volver a dejar que, en un día tan señalado,
Antonio sufriese el hecho de tener que ir, solo, en el maletero de un
coche hasta la urbe. Por suerte, pensó que si les pasaba algo malo a
ellos, él estaría sano y a salvo en la ciudad. Viviría para
contarlo.
Comenzaron a cenar.
La abuela de Manolo les había dejado todo un festín. Tortilla de
patatas de la buena, dos pollos asados para calentar junto a una
bandeja enorme de patatas y jamoncito que había traído el tío de
Manolo desde Salamanca.
–Hostia, tío...
Este jamón se sale... ¿De dónde lo has sacado? –preguntó Jaime.
–Lo ha traído mi
tío de Maestros Jamoneros –respondió orgulloso–.
Y el aceitito que le acompaña es Lajar, de Talavera de
la Reina. Es que mi tío es amigo y se lo han regalado por su enorme
amistad y su cumpleaños, claro... Está de vicio...
Pedro, que no era
muy reacio a echarle pringue al jamón, lo probó. Estaba tan
exquisito, que comenzó a devorar con ansia, olvidándose de todo y
disfrutando de la velada. Mojaban el pan en el aceite Lajar
y se hacían bocadillos con el jamón. Les sobró casi un pollo
entero con tanto ímpetu puesto sobre lo demás.
De repente, a las
once y media, el más sensato y serio miró el reloj y se alteró.
Empezaron a recoger con rapidez. Ninguno quería estar a las 00:00
fuera de la casa y del coche.
Un ruido en la
puerta les sorprendió. Tragaron saliva mirando la hora. Eran las
doce menos veinte. Manolo echó una ojeada por la mirilla y vio al
taxista herido de un brazo. Sangraba bastante. Le abrió raudo. Una
vez más, temblaba, asustado. No podía articular palabra alguna. Los
muchachos no dejaban de preguntarle qué le había ocurrido y dónde
estaba Antonio.
Cuando al fin pudo reaccionar, los mandó callar y apagar las luces. Lo hicieron
sin rechistar mientras Manolo echaba todos los cerrojos de la
puerta de hierro de la parte de atrás. Al volver, comentó que hoy
iba a ser noche de luna llena.
–Nos han
atacado... –musitó el hombre al fin.
–¿Quiénes?
–preguntó Pedro.
–No lo sé... era
el tipo de antes con ocho o nueve más... –tembló–. ¡Joder!
¡Joder! –exclamó–. ¡Me ha ocurrido otra vez! ¡Soy un
desgraciado! ¡Los han matado a todos! ¡Lo he visto con mis propios
ojos!
El taxista, como
pudo, trató de contar la historia. Explicó que a unos veinte
minutos de aquí, escuchó un ruido en el maletero. Mandó parar y lo
volvieron a oír. Se detuvieron los dos vehículos y él se acordó
que no habían bajado al quinto muchacho. Enseguida salieron para ver cómo se encontraba. Los otros le
imitaron enseguida. Sin embargo, aparecieron hombres y mujeres muy raros que
parecían estar sufriendo ataques epilépticos. Andaban hacia ellos.
Aterrados,
dijo que se metieron dentro otra vez y arrancaron. Aceleraron entre
las curvas porque estos corrían mucho. Así que, claro, al ir por
terreno peligroso, debían ir frenando. Su coche derrapó, cayendo
cuneta abajo. De los que iban con él, todos sobrevivieron. De hecho,
fue el único herido al reventar el cristal de la ventanilla y
cortarle el brazo. Subieron arriba para coger el botiquín e informar a los otros que se encontraban bien mientras el hombre, herido, intentaba abrirle
a Antonio. Cuando alzó su vista al comprobar que se habría con la
llave de dentro, vio cómo los locos que el creyó zombies
desmembraban y se comían a sus amigos. Eso le produjo un vómito.
Mandó callar a Antonio, explicándole lo que había visto. Procuraba
sacarlo sin tener que ir por las llaves. De repente, lo sorprendieron. Por fortuna, un lobo se puso a pelear con el extraño
humanoide. Eso provocó que su huida fuera fructífera. Huyó durante todo el tiempo hasta
la casa donde se encontraban los chicos, no sin antes haber ido a
otras, pero no había nadie en ellas.
–¡Joder! –gritó
Manolo.
–¡Son las doce
menos un minuto! –exclamó Pedro, el cual se asomó por una rendija
de una de las ventanas.
Frente a él,
contempló al mismo individuo de antes. Éste escrutaba la casa.
Aunque su apariencia sepulcral pareciera de no-muerto, su forma de
actuar no parecía la de un zombie. Si no fuese por la oscuridad del
interior, por la cortina y la reja gorda, aseguraría que el tipo lo
estaba observando.
Al ver que comenzó
a convulsionar mientras el reloj exclamaba con agónicos quejidos que
eran las 00:00, tragó saliva.
Les hizo a todos
asomarse por las tres ventanas que daban a este lado y vieron lo que
nunca creerían que verían –aunque después del ataque
zombie... ya nada les parecía imposible–. Ese tipo se estaba
transformando en un hombre-lobo de pelo grisáceo. Después de
desgarrarse las ropas, le siguió la piel. La expulsó a tiras de su
cuerpo, como si su aumento de grosor se lo exigiera a una tela de
papel. Aulló cuando finalizó y se marchó a dos patas. No sin
antes haberle dedicado una última mirada a la ventana de Pedro. Parecía un aviso.
Los
jóvenes, con parsimonia y serenidad aparente, bajaron todas las
persianas hasta el final. Por suerte, Manolo informó que todas las ventanas tenían unas gruesas rejas de hierro instaladas
recientemente debido al último robo que tuvieron. Justo al decirlo,
recordó que la del baño de arriba no las tenía. Lo único que esta
poseía era una persiana y una mosquitera. Como flechas, subieron.
Para su satisfacción personal, se encontraba bajada del todo. Cogieron y la
atoraron con la madera de la puerta del cuarto de sus abuelos. A la
vez que atrancaron ese baño con un mueble de hierro que había en la
habitación de su tío, el cual había sido militar y lo tenía todo
muy guerrillero. Dejaron esa entrada, o salida, inaccesible –antes
cedería la pared que la barricada–,
así que se fueron a asegurar toda la casa.
Manolo daba gracias
al cielo, y a los ladrones, por haber puesto todo de metal. Era casi
hasta antibombas. Estaba incluso más seguro de las puertas y
ventanas que de la propia pared. Y eso que mucha de ella era de
piedra.
–¿Qué hacemos?
–se atrevió a preguntar Jaime.
–No sé, tíos...
–Manolo estaba muy intranquilo.
–Somos los peores
amigos del mundo... –Lucas se llevaba las manos a la cabeza
continuamente. Creo que mi trauma se agrava...
–Debemos ir por
él... –dijo Pedro.
–¿Estás loco?
El animal está ahí fuera –terminó la frase con un alarido, ya
que el reloj sonó estrepitosamente una vez más, denotando así que
eran las doce y media de la noche.
–Salir de aquí
no es buena idea... –susurró el taxista.
Un aullido le hizo
mirar a Pedro por la mirilla. Había un hombre-lobo, de pelaje negro,
peleándose contra el lobo de antes. En esos momentos se percató de
que habían sido unos estúpidos. Apagan todas las luces de dentro
–alumbrándose así con los móviles y una pequeña luz de
lámpara de mesita de noche–, y van y se dejan la del porche
encendida.
Discrepaban en si
apagarla o no, ya que si lo hacían, iba a ser obvio que se
encontraba alguien en casa. Manolo expuso que sus abuelos se la
solían dejar de vez en cuando, así que mejor no tocarla. Luego, el
taxista intervino, exponiendo que la luz era lo de menos... Había un
todoterreno en la puerta de la casa. Pedro volvió a observar a
través de la mirilla para ver a qué distancia se encontraba el
vehículo.
–¡Joder!
–exclamó.
–¿Qué ocurre?
–le preguntó Lucas.
–El lobo es más
peligroso que los hombres-lobo. ¡Se lo acaba de cargar! –se puso
nervioso.
Manolo y Jaime, los
más curiosos, levantaron una pequeña rendija de la persiana para
ver por ella. Llegaron justo para contemplar cómo arrastraba el
cuerpo del monstruo hacia los matorrales. En el camino, este ser,
mitad hombre, mitad lobo, iba empequeñeciendo hasta adquirir la silueta de una muchacha bastante jovencita. Lo último que vieron, antes de
desaparecer tras los arbustos, fue la cara de esta llena de sangre y
con las mordeduras del lobo.
Siguieron con la
mirada perdida en aquel lugar, “acojonados” como ellos mismos se
repetían, una y otra vez, mentalmente. De ahí salió un chico de su
edad, de pelo moreno. Venía poniéndose una chaqueta y sin zapatos.
Corría hacia la casa, vivaracho, chupándose una mano. Al estar en
el porche, vieron que por unos lados su pelo era un poco más oscuro
que por otros. Llamó a la puerta, sonriendo, pero nadie contestó.
El joven alzó un poco la voz. Informó que sabía que los cuatro
estaban allí con el señor accidentado. Decía que le tapasen la
herida cuanto antes porque olía su sangre a un kilómetro.
Ipso facto, Lucas fue a curarle el brazo y a ponerle algo en el cuarto de
baño de abajo. Manolo quiso decirle cuatro cosas en plan arrogante,
pero se calló al ver que, de entre los árboles del fondo, aparecía
otro hombre-lobo de pelaje marrón oscuro.
–Tío, ábrele
que él es como nosotros –Jaime se puso nervioso al ver al bicho
mirar al chico.
Pedro quitó el
primer pestillo, pero el joven habló.
–Espero... –decía
mientras se desprendía de la chaqueta y la tiraba a un lado– que
tengáis unos pantalones para dejarme...
Justo al terminar
de decirlo, salió corriendo hacia la bestia. Dio un salto enorme y
se transformó en aquel lobo grande de pelaje marrón a betas. Luchó
con ventaja hasta que apareció otro más. Ahí la cosa ya se le
torció bastante. Empezó a echar sangre de su hocico y le mordieron
una pata trasera.
–¡Mierda!
–exclamó Pedro al ver que le estaban dando una paliza.
–¡Debemos
ayudarle! –vociferó Jaime.
–Un momento
–Manolo corrió hacia arriba, cruzándose con el taxista y Lucas
por el camino.
En un par de
minutos, apareció con un rifle, una escopeta y una pistola.
Asombrados, le preguntaron de dónde narices había sacado tal
arsenal. Expuso que de la habitación de su tío, el cual, obviamente
tenía permiso de armas. Mientras las soltaba, explicó que le dio
por intentar ser cazador. También contó que lo dejó por falta
de entusiasmo.
–No entiendo de
estas cosas, así que ni idea de cuál pertenece a cuál –sacó un
montón de balas.
–Da igual,
mételas donde sea y dispara. ¡Lo van a matar! –exclamó Jaime
desde la ventana ya más abierta.
–¡Dejadme a mí!
Yo he cazado conejos en mis tiempos mozos y entiendo de esto –intervino el taxista.
Las cargó todas y
se dedicó a separar la munición. Mientras tanto, Pedro agarró el
rifle y abrió la puerta de golpe, seguido de Manolo con la pistola.
Entre los dos, desde la distancia, se dedicaron a coser a balazos a
uno de los dos monstruos, teniendo, por suerte, la puntería
necesaria para pegarle un tiro en la cabeza y matarlo. Del otro ser,
se libró el lobo.
Los dos chicos
retrocedieron hasta chocar con la puerta, encañonándolo, al ver que
el de cuatro patas se acercaba a ellos, cojeando. Asombrados, vieron
su lenta transformación en humano. Iba gateando y desnudo.
–¡No te muevas!
–le amenazó Manolo.
–¡Idiota! ¿Por
qué te crees que aún estáis vivos? –masculló.
Un aullido rompió
el silencio de fondo. Pedro, diciendo: “que sea lo que Dios
quiera”; lo agarró del suelo y lo metió dentro ante la
insólita mirada de su amigo.
–¡La chaqueta!
–exclamó el muchacho.
Manolo la metió
dentro y volvieron a cerrarlo todo. Él les ordenó ir arriba y
quemar las gasas y las ropas con sangre. Las olía. El anfitrión les dio ropa limpia al taxista y al chico, el cual, sacó las llaves del
coche que volcó de la chupa.
–Vuestro amigo
sigue ahí. Mientras continúe callado como le he ordenado, y
tengamos esto, estará a salvo. Ellos no pueden olerlo –sentencia.
–¿Pero qué
diablos está pasando? ¿Qué eres? ¿Qué son? –Manolo se alteró,
agarrándolo de la chaqueta y levantándolo del suelo.
–Me llamo Joaquín
y soy un hombre-lobo. De los de toda la vida... Me transformo cuando
quiero, no con la luna llena como dicen los cuentos o les pasa a esos de ahí afuera. Ellos son el producto de un mal mordisco que dí a un lobo en
una pelea por defenderme. Este se convirtió en un lobo-hombre. Es
decir, lobo con aspecto de hombre. Eso sí, tanto mi mordedura
como la suya, a ciertas personas las transforma. Si lo hago yo, bien,
y si lo hace él... les hace actuar a su voluntad. Es decir, son,
como os he oído hablar antes, una especie de zombies teledirigidos
con una fuerza brutal y unas mandíbulas voraces. Cuando vuelven a
ser humanos, su cerebro está frito, así que actúan a voluntad del
jefe. Y he de informaros de una cosa. Va detrás de uno de vosotros
cuya sangre podría mutar. Como veréis, está haciendo una manada
con humanos en la que es el macho dominante.
–¡Joder!
–exclamó Lucas.
–¿Quién de
nosotros es? –preguntó Jaime.
–¡No! –exclamó
Manolo–. Es mejor no saberlo...
–Sí... –Pedro
zanjo–. Así, si le muerde, sabemos si corremos peligro y a quién
tenemos que mantener más alejado.
Todos afirmaron y
Joaquín acabó hablando:
–Tú –señaló
a Pedro.
Los demás, a parte
de aliviarse, sintieron una gran pena por él. El hombre-lobo explicó
que ha acabado ya con casi todos, pero que siguen quedando dos. El
verdadero lobo y otro bastante fuerte.
–¿El real no
será el tipo que nos atacó en el llano? –preguntó el pobre y
desdichado elegido, recordando que ese le había estado observando
desde la distancia, en la ventana.
Joaquín afirmó y
Pedro supo lo difícil que lo iban a tener. Por suerte, su nuevo
protector había sanado ya al cien por cien. Como le rugió la tripa,
le ofrecieron comer para reponer fuerzas mientras trazaban un plan
para ir a rescatar a Antonio. Cuando le acercaron el jamón, arrugó
la nariz. Alegó que el cerdo no les gustaba en
absoluto, y menos así, pese a que los hombres-lobo de verdad podían
comer y subsistir con comida de humanos. En esos instantes, tuvieron
una brillante idea de despiste, o posible sorpresa. Sacaron todo el
arsenal jamónico de Mestros Jamoneros y cubrieron
bastante a Pedro por encima de la ropa. A continuación, lo embadurnaron de
aceite Lajar hasta las manos, lugar donde se puso unos
guantes de lana para poder seguir usando el rifle. Ya había
demostrado sus dotes de puntería y nadie quiso impedir que él lo
llevase.
Lucas y Jaime,
decidieron echarse un poco de aceite por el pelo, la cara, el cuello
y los hombros. Antes de salir, agarraron el palo de la fregona y una
vara de hierro bastante pesada que rondaba por la habitación del tío
de Manolo. El taxista, ya en la puerta, preparado para abrir, miró a
los chicos y no pudo evitar reírse.
–¿Qué pasa? –se
mosqueó Lucas.
–Si os comen, ya
sean zombies, hombres-lobo, o extraterrestres, podréis decir que os
habéis puesto en bandeja de tostadas. Vais de comida... Ja, ja....
–se llevó al estómago la mano mientras trataba de contener la
risa–. Sea el año que sea, siempre os disfrazáis de algo...
–Muy gracioso...
–sonrió Manolo.
–Si nos comen, al
menos, que les sepamos mal... –se rió Jaime con algo de ironía.
Abrieron la puerta
y Joaquín salió el primero para comprobar la zona. Iba con la
chaqueta puesta, el pecho al aire y un pantalón de pijama azul
oscuro. Se metió en el coche y, conduciéndolo, lo acercó más.
Salió y les dio vía libre. Todos se montaron menos él, que
dijo de ir arriba, sentado para poder ver mejor y no tener que soportar el hedor. Justo cuando salían
de la parcela, a Manolo se le ocurrió frenar el vehículo.
–¿Qué haces?
–preguntó Pedro, desde el asiento de atrás, agazapado y escondido
mientras abría el último envase de jamón. El coche cada vez olía
más y más a comida.
–Tío, he de
cerrar...
–¿Cómo que vas
a cerrar? –Jaime le golpeó en el hombro desde atrás.
Empezaron
a discrepar. A los demás no les importaba que la casa se quedase
abierta. Es más, le preguntaban quién diantres iba a ir a robar
habiendo monstruos por los alrededores. Finalmente, Joaquín tocó la
ventanilla y le pidió las llaves de la cancela a Manolo. Vio que era
más rápido cerrarla que seguir viendo cómo discutían. Mientras Manolo
volvía a subir el cristal, el muchacho iba hacia allí sacudiendo la
cabeza debido al terrible olor que, para él, salió del coche al bajar la ventanilla. Todos lo miraban absortos hasta que apareció un monstruo de pelaje gris delante de ellos. Fueron a avisar al joven, pero se lo llevó el otro
bicho en una especie de placaje brutal.
El conductor
aceleró y lo atropelló.
–¡Mi coche!
–gritó Pedro a la vez que la bestia rodaba por encima.
–¡Tú sigue ahí
escondido, idiota! –le gruñó el taxista sacando más visiblemente
la escopeta.
La bestia logró engancharse a la rueda de atrás del todoterreno, arrancándola
de cuajo. Rompió el cristal, entre rugidos. Cuando el olor a jamón
y a aceite pareció sorprenderle, la escopeta del taxista le encañonó
la cara. Saltó hacia atrás justo para no recibir un balazo en las
fauces, rodando por el suelo mientras se alejaban. Por suerte,
pudieron huir y dejarlo atrás.
–¡Ya veo el
coche! –bramó Lucas en el asiento del copiloto.
–Lo siento por tu
todoterrerno, Pedro, pero no tengo cojones suficientes para bajar ahí
sin él –pisó el acelerador.
El coche voló por
los aires, cayendo en terreno salvaje y natural. Comenzó a botar
gracias a los amortiguadores, haciendo así que no se despeñase como
el anterior que se hallaba al revés. Por desgracia, en el último
volantazo, se le descontroló a Manolo y acabaron impactando contra
el costado del otro. Salieron todos menos el conductor, el cual, se
quedó encargado de vigilar la retaguardia y mantener el coche a
punto para una posible huida.
–¡Mierda, las
llaves! –Jaime se golpeó la frente.
–¿Chicos? –se
escuchó a Antonio al otro lado de la chapa.
–Estamos aquí,
muchacho... ¡No te preocupes! ¡Te sacaremos de ahí! –el taxista
sonaba amable.
–Has venido por
mí... Y los has traído –sollozó desde dentro.
–Tío, como el
año pasado... Nos salvaremos los seis –Manolo, bajándose del
coche, se acercó e intentó abrir el maletero con las llaves de casa.
–¡Me cago en...!¡Las tiene Joaquín! –Jaime apuntó al infinito con la pistola que su amigo había
soltado en el suelo.
De repente,
apareció el monstruo delante de ellos y comenzaron los gritos de
auxilio y terror. Pedro le disparó varias veces, pero lo esquivó,
ocultándose entre la oscuridad de la noche.
–No veo más allá
de lo que alumbra el coche... –informó.
–Yo tampoco –el
taxista parecía un experto tirador por su forma de coger la
escopeta. Además, como de vez en cuando disparaba y acto seguido se escuchaba movimiento, parecía tener mejor vista nocturna que ellos.
–¿Escuchas esto?
–preguntó Manolo a Antonio.
–¡Sí!
–¡Pues pégate
ahí todo lo que puedas porque voy a pegar un tiro a la cerradura en
dirección contraria! ¿Vale?
–¡¡No!!
–¿¡Ya!?
–¡Me vas a
matar!
–¿¡Ya!? –acabó
cuestionando Pedro al ver aparecer al maldito lobo-hombre en escena.
–¡Joder! ¡Dispara y que
Dios me pille confesado! –exclamó.
Justo al hacerlo,
el chico gritó estrepitosamente. Lograron abrir el maletero. Lo
sacaron con rapidez, sudando y pálido junto a un plato lleno de jamón y queso. El monstruo avanzaba al ver
que Pedro se había quedado sin munición y el viejo buscaba las
balas por el suelo. Antonio, ignorante-visual de todo hasta ese
momento, al contemplar la escena que se hallaba a escasos metros de
él, maldijo a sus amigos por abrir el coche en un momento tan
inoportuno.
Al ver que la
bestia iba a atacar a Pedro, Jaime agarró el palo de la fregona que había cogido y lo
golpeó con ganas. Para su infortunio, se partió en su espalda. En
cambio, Lucas repitió la misma operación con la barra de hierro. Eso sí le hizo
daño. No obstante, el lobo-hombre se los apartó de dos manotazos,
como si se tratasen de simples moscas. Finalmente, consiguió agarrar
a su víctima. El joven forcejeó e incluso sacó una loncha de jamón
del bolsillo. Se la metió en la boca, pero obviamente eso no sirvió
de nada. Por el contrario, logró pegarle un leve bocado y arrancarle
el guante de la mano derecha. Justo en ese instante, apareció
Joaquín por detrás con aspecto humano. Lo agarró con una fuerza
brutal y se lo sacó de encima al chico.
Pedro comenzó a
convulsionar ante la mirada del taxista, el cual lo sujetó con
tenacidad antes de caer desplomado al suelo.
–¡Rápido!
¡Matadlo antes de que Pedro se transforme! –gritó Joaquín a los
muchachos.
Los cuatro amigos,
afectados y en tensión, se miraron con lágrimas en los ojos. Una
ira interna les abordó, dirigiendo sus ojos hacia las terribles
fauces de la noche. Sin contemplación, ni remordimientos, agarraron
entre los cuatro la gran vara de hierro. Corrieron hacia estos y
atravesaron al enemigo al mismo tiempo que Joaquín se retiraba.
El coraje de los
cuatro hizo retroceder a la fiera hasta un tronco, lugar donde lo
dejaron incrustado. Mientras recobraba su presencia humana, lánguida
y extraña, Joaquín trató de dispararle con la pistola entre ceja y
ceja, pero no tenía balas.
En ese momento, el
lobo-hombre se dedicó a sonreírles al mismo tiempo que intentaba
salir del hierro. Aulló de dolor mientras se desplazaba por él
hasta que un tiro le atravesó la cabeza, salpicándoles a todos con
su sangre. Sorprendidos, se giraron hacia atrás y vieron al taxista,
ya más cerca, con la escopeta.
Los amigos no se
atrevieron a caminar hacia el rígido y sereno cuerpo de Pedro. Joaquín, que sí lo había hecho, les sonrió con sinceridad. Expuso que
saldría vivo de esta aventura.
Sus amigos,
aterrados, le preguntaron si se convertiría y él les expuso que no,
que al matar al que lo debía dominar antes de que le friera el
cerebro, ya no le surtiría ningún efecto a no ser que él le
mordiese...
Los amigos
finalizaron el momento abrazándose junto al taxista. No se podían
creer que todo les ocurriese a ellos.
Consiguieron
reanimar a Pedro al cabo de una hora. Le contaron lo sucedido desde
su desvanecimiento y que estaba bien. Aturdido, se escrutó la mordedura
de la mano detenidamente. La sangre había dejado de brotar y parecía
sellar rápido y sola, sin necesidad de puntos o curas. Suspiró aliviado mientras el cuerpo del lobo retornaba a su completo y animal ser.
A continuación,
observaron al muchacho. Buscaron respuestas a sus millones de
preguntas, pero solamente les comunicó que ya no tenían nada que temer. Él se iría a otro país, a las montañas, fuera de contacto
humano y animal, para así no volver a poner en peligro a nadie, ya
que no siempre que mordía, ocurría lo acontecido. Expuso que se
encargaría de la casa del abuelo de Manolo para que pareciera una
víctima más –como
la familia que murió–
de una guerra sanguinaria entre bandas con creencias vampíricas. Así
los indemnizarían por los estropicios del baño. El hombre mayor, al
recordar a sus amigos, lloró desconsoladamente. Maldecía su suerte.
Se despidieron del
joven hombre-lobo y se montaron en el magullado todoterreno de Pedro.
Tras preguntarle al taxista su nombre y responder que se llamaba
Tomás, arrancaron el motor.
De nuevo, mientras
observaban los primeros rayos de sol, pusieron, una vez más, otro
año más, rumbo a la ciudad sanos y a salvo.
FELIZ HALLOWEEN....
________________________
Por María del Pino.