Nadie
sabe mi secreto, pero desde pequeña, todos los días, cuando miro un
espejo, o un reflejo, veo a una niña muy bonita y dulce. Sus
tirabuzones color trigo caen por sus hombros y su sonrisa, alegre y
viva, siempre provocaba que me sintiera joven y bonita incluso
después de casarme y tener dos hijos. Antaño, contemplarla me hacía sentir que seguía siendo hermosa como ella.
Sin
embargo, ahora, verla me da mucho miedo. Su tez blanca y suave ha ido
cambiando y que esté ahí, frente al cristal, hace que mis lágrimas
afloren con amargura al recordar un pasado feliz. La niña del espejo
siempre me ha mirado a los ojos, y si yo observo sus brazos, ella
también. Al hacerlo, el dolor marca y acentúa las líneas de su
carita de amapola, cada vez más lívida. Y todo esto ocurre porque
mi vida ha dado un cambio radical desde la muerte de Daniel, mi hijo
mayor.
Conforme
va transcurriendo el tiempo, la pequeña entristece y envejece dentro
de su cuerpo infantil. Lo aprecio, pues a cada golpe que me da, a
cada grito que me lanza, una arruga sale en su hermoso rostro, en el
mío. Todo empezó con un morado en su mejilla, una cicatriz en mi
frente. No hay más dolor que verla entristecer conmigo.
Mi
hermana Susana me anima y consuela, pero las malas lenguas me
recriminan. Señalan que la culpa fue mía, que debí haber muerto yo
y no Daniel (¡qué más hubiese querido esta pobre y desgraciada
mujer!). Sin embargo, el coche nos embistió a los dos y Dios no
quiso dejar sin su mami al pequeño Cristobal. Desde ese día, la
niña dejó de sonreírme. Luego, con el paso de los días, vinieron
las vejaciones por parte de mi suegra cuando mi marido comenzó a
llegar borracho. Según ella, había traído la desgracia a la
familia. Por eso, si mi esposo me golpeaba e insultaba, me lo
merecía.
Lo
empecé a pagar todo con mi sangre. El que antes me había besado,
ahora soltaba su rabieta contra mi cuerpo. Todo porque esa mujer a la
que nunca gusté le calentaba la cabeza advirtiéndole de que yo era
la única culpable de la muerte de mi primogénito. Le repetía
diariamente que una madre, ¡una buena madre!, siempre daría la vida
por sus hijos, que yo no supe proteger al mío, al favorito de sus
dos únicos nietos.
Esta
mañana, la niña del espejo me está mirando con seriedad, con un
mal presagio. Lo sé. Tiene un labio hinchado y la ceja partida.
Trato de maquillar su rostro, enmascarando las duras batallas que ha
padecido el mío, pero sigo sin lograr que sonría como antes. Me
visto y salgo, he de llevar al pequeño Cristobal al colegio. Hoy va
a hacer su primera excursión a espaldas de su padre, pues este nunca
le ha dejado.
Al
entrar en su cuarto, no lo veo. Me asusto, llamándolo a voces.
-¿Mamá?
-me llama desde su habitación.
-¿Dónde
estás, cariño? -angustiada, siento una fuerte opresión en el
pecho.
-¿Papá
se ha ido ya? -cuestiona cuando lo encuentro debajo de su cama.
Al
salir, nos abrazamos y lloramos juntos un rato. Luego, lo visto y
llevo a la escuela con su mochilita naranja. Una mochilita con un
bombero dibujado por su querido hermano. Por el camino me pregunta si
cuando su padre llegue a casa me pedirá perdón otra vez. Quiere
saber por qué nunca cumple su promesa de no golpearme más. Le
respondo que en esta ocasión sí lo hará. Ya se acabaron los golpes
para mí.
Ya
en la puerta del colegio, se aferra a mí. Sé que no me ha creído.
Al separarse, comenta con una sonrisa en los labios que pronto será
mayor y se convertirá en bombero, como quería ser Daniel, para
poder protegerme de papá.
Al
volver a mi casa, camino hacia el cuarto de baño. Me desmaquillo
ante la mirada triste de la niña del espejo. A continuación, agarro
el cesto de costura para arreglar la ropa que él me rompió antes de
que venga y me acuse de vaga. He de limpiar el destrozo de la
habitación antes de que pueda molestarse más.
De
pronto, suena el teléfono y me corto con las tijeras. Los nervios
pueden conmigo. La frecuencia de sus puños ha ido en aumento. Lo
cojo temblando. No deseo que sea él. Trago saliva al escuchar a la
maestra de Cristobal. Expone que mi hijo ha sufrido un accidente
antes de montarse en el autocar. Me preguntan si llaman al padre.
Rápidamente respondo que no, que ya me encargaré de ello. Anoto la
dirección del hospital y llego en taxi, acelerada, alterada. Siento
que si mi niño no sale de esta, ya no tengo motivos para vivir.
Allí,
una profesora, afligida y llorando, me informa que intentó subir a
un árbol para salvar un gatito y que se cayó de espaldas. Ahora, mi
razón de existir está en coma. Pese a que los médicos me han dado
buenas esperanzas y alegan que posiblemente no le queden daños
cerebrales, ni físicos, no saben cuándo despertará. Hoy, mañana,
pasado...
Me
desplomo en el suelo. Tengo miedo por mi hijo. Tengo miedo de lo que
me pase si ese mal hombre se entera. El doctor, ante mi malestar, se
ofrece a llamar al padre para tranquilizarlo, pero enseguida trato de
recomponerme en apariencia para exponer que viene de camino, que
tardará porque está fuera de Córdoba. Mis palabras, tropezando las
unas con las otras, informan lo primero que a mi cerebro se le ha
ocurrido.
Parecen
creerme, por lo que trato de mantener la calma. Paso allí todo lo
que queda de mañana junto a Susana. A medio día, ya he decidido
nuestros destinos. Le escribo una nota a Cristobal y me voy con ella
a casa. Le he pedido previamente a mi hermana que se quede con mi
pequeño hasta que yo vuelva. Tengo que llegar a ese infierno llamado
hogar antes de que él regrese y no nos encuentre allí, sentados y
con la cabeza gacha.
En
el portal, le entrego la nota a mi vecina de enfrente para que se la
dé a mi hermana cuando la vea. Le informo que ella sabrá qué
hacer. Después, antes de que cierre la puerta, le pido que llame a
la policía en una hora. Sólo me ha hecho falta decirlo. La pobre
mujer pensará que al fin voy a denunciar a ese mal bicho.
Camino
hacia mi casa y espero. He citado a mi suegra para procurar que ella
no malogre a mi hijo en un futuro y haga de él un tipo tan
despreciable como el que lo engendró en mí. Después, sé que él
vendrá a comer y que, cuando se entere, o no lo vea, me dará la
paliza de mi vida, -si es que no me mata-. Por eso, antes de que
acabe conmigo, lo haré yo... Lo haré yo...
Llaman
a la puerta y agarro las tijeras con mucho miedo. Ando hacia ella
pensando cuál de los dos llegará primero. Aquí está mi suegra...
Por una vez: "bienvenida".
Ahora
que todo ha pasado, que él no volverá a pegarme nunca más y que
los barrotes de una cárcel se interponen entre la libertad para unos
y la esclavitud para otros, me siento libre y sin miedo a nada. Ya
nadie me golpea. Después de unos años, agacho mi mirada de nuevo,
pero no por temor, sino para contemplar el charco que ha formado la
lluvia en el suelo de barro. Entonces, recuerdo, mirando a la niña
que una vez más se proyecta en el reflejo, lo que le escribí a
Cristobal aquel día:
Querido
hijo, ni papá, ni la abuela, volverán a hacernos daño. Nunca más,
cariño. Cuando salga del lugar en el que me van a encerrar para
castigarme, espero que estés despierto y podamos rehacer, juntos,
nuestras vidas.
Te
quiero.
Así
fue, así ocurrió. La niña del espejo volvió a ser libre y
aprendió sonreír de nuevo junto a un hombre que la quería, la
respetaba y la llamaba mamá.
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Por María del Pino.