El ladrón de almas

El ladrón de almas

domingo, 17 de marzo de 2013

Historias de la vida I: "El amor no entiende de edades", de María del Pino.




Aquí dejaré las primeras 40 páginas para posibles interesados. Espero que os gusten y entretengan:

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@María del Pino.
Nº págs: 100
Editorial: JM Ediciones
ISBN: 978-84-616-2150-7   
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Puedes comprarlo por 0.99 € en: http://www.amazon.es/dp/B00HVD0V1M


Nota de la autora:


Perdonad este breve inciso, pero me placería comentaros una de las cosas que me llevó a escribir esto. Pienso que el amor forma parte de nuestras vidas en gran medida y que los retos, obstáculos y pruebas que se interponen para llegar a ellos, a veces, son aventuras dignas de contar. Otras, historias sencillas y entrañables que no por ello deben ser desprestigiadas. Y eso sin mentar las que no acaban bien, o resultan imposibles, que también tienen su toque dramático y hermoso. Por norma general, me balanceo entre luchas de guerreros y tragedias, así que decidí escribir lo que tenéis en vuestras manos, que más que una historia con batallitas de honores y sangre de por medio, es la vida de un jovencito, el cual, se enamora de una muchacha mayor que él y… esa única trifulca interior, ese “imposible” es lo que narro, olvidándome también de los romanticismos de los “te amo”, “no puedo vivir sin ti”, “moriré si no es con ella”… He intentado llegar al sentimiento de lo que en realidad nos podría ocurrir, en la vida común, a cualquiera de nosotros.
Por eso, espero que a los románticos soñadores (como yo) no os decepcione, y a los “no románticos” os entretenga. Esta es la historia de Adrián, un chico que pensaba que los sueños no son nada más que meros símbolos de necesidad. ¿Aprenderá que uno puede luchar por alcanzarlos?



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          Está lloviendo a mares en plena capital madrileña. Acabo de llegar no hace más de media hora. Vine sin pensármelo dos veces. Hasta mi madre me sacó el billete y me acompañó a la estación tras ver que lo perdía todo. Sólo sé que terminé de escribirlo y salí corriendo con ella detrás, agarrando un bocadillo entre sus manos. No había, ni hay, tiempo que perder. Se comenta por ahí que es oro. Ni siquiera he traído ropa para cambiarme, o maleta. Únicamente llevo lo puesto, mi cuaderno, cien euros en el bolsillo para pasar aquí una noche, o dos, y cincuenta más en la cartera para transporte y comida.
Recuerdo que nada más poner un pie fuera de la estación –tras las cinco horitas previas de autobús–, cogí un taxi y le di la dirección a la que quería llegar. Ahora viajo mirando el cristal, pensando qué decir.
Cuando el coche al fin se ha detenido en su casa, pago al buen hombre con las manos temblorosas, abrazo con fuerza el cuaderno que me colocado debajo de la camisa y salgo corriendo unos cien metros bajo la persistente e incesante lluvia.
Debo entregar esto y explicarlo todo. He de luchar por mis sueños. Me ha llevado años saberlo, pero he aprendido que estas fantasías, más que una mera necesidad, son nuestros deseos más íntimos. Anhelos que no hay que dejar en el olvido.
Me encuentro bastante nervioso. Tanto, que no sé cómo abrir la puertecilla del jardín, ni dónde se encuentra el timbre para llamar. La lluvia persiste y persiste sobre mí, así que acabo saltando la valla. Rezo para que los vecinos no me vean y piensen que soy un ladrón.
Antes de llegar al porche doy un traspié y caigo en un rosal, manchándome de barro y sangre. Subo los cuatro escalones y aporreo la puerta con intensidad y un poco de ansiedad.
Es de noche. Más de las once y media. Respiro hondo para tranquilizarme. Puedo entregar mi manuscrito. Sé que no he llegado tarde a pesar de ser el último día. Para mí es muy importante que abra la puerta y me escuche. Tiene que leer lo que llevo entre las manos. Debe ser capaz de llegar al premio, aunque solamente sea a la gala, como un finalista más. Dispongo de esta noche. Es ahora o nunca.
Para mi fortuna, la madera se abre en mis narices mientras jadeo para recobrar el aliento. Está en pijama y con la boca abierta, mirándome con sorpresa y asombro. Le pido que, por favor, me deje pasar, que hay algo muy importante que he de entregarle y enseñarle. Le ruego una hora o dos para leerlo. Le expongo que en esos papeles se encuentra toda la razón que me hace estar aquí. Mi existencia de estos últimos años se basa en esas líneas escritas a ordenador y quiero que vea que valen la pena.
Con un poco de susto en el cuerpo ante mi descabellada aparición, y sin saber aún cómo reaccionar, me cede el paso sin saludarme. Antes de avanzar, me quito las botas sucias para no ensuciar nada. Agradece el gesto, me indica que espere y vuelve con ropa seca de mujer, algo para curarme los arañazos y unas toallas.
Comienzo a estornudar. En Madrid hace más frío que en mi Córdoba natal.
Le entrego el manuscrito y le suplico que no me diga nada, ni una palabra, hasta que lea la última hoja, la última línea. Con vacilación, afirma. Lo abre con el ceño un poco fruncido y, sin decir nada, empieza mi examen. Sólo deseo que sea lo suficientemente bueno para hacer que entre en razón. Repito. Debe ir a la gala. He comprendido que todo mi esfuerzo, mi lucha, no va a ser en vano.



EMPIEZA A LEER:


     En un caluroso día del mes de mayo –a pocos días de la famosa feria–, Adrián se encontraba en casa de sus abuelos, en la avenida del Calasancio. Era sábado. Para ser más específicos, pleno medio día. El sol resplandecía con hervor bajo el inhóspito cielo, castigando así a los viandantes y haciendo que las pobres plantas, los árboles y las flores del jardín de los abuelos necesitasen un poco de mimo y agua.
–¡Nieto! ¡Hijo! ¡Vamos! Venid a ayudarme con los yerbajos de atrás –exclamó alegremente mientras caminaba hacia la puerta delantera disfrazado de granjero.
–Pe... Pe... ¡Pero, mamá! –exclamó Adrián cuando éste salió muy pipireto con su camisa de cuadros y su sombrero de paja medio roto.
–¡Anda, hijo! Vamos los tres hombres a faenar juntos, como antaño se hacía. Dejemos un rato a la abuela y a mamá hablar tranquilamente de sus cosas.
Gonzalo, su padre, se quitó la fina y elegante camisa de seda que se había puesto ese día para cambiarla por una fea y roída por el sol que le daba su anciana madre. Luego, más alegre y vivaracho que una perdiz, se marchó tras su progenitor, anudándose un pañuelo en la cabeza para no sufrir una insolación.
–¡Mamá! –replicó el muchacho–. En serio, esto es de locos. Papá ya no es tan jovencito como para hacer esas virguerías en lo alto de una escalera, o tirado por el suelo. ¡Es un día de extremo sol! –se quejó–. Y el abuelo... Simplemente no debería hacerlo. Ni incitar a su hijo y nieto a ello... ¡Debería contratar a un jardinero! Y no un día como hoy... Pobre hombre... –discrepó mientras su madre le desabrochaba la camisa beige y ajustada de hilo que llevaba.
–Adrián, Adrián... Ve con ellos un ratito y luego vuelves cuando te aburras... Si no, ponte con las macetas –a su madre, Azahara, parecía hacerle mucha gracia el hecho de verlos tostarse al sol.
–¡Vaya si has crecido! –comentó la abuela al ver que se le comenzaban a formar pectorales de jovencito allá donde antes había habido pecho de niño. De pronto, mirando la camisa de cuadros, roja y grisácea, con la que siempre se ataviaba cuando ayudaba al abuelo alegó:– Espero que te siga entrando...
Mientras él, a regañadientes, se la ponía sin abrochar, la abuela recalcaba que aún no se acostumbraba a verlo con su metro setenta, la voz grave y ese suave y escaso vello en el torso. Adrián, sin mirar atrás, salió corriendo de la casa para no avergonzarse más al mismo tiempo que iba colocándose el gorro de paja. Llevaba un pantalón vaquero claro un poco gastado, como la moda mandaba y marcaba, y la hoz fabricada artesanalmente por el abuelo.
Como estaba un poco enfadado y contrariado con la idea de trabajar al sol, agarró las macetas, la regadera, los utensilios y el abono. Se los llevó al lado del porche, bajo el techado y a la sombra. Una vez allí, se puso a faenar. Trasladaba las gitanillas a macetas de mayor tamaño con mucho mimo y cuidado para que así crecieran grandes y bonitas. Él sabía que eso siempre le sonsacaba una sonrisa a su abuela, pues su ilusión de mozuela –como siempre repetía ella una y otra vez– era tener una casa llena de flores de colores.
Al cabo de un rato, su madre apareció con un vaso de limonada, se lo soltó en el poyete de la ventana que tenía al lado y se marchó, riéndose, mientras alegaba que si Eli lo viese así de sexy, seguro que no se le resistiría. Avergonzado, la mandó callar mientras caminaba a por la fresca y deseada bebida.
Tras beber, se percató de que todavía no se había abrochado la camisa. Se quitó los guantes que había cogido e intentó fallidamente meter los botones en sus respectivos agujeros.
–Muy estrecha... –dijo dándose por vencido, creyendo que, además, nadie que no fuese de su familia lo vería.
Se puso los guantes de nuevo y siguió con sus plantas. Entretanto, pensaba en lo que dijo su madre: “Eli”. Esa muchacha le agradaba bastante. Era muy guapa y divertida. A Adrián le gustaban las chicas morenas de ojos oscuros y pelo tan liso como la seda. Eli, mirada así, lo tenía todo.
Estaba sumido en sus pensamientos cuando, de repente, una voz lo interrumpió.
–Perdona, muchacho. ¡Perdona! –lo llamaban desde la cancela, la cual estaba alejada de él.
Alzó su vista y, realmente impactado, contempló a la mujer más hermosa que sus ojos habían visto en toda su vida. Se quedó tan anonadado y perplejo mirándola, que ella tuvo que volver a captar su atención.
–Perdona, ¿puedes venir? –sonrió con mucha amabilidad y soltura.
Él miró a los lados para ver si era verdad que una joven tan agraciada como la de las fantasías mágicas, o los cuentos de hadas, podía estar hablándole a él. Luego, después de reaccionar y ver que estaba completamente solo en el jardín delantero, se acercó con paso temeroso y tragando saliva.
–¡Tú debes de ser Adrián! ¿Me equivoco? –quiso saber.
El chico afirmó moviendo la cabeza como un bobo mientras contemplaba sus ojos color verde olivo. Ella mediría un metro sesenta y cinco. Era rubia oscura y su pelo se ondulaba hasta media espalda. Como se veía un poco cansada de subir la pendiente y del calor, se le sonrojaban un poco las mejillas, dándole un toque perfecto a su tono de piel.
–¿Está tu abuelo?
–Sí, de-detrás... Está detrás. ¿Lo-lo llamo? –se trabó un poco.
–¿Podrías darle esto de parte de Elena Salgado? –le extendió un libro titulado: “El amor no encontrado”; en cuya portada se apreciaba una mujer dándole la mano a la nada.
Él, todavía patidifuso ante su belleza, afirmó con la cabeza.
–Tus abuelos me han hablado tanto de ti, que no me ha hecho falta nada más que verte para saber que eras tú. Encantada de conocerte al fin –le extendió la mano a través de la reja.
No supo reaccionar. Así que, cuando al fin lo hizo, se la estrechó incluso con el guante puesto. A esta pareció hacerle gracia su desatino, enseñándole la tierra que le había dejado en la palma. Sonrió y se carcajeó con el tintineo de los ángeles de fondo. Adrián, abochornado, se disculpó tartamudeando y le ofreció ir por un pañuelo. En cambio, ella, con astucia, sacó un paquete de toallitas y, diciendo que no pasaba nada y que se debía de marchar, se despidió guiñándole un ojo.
Adrián soltó el libro en el suelo, con tiento, y se encaramó a la reja dando un salto bastante importante. Ya iba lejos. Por lo que vio, le cundía andar. Mientras la observaba, para corroborar que era humana y no un ángel, esta se giró con desparpajo, creándole así al chico un sonrojamiento que jamás podría borrar de su recuerdo. Ella batió una de sus manos hacia los lados y desapareció, colándose en la callejuela de Rafaela María del sagrado Corazón.
Se bajó aturdido, recogió el libro y lo abrió con cuidado. No deseaba mancharlo más de lo que ya había hecho con ella. Se veía que el escritor de ese libro lo había dedicado. Fue a leer la firma justo en el momento en el que su abuelo y su padre aparecieron por detrás, dándole así un buen susto.
–Te hemos oído hablar –comentó el abuelo.
–Hijo, estás demasiado colorado. Deberías ir con tu madre un rato, a la sombrita –se preocupó al ver su rostro.
–Yo más bien creo que ha visto a un bomboncito, Gonzalín –se mofó el astuto padre de éste.
–Abuelo, ha venido... Ha venido... –el chico aún no podía hablar.
–¿El Espíritu Santo? ¿La virgen María? ¿Un ángel? –preguntó muy risueño.
–Casi, abuelo, casi.
–Creo que deberías ir a sentarte a la sombra... –el padre seguía inquieto. Nunca había visto a su hijo tan afectado y colorado.
–Ha venido una muchacha...
–¡¿Ves?! Si lo sabía yo, hijo… El nieto ya tiene las hormonas revolucionadas…
–¿Quién? –cuestionó Gonzalo intrigado.
–No lo sé...
–¡Vaya por Dios! Otro como su padre, que se fija en lo que no se tiene que fijar... –el abuelo estaba demasiado graciosillo ese día.
–Tendría unos dos o tres años más que yo y era guapilla... –quiso quitarle importancia–. Tenía los ojos verdes y… –sonrió al pensar en lo bella que era.
–Papá, ¿conoces a alguna jovencita de entre diecinueve y veinte? –preguntó Gonzalo.
–¿Yo? No, ¿por qué? Ya sabes que no me gustan tan mozuelas. Para eso ya tengo a la abuela –se mofó.
–Me ha dado esto para ti de parte de Elena... No me acuerdo.
–¡Hombre! ¡Elena Salgado! ¡Mi libro! ¡Qué detalle! –exclamó agarrándolo y abrazándolo con mimo–. ¡Verás tú cuando se lo enseñe a la abuela! ¡Va a saltar! –se emocionó tanto que se giró llamándola a voces.
–¿Quién es Elena Salgado? –preguntó Adrián.
–Por tu descripción, la escritora de ese libro... A la juventud no os enseñan mucho sobre cultura contemporánea en el instituto, ¿verdad, hijo?
–De Miguel de Cervantes, Luis de Góngora y algunos más... no pasamos. ¡Bueno, Rafael Alberti, Machado y Antonio Gala son más actuales! –se rió.
–Vamos y ya te explicará el abuelo quién es... –su padre le puso la mano en el hombro y se adentraron en la casa mientras Adrián echaba una última mirada hacia la cancela donde ella le había estrechado la mano.
Una vez dentro, se enteró de que Elena Salgado era una joven escritora de aquí, de Córdoba. Tenía veinticinco años y, como dijo su padre, no era otra que la misma que le había dirigido la palabra en la puerta.
De pronto, todo su mundo ilusorio, creado momentos antes, se derrumbó a sus pies por dos razones. La primera era que siendo escritora, se alzaba muy alto para su pequeño coeficiente y cultura. Y la segunda era la notable diferencia de edad. Él acababa de cumplir hacía unas semanas diecisiete años y ella tenía veinticinco y no sabía desde cuando. «No puede ser eso», se repetía al ver que se había enamorado a primera vista. Ya ni Eli, ni la cantante Shakira, ni la Diosa más bella del mundo que se le pusiera por delante, podía impedirle que, a partir de ese instante, su amor platónico fuese aquella joven y bella muchacha llamada Elena. «¿Sería su Elena de Troya?», pensó al ver lo imposible y absurdo que era todo eso. Ella no se fijaría jamás en un chavalillo de diecisiete años, el cual, además, no había vivido ni su primer romance. Ni siquiera un beso o una caricia que no fuese familiar. Si acaso, un simple tonteo con alguna chica que le gustara o hubiese visto mona.

***

Pasaron los días, y con ellos, Adrián creyó que su amor platónico sería algo pasajero y que pronto se le pasaría. En un tiempo, se reiría recordándolo como una cosa fugaz y pasajera.
Por esa misma razón, se centró en la realidad y en Eli. Esta chica le había seguido el rollo con los jueguecitos y desde que vio a la escritora, la tenía más olvidada. Así que ese día, por la mañana, se dedicó a recuperar algo de cercanía con ella. No obstante, no podía evitar recordar a su Elena de Troya. A veces, fantaseaba con volverla a ver, al mismo tiempo que escuchaba en el ipad: “volverte a ver”, de Juanes.
Un día iba paseando por la plaza de las Tendillas. No se lo podía creer. ¡Al fin había logrado quedar a solas con Eli! Se preguntó si sería capaz de pedirle de salir, o simplemente darían una vuelta. Estaba tan ansioso, que había llegado a su destino quince minutos antes. «¿Qué debía hacer mientras?». Decidió caminar y distraerse para que los nervios no se lo comieran vivo. «¿Al fin se atrevería y daría su primer beso?».
Andando por la calle de Jesús y María, topó con el llamativo escaparate de la librería LUQUE. Allí, de lejos, contempló: “El amor no encontrado”, de Elena Salgado. Su corazón comenzó a bombear la sangre por todo su cuerpo aceleradamente, como si la autora estuviese allí mismo en persona. Se pegó al escaparate con rapidez. Parecía una lapa, una sanguijuela hambrienta de saber. Tenía hasta las manos apoyadas en el cristal. Sin pensárselo dos veces, entró a la tienda de literatura y preguntó por el coste del libro. Dieciocho euros. Lo compró sin pensárselo dos veces. Prácticamente le faltó tiempo para sacar el dinero. Costase lo que costase, se embargara con sus padres durante meses o no, lo pretendía adquirir a toda costa.
Al salir del establecimiento, se dio cuenta de que en su cartera no quedaban más de seis miserables euros, por lo que pensó en invitar a Eli a un helado. Él se tomaría un refresco.
Se encaminó a las Tendillas nuevamente, con más ansia de la que ya tenía. Al arribar, se sentó en uno de los bancos de la plaza. Quería sacar el libro de la bolsa. Deseaba verlo y olerlo, saber que ahora era suyo y que ella lo había escrito. Cuando logró abrir la pasta, vio su foto. ¡Al fin sabía algo más de ella! “Elena Salgado: joven autora cordobesa nacida el doce de mayo de hace veinticinco años. Era escritora y había sido maestra de primaria en el C.P. Hernán Ruiz. Autora de: “Inestable” y “Amor no encontrado”, dos obras de gran éxito y acogida”. Estaba maravillado y fascinado viendo su foto. Anhelaba comenzarlo, enchufarse al sillón de lectura de su padre y disfrutar como éste lo hacía cuando leía a sus queridos autores extranjeros. Deseaba conocerla a través de sus escritos y no aguantaba más la espera. Tanta era su curiosidad, que pasó la primera página y leyó la dedicatoria: “A mi padre, por la buena vida que me ha dado, sin lujos, pero sin carencias de ningún tipo...”. Adrián se emocionó, ya tenía un dato más sobre ella. Agarró la página, la volteó y, justo en el instante en el que estaba leyendo el título del primer capítulo, alguien lo empujó con fuerza por la espalda.
–¡Adrián! ¿Qué haces? Te estaba llamando –era Eli.
–¡Oh! Perdona –se levantó y le dio dos besos, fríos. No le agradó el empujón.
Se sentaron en la heladería. Él estaba totalmente distraído. Divagaba con la imaginación sobre su Diosa Griega, su Elena de Troya. Eli parecía tontear con él. Incluso hubo un momento muy propicio para que el joven se lanzara a sus labios. Sin embargo, Adrián no pensaba para nada en ello. No. Aunque parezca mentira y algo extraño en un joven cuyas hormonas saltan y explotan, revoltosas y deseosas, él sólo quería, y pensaba, irse a leer.
–Eli, discúlpame, pero no me encuentro muy... –no sabía qué excusa decir. No le gustaba mentir.
–Sí, te veo raro. Creo que es mejor que vayas a casa a descansar.
Afirmó. Ella lo abrazó con fuerza, pero éste le dio simplemente dos besos para despedirse. Eso dejó un poco frustrada e insatisfecha  a la chica, la cual, sí deseaba ser besada en la boca por Adrián.
Al llegar a su hogar, sacó el libro, lo puso en lo alto de la mesa y fue raudo y veloz a la ducha. Nada más salir, Gonzalo, que había llegado del trabajo, estaba fisgoneando la nueva adquisición de su hijo. Se mofó un poco de él, alegando que si tanto le interesó la novelita romántica del abuelo, podía habérsela pedido a él cuando la leyesen. Adrián, aun con la toalla liada a la cintura, agarró el libro y se lo llevó a su cuarto. Lo puso en la cama y se dio prisa en vestirse. Aunque pareciese mentira, le daba pudor estar delante de la novela de Elena sin ropa. Era algo irracional, pero sentía su presencia en él.
Pasaron tres noches de intensa lectura y relectura. Había páginas enteras que le encantaba repasar para así continuar con la siguiente casi sabiéndosela recitar de memoria. Ese libro era para él mucho más valioso que la biblia para los curas y las monjas.
Llegó otro sábado más y de nuevo tocaba ir a casa del abuelo. Las vacaciones de junio estaban cerca, todo había llegado con la rapidez de un halcón, por lo que la familia estaba planteando irse a Disney Land para pasar allí una semana divertida y celebrar el que fue el cumpleaños del chico el mes pasado. Su abuelo quería ir con su nieto antes de que éste tuviese más edad y se ruborizara de ir con ellos. A Adrián le hacía mucha gracia escucharlo decir esas cosas puesto que la edad ya la tenía. Aun así, nunca se pensaba avergonzar de ir agarrado a sus abuelos, de echarle el brazo por encima a su madre o de ir de colegueo con su padre. Eran una familia muy unida.
–Abuelo, ¿qué es esto? –preguntó al ver un sobre en el que ponía el nombre de sus abuelos junto con el de su nuevo amor platónico.
–Una invitación para la próxima presentación de Elena en el Círculo de la Amistad. Es una pena que no podamos ir... –respondió triste.
–¿Una invitación? –se alarmó y enseguida preguntó:– ¿Y por qué no podéis asistir?
–Es este lunes a las ocho y el primo de la abuela viene desde Tarragona a vernos...
–¿Podría ir yo?
–¿Tú? –se sorprendió.
–Es que ahora se ha vuelto fan de Elena. Hasta se ha comprado su libro y me da la tabarra para que le compre el primero... –explicó Gonzalo.
–Claro que sí, adelante, adelante. La cultura siempre es buena y esta muchacha es un ángel.
Tras decirlo, al chico se le iluminaron los ojos con una brillantez y un entusiasmo nada habituales en él. Eso le llamó la atención a su abuelo, así que le preguntó varias veces si ella le gustaba. Su pretexto perfecto era: “abuelo, hombre, ¡qué es muy mayor para mí…!”. Le quemaba decir dicha evasiva, pero lo hacía para que lo dejaran en paz.
Cuando llegó el esperado día, se plantó en el Círculo, solo, con su libro en el regazo. Por todo lo que había visto en internet y hablado con sus abuelos, la primera presentación la hizo en un pueblo de Córdoba, Belalcázar, hacía ya unos meses atrás. Sus abuelos fueron a dicho evento, pero perdieron el libro tras habérselo firmado. Entonces, ella, gentilmente, se lo regaló. Los abuelos de esta y los de él habían sido íntimos amigos en su juventud, de ahí el detalle.
Adrián había estado con fiebre desde que llegó a casa aquel sábado por la tarde, pero eso no le impidió asistir a la presentación de Elena incluso con treinta y ocho grados. Tuvo que fingir encontrarse en perfectas condiciones físicas e ir al instituto esa misma mañana para que lo dejaran ir libremente. Ese esfuerzo, arduo y agotador, fue recompensado justo al verla posar para unas fotos de la prensa. Se las tomaba junto a una montaña de libros y un poster gigante. Ese afortunado fotógrafo era Juan Algar, del diario CÓRDOBA.
Una vez que éste hubo dejado a la solicitada Elena, todos querían hablar con ella. Podría decirse que lo que se congregaba a su alrededor se trataba de una marabunta humana de gente, peleándose, incluso, por llamarle la atención aunque sólo fuesen unos segundos. Los que duraban dos besos en la mejilla, un abrazo o un apretón de manos.
Adrián se sentó en una de las primeras butacas. Prefería no acercarse para no incomodarla, para no ruborizarse y para que no le viese mucho esa mala cara que traía consigo. A pesar de que intentó ocultarse un poco, no le sirvió de nada. La amable muchacha lo vio de lejos. Parecía haber escuchado a la perfección los pensamientos de camuflaje que él tenía. Esquivó a toda la gente que pudo y finalmente lo alcanzó muy sorprendida.
–¡Adrián! –exclamó alegremente al verlo.
Él no supo qué hacer, decir o dónde mirar.
Tras mucho dudar, se levantó con los ojos puestos en el suelo, tirando el libro. Ella se agachó a recogerlo y lo abrió. Sonrió ampliamente al comprobar lo que él imaginó que querría corroborar. Era nuevo.
–Me alegra saber que te lo han regalado. Cuando te lo leas, dime qué piensas. Me gustaría saberlo –lo extendió.
–Ya, ya me lo he leído... –susurró tímidamente. Le daba demasiado pudor tenerla delante. Estaba muy guapa.
–¿Sí? –preguntó, felizmente, agarrando las manos del chico. Éste cogía su libro mientras sus mejillas incandescentes ardían por ese contacto.
–Helen, date prisa y no pierdas más el tiempo. Ya están todos arriba, en el escenario, y tú abajo, perdiendo el tiempo... Luego saludas –le dijo muy cerca del oído un muchacho un poco mayor que ella mientras la agarraba del codo con demasiada confianza. Eso a Adrián le causó envidia, a la vez que le sentó mal, ya que lo llegó a escuchar.
–Voy, un segundo –ella se soltó frunciendo el ceño y miró al chico–. Bueno, espero no sonar arrogante, pero luego me encantaría escribir en ese libro algunas líneas para ti –lo señaló entre sus manos antes de irse, escoltada por el otro.
Si olvidaba las palabras del acompañante de Elena, se sentía muy entusiasmado por lo que acababa de ocurrir. Se sentó de nuevo, sonriente. La idea de poseer unas palabras dirigidas hacia su persona le había conmovido. Encima, ella se había acordado de su nombre y había sido demasiado amable con él, un simple chiquillo comparado con su elegante y varonil guardaespaldas. Colocó el libro en sus piernas y esperó impacientemente a que comenzara.
El acto fue presentado por el director de El diario Córdoba, don Francisco Luis Córdoba, y por el presidente del Círculo, Don Federico Roca. En su opinión, lo mismo de rápido que empezó el acto, terminó. Hubiese querido que ella hablara más. No porque no lo hiciera mucho, sino porque le encantaba escucharla. Le resultó muy ameno y emotivo atender a sus razonamientos y explicaciones... Además, allí montada en esa especie de altar era la Diosa de la literatura.
Al finalizar el acto, anduvo hacia ella para que le firmara. Adrián le dio la enhorabuena por la presentación y por el magnífico discurso. Elena se levantó y le dio dos besos aun con la mesa entre ambos. Eso hizo que le temblasen las piernas durante todo el tiempo. La despedida fue fugaz por culpa de los demás lectores. Al bajarse, no quiso abrirlo hasta encontrarse solo.
En su casa le preguntaron por cómo le fue, pero él estaba montado en la séptima nube del séptimo cielo, así que sus respuesta estilo zombi no resultaron demasiado amenas para sus curiosos padres.
Llegó a su cuarto, sacó el libro y leyó con entusiasmo:



A Adrián, con mucho cariño y afecto.
 Gracias por venir, me ha alegrado
muchísimo verte en un día tan importante
para mí. Espero que sigamos en contacto.
Cuídate, muchacho. 

Un beso,
Elena

p.d.: mi correo es elenadetroya@***.com.



Tenía su firma, su correo... Y encima, para más burla e ironía de la vida, era: “elenadetroya”. «¿Sería eso una señal del destino?», se preguntó una y otra vez.
Deseaba escribirle, contarle lo que le parecía. Incluso encendió el ordenador y comenzó a redactar en un archivo de word unas primeras líneas, felicitándola por su presentación. Borraba y rescribía constantemente. Una y otra vez. Se encontraba demasiado conmocionado. Le subió hasta la fiebre. Al final, decidió no enviarle nada, no fuera a ser que le dijera alguna incoherencia.
A la mañana siguiente, ya mejor de salud, se armo de valor y le escribió.

***

Pasados dos meses –estando así en plenas vacaciones y convirtiéndose en un alumno de segundo de bachiller–, Adrián intentaba olvidar su pequeña obsesión por Elena, diciéndose a si mismo que no era amor a primera vista, ni nada parecido, sino un mero capricho, un sueño ilógico e imposible de alcanzar. Aun así, tras enviarle aquel mensaje, miraba el correo cada día. Al no ver nada, se decepcionaba. Se decía a si mismo que ella estaría muy ocupada. De todas formas, se leía su libro cada vez que terminaba algún otro. Incluso se volvió más crítico en la literatura y más aficionado a la misma. Se quería comprar la primera obra de su Diosa, pero no la encontraba por ninguna parte. Las librerías decían que había sido tal el éxito, que se había agotado.
Era domingo y estaba en el messenger, hablando con su mejor amigo y con Eli mientras intentaba no mirar mucho la web de Elena. Debía mentalizarse de que ella era mucho mayor que él y que no tendría ni tiempo libre para dedicarle a un muchacho.
Como su amigo se fue a merendar sobre las cuatro y media –era un glotón insaciable–, se quedó hablando solamente con la guapa y atractiva Eli.

- - - - - - conversación messenger - - - - - -

ElisSiTa // Mis NiÑaS, AnoXe ToDoOoO GeNiaL TiasS //, dice:
Q hcs wapo?

Adrián “Los sueños no son nada más que meros símbolos de necesidad”, dice:
Poca cosa, la vrdad.

ElisSiTa // Mis NiÑaS, AnoXe ToDoOoO GeNiaL TiasS //, dice:
T voi a desi una cosa, xo no te lo creas muxo, ehn, tio? K no me apetece k te subas por las pareds.

Adrián “Los sueños no son nada más que meros símbolos de necesidad”, dice:
Dime, Eli

ElisSiTa // Mis NiÑaS, AnoXe ToDoOoO GeNiaL TiasS //, dice:
M mola esa fto tuya dl perfil. Te ves + hombretón con las gafs d sol y eso


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Al jovencito se le levantó una sonrisa en los labios. Le había halagado... Quiso contestarle algo similar para seguirle el rollo, pero no sabía qué decir sobre la fotografía de ella. Era en la playa, en biquini, tumbada de manera provocativa... Él pensaba que, ahí, Eli estaba muy buena y sugerente. Pero, claro, no le iba a decir eso. Se veía más relacionado con el personaje de Pablo de Más de un Mañana, es decir, un caballero.
Cuando al fin creyó tener la respuesta más acertada, tecleó:

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

Adrián “Los sueños no son nada más que meros símbolos de necesidad”, dice:
Pos… a ti te sienta muy bien el vikini ;)

ElisSiTa // Mis NiÑaS, AnoXe ToDoOoO GeNiaL TiasS //, dice:
Graxias, guapetonnn.
Es de la semana pasada. Ahora cambio a una en l pisci d mis awelos, que esa me mola + y es con mi vikini nuevo
oy kiero ir, xo no tengo a ndie...

Adrián “Los sueños no son nada más que meros símbolos de necesidad”, dice:
Qué pena!! Porq hace un calorazo enorme... xD

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De repente, le enviaron una solicitud. La aceptó sin mirar quién era. Estaba intuyendo que Eli le iba a proponer ir con ella. A la misma vez que ocurre eso, vuelve su amigo y le comienza a hablar.

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RauLoco Te amo GORDA 4EVER. El 19 dos meses ya... ;), dice:
Pixaaaaaaaaa!! Tio

Adrián “Los sueños no son nada más que meros símbolos de necesidad”, dice:
Dimeeee

RauLoco Te amo GORDA 4EVER. El 19 dos meses ya... ;), dice:
sigs ablando cn la Eli??
Tío, va dtras tuya. A mi novia se la dixo la China y la Lara.
metele mano ya!!! A k speras, cñoooo!!

Adrián “Los sueños no son nada más que meros símbolos de necesidad”, dice:
Acuéstate un rato, tío…
Yo hago lo que me da la gana xD

RauLoco Te amo GORDA 4EVER. El 19 dos meses ya... ;), dice:
Mamona...

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Eli continuaba hablándole por el otro lado mientras se seguía conectando mucha más gente. No abrió la ventana de la chica al ver una foto en pantalla parpadear con las palabras: “Elena Salgado”. El corazón le dio un vuelco y picó para abrir su conversación:

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Elena Salgado, dice:
¿Soñar es necesitar?
Muy buenas tardes, Adrián.




Y como decimos muchos escritores: "hasta aquí puedo llegar".

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Por María del Pino.
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©María del Pino.