El ladrón de almas

El ladrón de almas

lunes, 31 de diciembre de 2012

RELATO: "Los duendes de fin de año", de María del Pino.


A Fernando Cañete, por su alegría e inspiración
en este relato. Cuidado con convertirte en un duende ;)



            »Mi día de fin de año lo comencé como cualquier otra persona. Por la mañana, durmiendo hasta las doce y media. Luego, de tapeo y cervecitas con los colegas a los que no vería en la fiesta de después de las uvas. Por la tarde, por colaborar un poco en casa, me vi con el delantal puesto ayudando a mi madre a enharinar las croquetas de jamón ibérico. “El más caro y refinado”, decía ella mientras profanaba con su mano engrasada el culo de un pobre pavo para rellenarlo. Cuando terminó con su víctima, la metió en el horno y vino a revisar mi trabajo ya acabado. Ahí me llevé el primer chasco del día. Yo no sabía que las croquetas no llevan harina por encima, sino pan rayado.


            »El caos fue escuchado por todos los vecinos de mi bloque cuando mi madre, medio infartada, descubrió mi metedura de pata. Ella, con las lágrimas medio saltadas y llevándose las manos a la cabeza, me preguntaba a gritos por qué diantres soy tan inepto en algo que ella misma me había dado ya preparadito.


            »El caso es que recuerdo perfectamente que me puso la masa de las croquetas y un plato con pan rayado al lado junto a una caja de huevos talla XL (como los míos, según berreaba a mi vera con grandes voces). Yo me excusaba como podía. Le dije que pensé que era tortilla de pan rayado y que, por esa razón, volqué todos los huevos en el pan y los batí. Por otro lado, busqué harina para cubrir las croquetas, ya que creí que iban de ese modo.


            »Escuche, yo no tengo la culpa de que la cocina se me dé taaaaaan asquerosamente mal. El caso es que llegó mi padre y, mientras mi amargada madre se lo contaba medio llorando, ambos se pusieron a arreglarlo como pudieron a la vez que me encargaron vigilar el pavo. Pavo que, jugando a la Play Station 3, se me olvidó y casi acaba más quemado de la cuenta. Por suerte, mi padre es lo contrario a mí y lo sacó justo en el momento en el que ya se encontraba en la fina línea del dorado al quemado.


            »Finalmente, entre rugidos y amenazas sin cenar, me mandaron al cuarto. Así pues, me acabé tumbando a la bartola después de llamar al Chema y quedar con él tras las uvas. Me comentó que me recogería en moto sobre las 00:30 y que iba a llevar a la casa del Cubas algo que nunca habíamos visto en la vida. Yo enseguida pensé en dos tías con las tetas bien grandes... El caso es que tras darle a la lengua, me quedé roque, como suele pasar siempre que me ofrezco a ayudar, la acabo liando y me mandan a mi habitación como cuando era un crío de siete años.


            »El primero en pisar la casa fue el tío Arturo con su novio ruso de apellido impronunciable para mi tosca lengua. Al llegar, me despertó pegándome collejas y ordenándome que me vistiera para la ocasión. El tío Arturito solamente me saca seis años, por lo que es un cachondo mental de veinti..., ¡número con premio!, años al que le gustan los tipos duros en plan Terminator.


            »Ya en el salón, nos dispusimos a hablar de las tías que me ponen. Las rubias con tetas grandes y culo desencajado estilo Jennifer Lopez... (Oiga, permítame hacer un inciso para decir: “¡Qué buena que está la jodía!”). Él, entre chupitos de un alcohol ruso más fuerte que su madre, me dijo que tiene una amiga de las que me gustan, un par de años mayor que yo. Expuso que si me interesaba, le daba mi número. Mi madre se santiguó al pasar por el salón y regañó a su hermano para que no me malograse más. Sin embargo, éste se rió apelando a las hormonas y a que “debía desfogarlas”, que tanto juntarme con el Chema me iba a volver más lerdo de lo que ya soy.


            –¡Tito! –exclamé ante el insulto.


            »Él simplemente me golpeó con el codo, me guiñó el ojo y señaló a mi madre.


            »Empezó a llegar la abuela por parte materna con mi tío Juanito, esposa e hijos, así que ya nos formalizamos y censuramos la conversación por eso de que había niños delante. Finalmente, cuando llegó el sargento, digo... el padre del mío, la cena empezó con la bendición de éste y las batallitas que cuenta todos los años. Por suerte, al Terminator de mi tío le apasionan dichas gestas de soldados. Es muy macho y adora las pelis de acción. Y de esas... el abuelo tiene bastantes por haber sido militar.


            »Yo me entretuve como pude con los criajos. Los primos chicos son encantadores. Admiran mi musculatura y... ya sabe, querían, como siempre, que les “sacase bola” continuamente para colgarse de ella.


            »Los quince minutos previos a las uvas recuerdo que fueron mortales. Los niños corretearon alrededor de todos y estresando a los que intentábamos pelar las uvas para no atragantarnos. Yo las perdía y no sabía cómo eran capaces de desaparecer de mi cuenco hasta que descubrí que el cabrón de mi tío se las estaba comiendo. Mi madre llegó diez minutos antes con las pinzas de tender del color de este año para que nos las colocásemos en el pelo... Un caos enorme. Lo que sí desarmó un desastre garrafal por parte de ella fue colocarse delante de la tele cuando la supermodelo que daba las campanadas empezaba a explicar el pequeño cambio de este año en los cuartos previos. Cuando ya domaron a las fieras corredoras cinco minutos antes y mi tío, el único que entendió la dinámica, explicó el tema de los cuartos, aulló el perro mirando a la puerta. No había quien lo callase. Parecía ladrarle a algo en la ventana.


            –Sobri –me susurró mi tío mientras mi padre miraba qué había detrás de la cortina–. Este año ten cuidado con los duendecillos. Me han dicho que andan sueltos por ahí.


            –Tío, tú estás muy zumbao... –le eché el brazo por encima.


            –¡Callaros, hombre! –mandó el abuelo.


            »Tocaron los cuartos y, como siempre, unos se creyeron que eran las campanadas. Yo acabé a destiempo y mi abuela echó la dentadura en su vaso de cava tras el brindis. Todo fueron gritos de feliz año nuevo, besos y abrazos. Mi tío me rellenó la copa tres veces y mi madre le quitó la botella para que no me emborrachara antes de tiempo.


            »A las 00:45 tocaron el porterillo. Era el Chema, que se había retrasado por no sé qué asuntos de mezclar una cosa que le dieron para luego. Me monté en la moto después de que mi tío y su terminator verificaran que mi amigo no había bebido nada. Es una putada que sean policías y tengan el aparatito de control de alcoholemia. Pero por suerte, el Chema venía preparado para todo y no bebió ni champan. Solamente se mojó los labios. Lo juró hasta por el niño Jesús.


            »Nos montamos y llegamos a la fiesta en casa del Cubas. Lo llamamos así porque cuando hacemos botellón en su casa, siempre nos pone grandes barreños y cubos para las potas.


            »Al cabo de un rato, allí cerca de la enorme chimenea, sacaron la cachimba, le echaron alcohol y empezó el desmadre-padre a golpe de sonido. Uno de nuestros colegas había invitado a dos amigas suyas. Eran más feas que un frigorífico por detrás lleno de pelusas, pero majas y simpáticas. Él nos explicó que eran tías cojonudas, de las de verdad, así que las integramos como si tuvieran dos cojones y ninguna teta a la que agarrar en una noche de alcohol.


            »El desmadre fue avanzando y el alcohol en vena nos fue medio hipnotizando, junto a la cachimba de menta y alcohol, hasta que el Chema, botella de ron en mano, nos llevó a Carlitos (el más flipado de todos mis colegas) y a mí al cuarto de baño de la parte de arriba de la casa cuando todos estaban ya a su puta bola.


            –¿Nos vas a proponer algo indecente? –preguntó Carlitos sentándose en el wc un poco mareado–. Mira que yo pa' liarme con dos tíos tan tíos necesito algo más que alcohol... Tendríais que tener un par de tetas ka'unoooo...


            –Cállate, colgao... –le dijo el otro sacando unas bolsas de debajo de su camisa de rayas.


            –¿Qué coño es eso? ¿Drogas? –me sorprendí al creer que se trataba de eso.


            –No es eso, palurdo –sentenció–. Yo no me meto más mierdas que alcohol... Esto me lo ha conseguido mi primo. Es natural y nos va a hacer flipar... Por mezclar esto con otra cosa que me ha dado he llegado tarde a por ti –me explicó.


            »Nos dio una bolsita a cada uno y, tras convencernos, nos pusimos las botas con ese mejunje y la botella de ron. Era una sustancia pastosa, pero comestible y muy dulce. Estaba pa' cagarse.


            »Cuando salimos del baño, seguimos bebiendo y comencé a marearme. Empezó a hacerme efecto la mierda que me dio y, con ello, lo divertido. Todo se fue distorsionado a cada segundo que pasaba. Tanto, que cuando volví a echar cuentas de donde estaba, ni lo sabía. Solamente me reía y me reía.


            »Al cabo de unos minutos más, creí ver a una ninfa dorada bailar frente a mí. El ruido dejó hasta de existir cuando me excité con su belleza. Simplemente vi cómo me miraba y se acercaba. Fue empujándome del pecho hasta llevarme a cualquier parte. Ya no sabía ni en qué sitio me encontraba de la casa. Si es que me encontraba en ella y no me habían llevado a otro lugar. No lo reconocía. Se lo juro. Solamente me dejé llevar al sentir su fría mano meterse entre mis pantalones. Perdí el norte y el sur cuando me agarró lo que usted ya sabe...


            »El caso, que me desvío, es que me puse a tono con la rubia. Nos restregamos hasta llegar a una mesa, o a saber qué era, ya que la oscuridad me impedía ver. Una vez allí empecé a darle todo lo que me pedía y más. No sé si fueron horas o minutos, pero sudé como un cerdo y cada vez iba más enajenado. Cerré los ojos y me mareé. Algo extraño giró dentro de mí.


            »De repente, escuché al Chema gritar de fondo las palabras “bestias del inframundo”. En ese instante, las luces se encendieron de golpe. Eso hizo que mis ojos, al abrirse para ver qué ocurría, se cegaran. Escuché la voz aguda y repelente de mi acompañante gritar que se largaran. Me abroché el pantalón e intenté ver quién andaba por ahí al mismo tiempo que me alejaba de mi juguetona ninfa. No obstante, para mi ingrata sorpresa, descubrí que la dorada mujer de cuerpo escultural no era otra cosa que una monstruosidad. Una cosa horrible. ¡UNA ABOMINACIÓN! Grité asqueado. Aterrado. Las voces de mi alrededor me marearon todavía más. Lo juro, créame usted. Los tíos que salían de la roída puerta no eran humanos. Eran ORCOS. ORCOS DE MORDOR.


            »Gritando eso me largué de ese cuartucho que parecía una pocilga. Incluso forcejeé con uno de mis raptores. Escuchaba la voz de Carlitos llorar como un niño y la del Chema maldecir y amenazar con matar al extraño ente que se le pusiera por delante. Bajé por una especie de escaleras que se movían y vi a Carlos, medio-orco-medio-humano, rodeado por unos cuantos de ellos mientras el Chema, de igual modo, trataba de luchar contra otros. Todo comenzó a girar a mi alrededor y caí al suelo.


            »Se me acercó la orco de antes e intentó agarrarme, pero insultándola, me zafé de ella y agarré un palo. Rodé por el suelo, lo incendié y comencé a prender fuego por toda esa maldita choza en la que me tenían. Los orcos corrían de un lado a otro, aterrados por el fuego y las llamas con forma de lengua que parecía quererse engullir todo el mal que se respiraba en ese cargado ambiente de humo.


            »Salí corriendo de la mazmorra a la que me habían llevado y me adentré entre unas rocas metálicas donde creí ver la moto del Chema. Había orcos por todos lados, así que debía andar con cuidado. Alcancé el vehículo, trastocado seguramente por ellos, ya que no parecía quedarse quieto, y apreté el acelerador. Llegué a una gruta y ahí me escondí tras haber roto una especie de vidriera al estrellarme. Un hombre con armadura y yelmo negro me atacó. Tuve que defenderme, créame. Estaba aterrado. Tanto, que salí corriendo una vez más hasta llegar a un agujero muy oscuro... Ahí me zambullí entre el barro maloliente y las ratas gigantes como caballos. Todo era un bucle de ruidos, rugidos y mareos. Acabé vomitando al asomar la cabeza por otro conducto.


             »Aturdido y sin saber dónde ir, vagué por las paredes rocosas hasta que vi un duende. Era pequeño, bonito... Me sonreía con amabilidad y sorpresa. Descansaba sobre una piedra con forma de banco, así  que me acerqué.


            –¿Te has perdido, amigo? –me preguntó y, al verme cubierto de barro, exclamó:– ¡Pero... ¿de dónde has salido?!


            –Ayúdame, ¡me persiguen los orcos! –le supliqué intentando agarrarle una mano–. Quiero volver a mi mundo...


            –De acuerdo, pero no me toques... –se separó de mí, tapándose la nariz–. Dime, ¿dónde vives?


            »Saqué mi billetera con el DNI, todo el dinero que me habían dado los abuelos, las tarjetas de crédito y la documentación. Se lo mostré sin mucho ánimo. Creí que eso no me serviría. Si acaso, para demostrar que que pertenezco a otro mundo distinto al suyo. Esperé que no entendiera qué era todo eso, en cambio, lo agarró con una sonrisa y me garantizó que me llevaría a donde pertenezco.


            »Fuimos caminando entre los orcos y demás fieras gigantes, pero él me aseguraba que, mientras fuera a su lado, nada me harían. Y así fue. Nos miraban con cara de asco, incluso parecían arrugar sus feas narices al olerme. Pero, por suerte para mí, no se nos acercaban.


            –¿Cómo te llamas, duende?


            –Fernando –me miró con gesto extrañado.


            –En mi mundo también hay gente que se llama como tú, duende... –comenté asustado mirando a mi alrededor. Todo se movía.


            »Después de pensar algo, se rió y, con tono de misterio, habló:


            –Creo, humano, que te has bebido una pócima de teletransportación. Cuando se pase el efecto, volverás a tu mundo... Mientras tanto, espera aquí, quietecito... –se giró y salió corriendo.


            »La vista se me fue nublando poco a poco. Acabé agarrándome a un árbol tan frío como el hierro. Comenzó a llover y la espesura que se formó a mi alrededor me hizo creer que ya pasaría desapercibido ante los extraños seres que habitaban el planeta en el que me hallaba. Sin embargo, no ocurría así. Las miradas de los orcos que me rodeaban me hizo gritarles y lanzarles mis zapatos. Finalmente, tuve que salir corriendo al ver que unos se me acercaban con una especie de grandes porras y colores reflectantes en el pecho. Fui lo más veloz que pude hasta que uno de ellos me atrapó vilmente.


            »No recuerdo muy bien qué sucedió después, pero me volví a ver rodeado por otros cuantos orcos. Luché contra ellos una vez más al mismo tiempo que llamaba a Fernando, el duendecillo. Éste me había dejado solo con un puñado de orcos sacados de Mordor, los cuales, además, estaban dándome una buena somanta palos, como bien diría José Mota.


            »Quizás antes dudaba si era realidad o ficción, señoría, pero ahora sé lo que sucedió en realidad. Según me han enseñado en los periódicos, tres chicos tomaron setas alucinójenas muy fuertes y, mezcladas con alcohol y no sé qué sustancia, les produjo una distorsión de la realidad en sus cabezas. Uno se cagó y meó del susto, pero los otros dos, aterrados, prendieron fuego a la casa del huésped y los atacaron violentamente. Por suerte, no hubo ningún herido grave. El otro me cuentan que se encaramó a una farola mientras gritaba que era el fin del mundo y ahí lo encontraron hoy a las ocho de la mañana... Luego, según informaciones policiales y un testigo, me dicen que el tercero de ellos se coló en un museo, atravesando la puerta de cristal con una moto, y allí agredió al vigilante de seguridad. Por último, me dicen que éste bajó por el alcantarillado de la ciudad y salió lleno de... mierda. Por suerte, los policías lograron reducirlo mientras éste los atacaba como un energúmeno y les lanzaba su calzado. Hasta ahí bien asimilada me ha quedado la explicación de por qué estoy hoy aquí y yo le cuento mis recuerdos.


            »Pero... lo único que le digo, señor juez, es que a pesar de comprender lo de los orcos, lo de haberme tirado a la amiga fea de mi colega y lo de que me quieran denunciar por todos los daños y perjuicios cometidos, yo... ¡¡sigo sin saber quién coño fue el maldito duende que me robó la cartera!!



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Por María del Pino.

lunes, 24 de diciembre de 2012

RELATO: "La joya de mi corazón", de María del Pino.




     He llegado cinco minutos antes de la hora. El paso acelerado y el ansia me han traído de manera precipitada. Me sudan las manos y el corazón me palpita con fuerza. Siento calor a pesar del frío que hace a mi alrededor. De seguir así, creo que este pequeño músculo palpitante va a estallar dentro de mi pecho. Necesito relajarme, pensar que es un día más.
     Camino de un lado a otro en mitad de la calle. La espera me va a matar. Me va a matar... Un año sin ver su cara. ¡Un año no! ¡¡Se me ha hecho un siglo!! Y, ahora, al fin estoy a escasos minutos de que podamos abrazarnos. Echo de menos sus risas, su complicidad, nuestros paseos a todas horas, su voz suave... No hay nadie mejor que ella para mí.
     De repente, al fondo, entre la multitud, la veo acercarse con paso garboso. Viene más guapa, más dulce... Más ella. Mi corazón se vuelca de emoción y trato de aguantar el tipo para no salir corriendo, ya que no me encuentro muy bien como para ello.
     Verla caminar hacia mí, mientras curva sus labios y cierra sus ojos con alegría y encanto, hace que este tiempo de fatigas sin su presencia se pasen como si su ausencia hubiese desaparecido en unos segundos. Nuestra separación ahora ya no existe. No ha existido. Avanzo hacia ella después de haberme recompuesto emocionalmente y tras un simple: “Hola”; nos fundimos en un abrazo de varios minutos.
     –Amiga, amiga... ¿Qué tal todo desde que llegaste? ¿Tuviste buen viaje? ¿Cómo ha ido? ¿Cómo ves el entorno? ¿A qué huele la ciudad? –pregunto mil cosas, ansiosa y nerviosa, a la vez que me separo de mi gran, gran amiga.
     –Huele a ti –me responde con gracia.
     Nos volvemos a fundir en otro abrazo. Sus palabras han calado hondo en mi corazón.
     –Te he echado de menos –susurro a mi mejor amiga en el oído. O, tal vez, las palabras ni tan siquiera han llegado a salir de mis labios debido a la emoción. La verdad es que no lo sé. Simplemente lo llevo dentro.
     Juntas, emprendemos nuestro caminar, algo que nos gusta hacer, al mismo tiempo que me narra sus aventuras por otros lares y yo le pongo al día. Ahora cuento las horas que quedan para que, de nuevo, parta de aquí, porque sé que la próxima vez que venga, aunque tarde en hacerlo un poco más, ya no se volverá a marchar.
     ¡Qué alegría me da tenerla a mi lado! Porque aunque tengo amigas y amigos que son un tesoro de coleccionista en mi baúl, ella es la joya de mi corazón...




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No hacen falta nombres para que
sepas que te lo dedico a ti, amiga.
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Por María del Pino.

sábado, 22 de diciembre de 2012

"El enmendador de corazones", de Ricardo Reques, por María del Pino.


     Me llevé las manos a la cabeza, aturdida, ansiosa... Quería más. Me estaba obcecando con cada uno de los que leía. No podía dejar de pensar en ellos...” Así podríamos decir que me he sentido leyendo los relatos del escritor Ricardo Reques.

     Aunque "de oídas" hace casi dos años que lo conozco, es decir, desde que empecé mi aventura por este loco mundo de la LITERATURA, no hace tanto que tengo el placer y el honor de hacerlo en persona. Es un hombre inteligente y sencillo. Discreto. Un hombre que me ha sorprendido gratamente con su libro “El enmendador de corazones”.

     Consta de 15 relatos muy interesantes y creativos. Originales. En ellos, sus personajes sucumben ante el mundo de la obsesión. Solamente ven delante de ellos lo que los absorbe por completo, apartándolos del mundo real (o del buen camino), llegando así, en numerosas ocasiones, a adquirir una forzosa transformación.
     Cada final es creativo y en la mayoría de las veces, completamente inesperado. Ninguno de los personajes se parece entre sí, aunque tienen el mismo rasgo obsesivo. Casi todos, por no decir todos, son inteligentísimos investigadores en diferentes campos (hasta un pescador ha de saber cómo encontrar los peces, ¿no?). El caso es que Ricardo forma alrededor de ellos, de manera atractiva, un mundo que les hace girar en torno a un único objetivo, olvidándose incluso de lo que les gusta, o eran.

    En la magnífica narración que elabora en el relato “El viejo Olmo”, entre otros, me ha recordado a una de mis descripciones favoritas que el clásico Azorín realiza en la primeras páginas de su novela “La Voluntad”. Aunque eso sí, para mi gusto, ha superado y mejorado los rodeos largos y enrevesados que este gran autor solía hacer en el resto de la obra. Personalmente, me gusta la dinámica y el planteamiento que Ricardo nos brinda en su libro.

     No sé si será percepción mía, pero los relatos suben, poco a poco, el nivel de contenido “erótico”, ya que a pesar de que no se consideren relatos eróticos, se ve reflejado que, a medida que van avanzando, el tema va saliendo más a la luz. Desde mi punto de vista, lo ha hecho de manera muy acertada.

     Hay relatos con los que me he tenido que reír por su inventiva tan curiosa, como en el caso de “Lunático”. Otros, en cambio, me han conmovido y sorprendido (“Golpe de mar”, “Confesiones de un viejo loco”). Y hasta puedo decir que he llegado a sentir "verdadera desesperación" con alguno de ellos porque he vivido con el personaje los hechos finales, dejándome así con ganas de saber y leer más sobre el autor.


     En definitiva, los relatos van aumentando su fuerza conforme vas adentrándote en ellos. Todos son muy fáciles de leer y de imaginar. Eso, para mí, es lo más importante en un libro. Y sobre todo, en uno de relatos, ya que consta de narraciones breves y la oportunidad de atraer al lector en menos líneas es obviamente menor. 


Recomendable.



Enhorabuena, Ricardo.
Permaneceré a la espera de tus próximas obras.



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A continuación, dejaré su biografía:

     Ricardo Reques, aunque nació en Madrid, reside en Córdoba desde los once años. Es Doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Córdoba. Su tesis centrada en cuestiones sobre ecología de anfibios recibió el Premio Extraordinario de Doctorado.
     Ha publicado numerosos artículos científicos y técnicos en revistas internacionales y es autor de varios libros y otras publicaciones de carácter técnico y divulgativo.
     Ha realizado estudios en Historia del Arte y, en el ámbito literario, tiene microcuentos publicados en 2001 en el libro “Galería de Hiperbreves, Edición del Círculo Cultural Faroni” (editorial Tusquets), un cuento infantil en el libro “Historias Mágicas y Verdaderas” editado en 2005 por Aldeas Infantiles SOS y varios relatos en distintas antologías, algunos de los cuales han sido finalistas en diferentes certámenes.
     Recibió el primer premio en el V Concurso de Relato Breve del Museo Arqueológico de Córdoba (2008) y en el IV Certamen Internacional de Relato Breve sobre Vida Universitaria (2011).
     En 2011 Ediciones depapel le publicó el libro de microcuentos "Fuera de lugar" y la editorial Alhulia el libro de relatos titulado "El enmendador de corazones".
     Pertenece a la Asociación Cultural Mucho Cuento.


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Por María del Pino.

jueves, 13 de diciembre de 2012

RELATO: "El parque del viejo Olmo", de María del Pino.


A todas y cada una de esas injusticias 
que cometen contra las áreas verdes de
la ciudad, por el supuesto bien de esta,
sin querer comprender que hay cosas
simples que no deberían cambiar nunca.


     Lloran las hojas del suelo por su partida, tristes y deprimidas. Solloza la brisa en el vacío que sin querer nos ha dejado. Hoy he venido y él, sin avisar, se ha ido. Se ha marchado. O, más bien, se lo han llevado. No está donde debía, causando así mi melancolía. Siempre camino por el parque, alegre al verlo aun en la distancia. Empero, ahora ya no. En su lugar no hay nada. Sólo unas hojas caducas que enfatizan sus añoranzas, mostrándolas con desengaño, crujiendo esparcidas sin su amo. Ya no se encuentra ahí el árbol que me escuchaba en los días amargos, o en los soleados. Y, al ver la cavidad que nos ha dejado, comprendo que no volverá. ¡Lo han talado sin avisar! Y rompiendo su alma, destruyeron gran parte de la mía, dejando a su paso por el parque centenares de añicos formando cristales, pues desde pequeña vengo a corretear y, en sus raíces, mi cuerpo recostar.
     Hoy (repito) lo han talado y de mi vida lo han arrancado. Toco las betas de sus años viejos, ajados. Recorro su tronco mal cortado. Paso mi mano por su áspera corteza mientras las hojas siguen su rumbo, movidas por el viento que ahora el centenario ya no frena. Se alejan despacio, farfullando a los crueles hombres que pensaron que ahí, un árbol tan grande no armonizaba la estética de la ciudad. Ciudad sumergida en el mundo del bullicio y descontrol, del tiempo de las prisas...
     Nos han despojado de la esencia del parque del viejo Olmo, pues, sin este anfitrión, ya no es nada más que una simple réplica de parque que aguarda a la nada con un puñado de bancos, cuatro arboluchos maltrechos y un montón de personas que ahora buscan y extrañan su cobijo.
     Lloro porque se lo han llevado. Lloro porque su historia nos han quitado...

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*Tuve una visión, un sueño. En este, caminaba por un parque sin árboles que cubriesen parte del cielo con sus sombras acogedoras. Lo único que veía, era pura edificación, un parque de asfalto, ventanas, bancos y piedras con cuatro palos maltrechos. Nos quitaban parte de su existencia y de ahí, escribí estas palabras que ahora muestro. Esto no es otra cosa que una pequeña dedicatoria a las zonas verdes de nuestras ciudades. Algo que jamás debería ser mancillado y manchado por la urbanización y su contaminación.
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Por María del Pino.
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viernes, 7 de diciembre de 2012

RELATO: " La Navidad de un niño pobre y rico ", de María del Pino.

Aquí va mi felicitación Navideña de este año (a lo "made in Spain") para todos vosotros y vuestros seres queridos.


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A una gran mujer que me lee, en cuyo
corazón he encontrado bondad y amor,
Paquitay a todos los niños que se
encuentran como el pequeño Benito.





Benito Benjamín (o como le llamaba su amigo Pepín: “Doble-Ben”) era un niño que no creía ni en la Navidad, ni en los Reyes Magos. Siempre caminaba por la calle, en los días de invierno, cabizbajo y pensativo, con las manos en los bolsillos. No era muy feliz porque siempre estaba pasando penurias. Vivía con su vieja y pobre abuela Bernarda. La quería mucho, pero echaba de menos el calor de unos padres. Mamá, desde el extranjero, siempre le había contado en sus cartas que papá fue un pintor muy bueno, pero que se marchó al cielo porque aquí estaba muy malito. Le explicó que subió allí para estar siempre bien y decorarle al Señor los cielos que él cada día veía. Ella, por su parte, tuvo que partir al extranjero con un montón de obras de arte de su difunto esposo para tratar de sacarles partido a la vez que buscaba un trabajo. De vez en cuando les mandaba algo de dinero. No era mucho, pero gracias a ello pudieron comprarse (su yaya y él) algo de ropa para los veranos, zapatos y comida. Las prendas de invierno las mandaba su madre cada dos años de una casa para la que trabajaba. En la última carta que les escribió, dijo que un hombre parecía haberse dado cuenta del talento de su padre, así que estaba tasando, mediante un experto, el valor de los cuadros para comprarlos.

 Aunque Benito no se quejaba y hacía siempre lo que la abuela le mandaba, no soportaba los días del año en los que el alumbrado salía a la calle a lucir su comercial alegría. Además, el frío hacía que se tuviesen que abrigar para no coger un resfriado con esos chaquetones tan grandes, poco calentitos y feos. Y sus amigos (lo poco que los veía) no hacían otra cosa que querer más y más juguetes por esas fechas. Así que podemos decir con seguridad que su tristeza más honda llegaba de la mano de la Navidad. Solía sentirse muy solo, ya que veía, en esos días tan señalados, que todos los niños estaban con sus familias y hablaban de cosas que a él le parecían un sueño inalcanzable.

 Su abuela, para alegrar el ambiente cargado de soledad y vacío, ponía cada año una mesa con un pañito blanco (bordado por ella) de cuando se casó, junto a unas velas rojas, carcomidas por los años y las noches de apagón. Allí, al lado de estas, ponía la foto del abuelo, de su padre pintando un lienzo enorme, del tito que también se marchó al cielo siendo un niño y de su madre sentada cerca del río cuando era más joven. Para darle un toque más Navideño al asunto, esta colocaba un pequeño niño Jesús que solía habitar en su habitación y dos calcetines rojos (uno de ella y otro de Benito). Aunque a él no le gustaban esos adornos tan cutres y quería poner unos más bonitos para su yaya, sonreía mucho con tal de que esa gran mujer que lo estaba criando fuese feliz unos segundos. 

 Como eran muy pobres, Benito no tenía más juguetes que un viejo cochecito que le dio su amigo Pepín. Un día, hacía ya dos años, vino a su casa y trajo dos coches para jugar porque sabía que no tenía juguetes. Antes de irse, al ver que era de verdad lo que el niño decía, le regaló uno. Eran muy buenos amigos.

 Su abuela Bernarda, apenada de no poderle comprar nada en Navidad, ya que todo su sustento lo destinaba a la comida (y a veces hasta les había faltado), siempre le decía que, como vivía con una vieja que hacía mucho que no tenía niños, los Reyes Magos no sabían que estaba ahí con ella y que, por eso, no le podían traer nada. Así pues, se hacían regalos mutuamente el día seis de enero. Ella le echaba en el calcetín unos caramelos y él le ponía unas flores que recogía el día de antes, justo cuando llegaban a su casa después de ver la cabalgata y de que la abuela cogiese algunos de los caramelos que añadía a los dos o tres más bonitos que sí compraba.

 Un día, Pepín llamó a su puerta junto a su padre, Jaime. Este venía para invitarlo a su casa a jugar al día siguiente y él accedió encantado. Se alegró de que se hubiese acordado de él y de que su padre lo trajera para avisarle. Fue un detalle, ya que Benito no tenía teléfono, ni televisión.

 Cuando Pepín lo recogió y lo llevó a su casa, se sorprendió. Vivía en un piso humilde, pero para él no había pobreza por ningún lado. Tanto le impresionó, que no pudo evitar exclamar un “guauuu...” al ver a su madre, Paquita, con el delantal puesto y una sonrisa en la boca al recibirlos, el decorado Navideño tan bonito que cubría la puerta, la entrada del pasillo llena de adornos y el salón de fondo desprendiendo calor.

 Al llegar a él, Benito no pudo evitar salir disparado hacia el árbol de Navidad que se situaba en la esquina más lejana.

 –¡Pepín! –se emocionó–. No sabía que vivías en una casa tan grandota.

 –¿Grandota? –se sorprendió el otro dando una risotada.

 Era apenas un piso de noventa y dos metros cuadrados. Los padres de su amiguito, un poco extrañados, le preguntaron por qué le parecía tan grande y él, inocente cual niño que era, habló sin más:

 –Mi casa es como el salón y el pasillo. Tenéis televisión, un árbol enorme dentro, muchos aparatos –señaló el equipo de música–, estáis juntos viviendo como reyes –sonrió alegremente y concluyó la frase con un simple:– ¡¡y Pepín me ha dicho que tiene muchos muñecos para jugar!!

 –¡Será que tú no tienes! –al padre pareció hacerle gracia.

 –No, señor. Mi único juguete fue el que me regaló Pepín... –su inocencia cortó a los padres, pues recordaban que tuvieron que decirle a la abuela que era un regalo, que no lo había robado, ni se lo había dejado olvidado.

 –¡Doble-Ben! ¡No hables más y vamos a jugar antes de que mi madre saque las galletas! ¿vale? –le agarró del maltrecho chaquetón y este crujió hasta rasgarse un poco en un leve tirón.

 –¡Anda! ¡Mi abrigo! –exclamó.

 –No pasa nada... Yo lo arreglo... –lo cogió la madre de su amigo.

 Los niños, ilusionados y olvidando el incidente, se fueron corriendo a la habitación del joven anfitrión, dejando atrás al matrimonio. Estos se habían quedado conmocionados ante las palabras del chiquillo y lo poco que sabían de él a través del profesor y de su hijo. La mujer miró el desgastado chaquetón (dos tallas más grandes) y negó con la cabeza. El marido simplemente le dio dos palmaditas en el hombro antes de ir a quitarse su elegante abrigo largo.

 Al llegar al cuarto, Pepín abrió la puerta y Benito creyó pisar el paraíso. La habitación de un niño cualquiera, con peluches encima de la cama, un puñado de libros con dibujitos y varios muñecos (y coches) en un pequeño baúl, le parecieron a él “JUGUETELANDIA”. Emocionado, le pidió permiso a su amigo para poderlos tocar y este se rio, alegando que tenían toda la tarde para divertirse con ellos.

 El pobre niño, al escucharlo, hizo de tripas corazón para no llorar mientras disfrutaba del momento. Era pobre, lo sabía bien. Pero no comprendió cuánto hasta que vio las “riquezas” de su amigo, un pequeño de clase humilde y de padres de sueldos normales.

 Paquita, con encanto y bondad en el rostro, apareció por la puerta y los llamó para ir a merendar. Ya no tenía el bonito delantal de antes, así que Benito pensó que saldría a la calle (su abuela siempre tenía el delantal en casa). Al acompañarlos al salón, se encontraron al padre colocando en la mesa unas servilletas y sirviendo café en dos tazas. Iban a merendar todos juntos. Este se sentó y cogió el periódico después de dedicarles una afable sonrisa.

 –¡Vamos a comer! ¡Mi madre hace unas galletas estupendas!

 Benito, sorprendido, corrió tras su amigo hacia las sillas. Él nunca había visto, ni probado, unas galletas hechas por una mamá, así que cuando el aroma dulce impactó en su cara, junto a la calidez que estas pequeñas delicias desprendían, la boca se le hizo agua.

 Mientras merendaban, él estaba disfrutando como un "Marqués". Bebía batido de chocolate, comía galletas con forma de estrellitas, bollos rellenos de cacao que el padre compró para ese día... Era todo un festín.

 Paquita, que conocía a la madre del niño un poco, ya que hablaban por teléfono cada X tiempo para decirle que habían recibido el paquete bien, o la transferencia, le preguntó desde cuándo no hablaba con su mami. Este respondió que llevaba sin verla en persona tres años y medio y que desde que se fue, solamente había leído sus cartas con la ayuda de la abuela. De la última, hacía ya medio año.

 La mujer miró a su esposo y este, a su vez, soltó el periódico. Ambos se levantaron y cuchichearon un rato en la cocina. Habían decidido darle un regalo de Navidad al pequeño Benito. Ella descolgó el teléfono y marcó muchos números mientras el padre los entretenía con un truco de magia que parecía hacerles mucha gracia.

 –Benito –lo llamó ella después de hablar un rato–. ¿Has escuchado alguna vez lo que se oye al otro lado del teléfono?

 –No, ¿por qué?

 –¿Quieres oírlo? –le extendió el auricular con una bella y enternecedora sonrisa.

 –¿Puedo? –se mostró contento.

 Al otro lado de la línea, alguien temblaba al oír su voz de fondo.

  –¿Sí? ¿Hola, hola? –dijo el niño con alegría al pegárselo a la orejita.

 –Be-Benito... –susurró una mujer entrecortada.

 –¿Sí? ¿Con quién hablo? –su tono seguía mostrando felicidad.

 –¿No-no me reconoces? –la dama del otro lado del auricular seguía temblando.

 –No... ¿quién eres? ¿Me conoces? –el pequeño tragó saliva. Se preguntaba quién sería esa mujer que parecía saber quién era él.

 –So- soy... –los sollozos impactaron sobre el chiquillo–. Soy mamá...

 Momentáneamente, se separó el teléfono de la oreja con la boca abierta y con el corazoncito sobrecogido. Al escucharla llorar, enseguida habló:

 –¿Mami? ¿Mi mami? –palideció ansioso.

 –Sí, cariño –trató de recuperar las fuerzas.

 Benito, aferrado al teléfono como si su vida dependiera de ello, comenzó a soltar una lágrima tras otra por sus mejillas. Escuchaba todo lo que su madre le decía sin apenas articular una sola palabra. El padre de su amiguito se acabó llevando a su hijo porque le afectaba ver a su compañero de aventuras infantiles tan afligido.

 Finalmente, la madre le pidió que le pasara el teléfono a Paquita y así lo hizo tras despedirse con un: “te quiero, mamá. Te echo mucho de menos”. Ambas mujeres hablaron durante un rato. Una le agradecía a la otra el gesto tan inesperado, ya que sabía que no tenían teléfono en casa de la abuela por falta de dinero. Le dijo que la llamaría más tarde para conversar con ella, que ahora debía irse al trabajo. Estaba intentando conseguir el traslado a España. La madre de Pepín colgó con una congoja muy grande en el rostro. Una que trataba de salir a flote. El nudo que sentía oprimiéndole el estómago le había dejado un mal sabor de boca. No sabía si había obrado bien o mal, pues ahora, una mujer marchaba al trabajo dolida ante la cercanía y lejanía de un hijo. Y... el pequeño Benito se hallaba llorando a mares en mitad del salón de su casa. No podía dejar de pensar que después de tanto tiempo... el chiquillo había escuchado la voz de su madre. La buena mujer no sabía si eso habría sido algo positivo para el crío. En parte, se arrepintió.

 Tranquilizó al niño con su alma maternal y unos cuantos abrazos. Benito se recuperó enseguida porque, en realidad, le habían dado una gran alegría. Cuando llegó la hora de marcharse, la madre de su amigo le dio un abrigo nuevo. No quiso aceptarlo. Era un regalo muy caro. No obstante, Paquita se lo puso y Pepín le sonrió. Como era muy listo, le dijo:

 –¡A ti te queda muy bien, Doble-Ben! A mí no, así que llévatelo y enséñaselo a tu abuela. Seguro que también dice lo mismo que yo... –agarró a su madre y esta buena señora le sonrió, orgullosa.

  Jaime, satisfecho también ante el comportamiento de su hijo, le extendió la mano a Benito. Este la agarró muy agradecido. Antes de salir por la puerta, la enternecedora mujer metió en una bolsa de plástico varios dulces y una botella de batido de fresa que había quedado entera. Se la dio junto a las tres últimas galletas en una servilleta (aunque la pesada bolsa la cogió el hombre, claro). Servilleta que guardó en su nuevo abrigo. Expuso que su abuelita sería muy feliz si se lo daba, así que el chiquillo se alegró, le dio un abrazo de esos que llegan a lo más profundo del alma y se marchó por la puerta con un gran caballero de la mano.

 Al llegar, la abuela se extraño mucho. Estaba muy guapo con ese chaquetón. Miró al acompañante de Benito buscando una explicación en sus ojos mientras esta inocente criatura saltaba alegre, soltando de manera apabullante lo que había vivido en esas horas.

 –Hijo... –el hombre silenció al niño con cariño–. ¿Puedes guardar los dulces y ponerlos bien mientras hablo con tu abuela de cosas de mayores?

 –Sí, por supuesto –emocionado al escuchar la palabra “hijo” cogió la pesada bolsa y se fue a la cocina.

 –¿Podemos hablar, señora?

 –Desde luego, pase, pase, joven... –su voz sonaba cansada.

 Una vez dentro, Benito se dedicó a amontonar en la despensa las dos palmeras de chocolate plastificadas una encima de la otra y los pastelitos. Los colocó justo por el orden en el que se los daría a probar a la abuela. El batido de fresa lo guardó en el pequeño y medio vacío frigorífico que tenían. Entretanto, tarareaba feliz. Nunca había vivido nada parecido. Además, como solamente en su cumpleaños compraban batido, veía el interior de la nevera precioso con ese color fresa pálida. Pensaba continuamente que había hablado con su madre, que había comido como un niño rico (es decir, normal), que lo habían tratado como a un rey, que jugó con muñecos y que le habían regalado un abrigo precioso. Era el día más emocionante de su vida.

 Mientras él pensaba que era la Navidad más buena y bonita del mundo, los adultos hablaban en el salón sobre cosas importantes. Quedaron en verse en dos o tres días para tratar un tema que la madre del chico le había comentado a su mujer, por lo que volvería por la mañana con Pepín para que jugaran mientras tanto.

 Antes de finalizar la conversación, Jaime les dijo a los dos que este año pasarían el fin de año con ellos ya que no irían a ningún lugar.

 –Caballero... No queremos interrum...

 –¡Nada, mujer! –exclamó cortándola–. Y llámeme Jaime, ¡por Dios, señora! –sonrió–. Le aviso que mi mujer no acepta un no como respuesta. No querrá que esta noche, este pobre servidor, duerma en el sofá por no haberla podido convencer a usted, ¿no? –curvó sus labios con amabilidad y dulzura.

 A Bernarda se le hicieron los ojos agua. Agarró su pañuelo, enjugó sus lagrimas y lo bendijo a él, a su esposa y al adorable Pepín. El hombre se marchó y el chiquillo, ilusionado, le mostró los dulces y le comentó el orden en el que se los comerían. La abuela en realidad adoraba los dulces, pero hacía mucho tiempo que no los comía por poder alimentarlos a ambos, ya que su mísera paga no le daba apenas para mantener el piso, pagar la luz y el agua, pues siendo dos... no tenían a veces suficiente. Por eso, cuando llegaba un poco de dinero de su hija, Bernarda lo usaba para comprarle los libros del colegio a Benito, algún pantalón (ya que el niño crecía o los rompía), para ayudar a llegar a fin de mes y algo que iba ahorrando (cuando le sobraba, que pocas veces era) en una cuenta para el niño, por si algún día le ocurría algo a ella. Ya tenía doscientos euros, una miseria para un caso extremo...

 –¡Yaya! –captó su atención mientras corría hacia su chaquetón nuevo.

 –¿Qué pasa?

 –Mira, yaya... –sacó las galletas–. Me las han dado para ti. La mamá de Pepín, Paquita, es muy buena. ¿A que sí?

 –Gracias, hermoso mío –le acarició la cabeza mientras cogía una–. Es un ángel. Un ángel...

 Mordió la galleta a la vez que le daba otra al chiquillo. Él se sentó en su regazo y Bernarda se meció con este en brazos, cantándole una nana mientras lo arropaba con una manta casi tan vieja como ella.

 

 

 

 Llegó la Nochevieja, el último día del año, y los recogió Jaime en su coche familiar. Una vez en la casa, la abuela agradeció a la madre toda su bondad. Solamente se habían visto dos o tres veces en todos estos años de guardería, preescolar y cole, pero la anciana sentía que Paquita y su familia eran personas de las de toda la vida. Cenaron escuchando villancicos, viendo la televisión y a los pequeños bailar mientras disfrutaban de unos mazapanes que a Benito se le antojaron deliciosos. Paquita le puso unas cuantas canciones de copla a Bernarda. Pensaba que le gustaría recordar sus tiempos, y así fue.

 Esa noche, alejadas de los niños y de Jaime, la mujer habló mucho con la abuela. A Bernarda se le iluminaron los ojos con sus palabras. Tanto, que a la despedida, la anciana mujer abrazó al matrimonio con ilusión. Pepín y Benito se unieron al abrazo entre risillas inocentes.

 –Oye... –dijo la madre de su amigo al chiquillo–. Los reyes me han dicho que te van a traer algo a esta casa. ¿Vendréis la abuela Bernarda y tú el día seis por la mañana?

 –¡Dios os bendiga! –susurró la anciana.

 –¿Los reyes? ¿Los Reyes Magos? –se sorprendió.

 Él nunca creyó en ellos, pero si la bondadosa Paquita decía que existían y que traerían algo para él, este, como niño inocente que era, lo dio por hecho. Una mujer tan buena nunca mentiría.

 –Esos mismos –afirmó Jaime.

 –Yo este año he pedido el juego de cazar mariposas –zamarreó Pepín a su amigo–. ¡Si me lo traen podemos jugar!

 

 

 

 Al llegar a su casa, con la abuela sollozando durante casi todo el trayecto en coche, ambos se dispusieron para dormir. Bernarda le deseó al niño un feliz año nuevo y se fue a rezar para que todo saliese bien y para poder ver al pequeño y a su hija muchos más años.

 Benito, tras recordar lo bien que se lo estaba pasando estas Navidades, se sintió feliz y dichoso. No pudo llamar a su madre de nuevo, pero disfrutó de una familia. Además, la mamá de Pepín le dijo que pronto hablaría otra vez con ella. Eso era más que suficiente para él.

 Cerró sus ojitos y se sobresaltó. Se levantó corriendo, se puso las pantuflas roídas que tenía y se dirigió a la mesita Navideña que ponía su abuela cada año. Cogió la foto de su tío y la besó. Luego, hizo la misma operación con la de su padre. Por último, agarró la de su madre. Era una foto antigua, pero ya le puso voz a esa cara. Le dolió no haberla recordado, pero prometió no olvidarla nunca más.

 Después de soltarla, tomó al niño Jesús y le susurró en el oído, a modo de secreto, sus deseos de Navidad:

 –Por favor, niño Jesús, dile a los Reyes Magos que me traigan la felicidad...

 Lo soltó con cuidado, se santiguó y volvió a la cama.

 

 

 

 El día de la cabalgata pasó pronto. Allí pudo darle una carta a un paje en la que ponía que deseaba la felicidad y ver a su mamá. Se acostaron lo antes posible. Ese día ni recogieron flores, ni compraron o recolectaron caramelos. Benito tenía mucha prisa.

 Una vez que la GRAN mañana hubo llegado, sonó la puerta con energía. El niño apenas había dormido de lo nervioso que estaba, pero esperó paciente y calentito entre las sábanas a que su abuela le diera la señal. No eran ni las nueve de la mañana. Bernarda, que parecía bien espabilada, se encontraba ya vestida. Ese día se había arreglado su blanco moño un poco más que de costumbre y llevaba dibujada la expresión de felicidad en el rostro. Abrió la puerta, ansiosa, mientras avisaba al pequeño.

 Él se incorporó con rapidez. Ya tenía la ropa puesta. Cuando creyó que ya estaba listo después de ir al baño y ponerse el chaquetón, se dirigió hacia los adultos.

 –Benito... Las pantuflas... –señaló la abuela.

 –¡Vaya! –se llevó las manos a la cabeza y fue corriendo a cambiarse.

  Pusieron rumbo hacia la casa de Pepín. Iban muy alegres en el coche. Jaime cantaba con el pequeño la famosa canción de: “ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén. Olé, olé, Holanda y olé. Holanda ya se ve...”. Nada más llegar al portal, Pepín estaba dando botes en su planta. Tenía una bata de estar en casa de Shin-chan y unas pantuflas de Doraemon.

 –¡¡CORRE, BENITOOOO!! –gritó eufórico el niño–. ¡Los regalos están sin abriiiirr!

 Emocionado, subió las escaleras con rapidez. Por suerte para el viejo corazón de la abuela, vivía en una primera planta, así que no se asustó durante mucho rato al verlo correr por un sitio tan peligroso.

 –¡¡MIRA!! –le señaló el árbol.

 Alrededor de este pequeño y gran pino había muchas cajas y bolsas. Estaba alucinado. Miraron los nombres. Le dieron a papá el suyo, a mamá el suyo...

 –¡YAYA! –gritó–. ¡Mira!

  Le enseñó una bolsa en la que ponía: “Para la abuela de Benito Benjamín”. La señora, emocionada, le dio las gracias a los padres y lo abrió muy conmovida. El nieto se quedó mirando sus ojos llorosos. Estaba contento, feliz de verla sonreír. Finalmente, la abuela sacó una cálida prenda de abrigo. Parecía un jersey grueso. Perfecto para no resfriarse. Dentro también había una bufanda blanca de pelito suave.

 –¡Benito, el tuyo y el mío! –el chiquillo le dio una caja.

 Mientras Pepín abría emocionado su regalo, él no era capaz de desenvolver el suyo. Miraba a los padres de su amigo y veía en ellos una familia. Vio que tenía mucha suerte de tener a la yaya, a Pepín y a sus padres, a los cuales, desde que conoció más a fondo tanto quería.

 –¡EL ATRAPAMARIPOSAS! –exclamó lleno de júbilo–. ¡Me encanta! ¿Jugamos? –miró a Benito–. Oye... abre el tuyo... –le sonrió con curiosidad.

  Al fin reaccionó y se olvidó de todo. Rompió los papeles con emoción y vio que se trataba del “cocodrilo saca muelas”. Ambos niños estaban eufóricos. El padre desapareció junto a Bernarda durante un tiempo mientras Pepín abría un segundo regalo mucho más pequeño. Este no le gustó tanto, ya que eran calcetines. Como se trataba de seis pares (de superman), decidió darle la mitad a su amigo para que pudieran ir al cole iguales. Mientras Benito se lo agradecía con los villancicos sonando de fondo, la madre se dedicaba a montar el juguete de su hijo. Comenzaron a atrapar mariposas los tres. Entre gritos, risas y algarabía aparecieron Jaime y la abuela. Esta venía emocionadísima. Tanto, que el niño se preocupó mucho.

 Paquita intervino al ver su rostro y le cuestionó que si quería hablar con su madre.

 –¿Se puede? –preguntó inundado de alegría.

 Su amigo parecía muy risueño. Se reía mucho. Miró a su abuela, la cual afirmaba con la cabeza a la vez que bendecía a esa familia.

 –Claro –dijo el padre dándole el móvil–. Pero esta vez usarás mi teléfono. Ella ya está al otro lado.

 –¡ANDA! ¡Un móvil!

 El pequeño se giró hacia el arbolito y miró las bolas para tener un poco más de intimidad, ya que sabía que se le escaparía alguna lágrima de felicidad. Apreció que se reflejaba en una dorada y su abuela en otra verde.

 –Hola, cariño...

 –¿Mami? –tembló.

 –¿Cómo estás?

 Él le respondió lleno de júbilo y se dedicó a escucharla. Ella le decía que en Alemania hacía demasiado frío y había mucha nieve. Pese a que le hablaba del frío, la escuchaba cerca. Sintió la calidez de su voz en la habitación, así que cerró los ojos y se la imaginó a su lado, mirando el árbol y agarrados de la mano.

 –Benito... –susurró la madre con tanta ternura, que abrió los ojos de golpe.

 En el reflejo de la bola vio que ella estaba con él. En seguida creyó estar soñando. Parpadeó unas cuantas veces para volver a la realidad, pero la ilusión no se iba. Permanecía ahí, frente a él. Aunque las piernas le temblaron, tuvo fuerzas para girarse y verla arrodillada tras él.

 –¡MAMÁ! –exclamó varias veces entre las lágrimas que cortaban su respiración, agitándola en mitad de ese hermoso abrazo entre madre e hijo.

 –Ya he vuelto... Perdóname... Perdóname –susurró dándole un beso en la cabeza al mismo tiempo que las lágrimas se apoderaban de ella.

 Al separarla para mirarla, vio que era más bonita que en la foto. Jaime, por su parte, trataba de explicarle a Bernarda que su hija había conseguido el traslado definitivo aquí junto a un ascenso, facilitándoles así la vida en muchos aspectos. Además, logró vender casi todos los cuadros por una buena cuantía. Tendrían teléfono y tele. Comerían mejor, se podrían ir comprando ropa poco a poco y, lo más importante para ellos, estarían juntos.

 El pequeño en esos momentos no escuchaba nada de lo que los adultos decían, solamente daba las gracias a los Reyes Magos y al niño Jesús por haberle concedido su preciado deseo. Ahora vivirían juntos y felices para siempre. Porque un niño pobre, puede llegar a ser muy rico de corazón.

 
 



OS DESEO UNA FELIZ NAVIDAD
Y UN PRÓSPERO AÑO 
CARGADO DE LO QUE ESTE
NIÑO HA SENTIDO AL
ESTAR CON LAS
PERSONAS QUE AMA.

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Por María del Pino.
www.mariadelpino.com