El ladrón de almas

El ladrón de almas

jueves, 31 de octubre de 2013

Relato: "El sabor de la sangre" (Vestidos de Zombies III)


Las fauces de la noche (Vestidos de Zombies II):
http://maria-009m.blogspot.com.es/2012/10/las-fauces-de-la-noche-vestidos-de.html


Y gracias a vosotros, la tercera parodia ya ha llegado un año más a mi blog. ¿Sobrevivirán los cinco chicos y el taxista? ¿Qué aventuras les esperan aquí? Poco a poco los muchachos se dan a conocer más y menos.
Gracias por estar ahí...





A mis primas Daniela y Carmen.
Y, por supuesto, a my Bro, Elena.
Os quiero.




El sabor de la sangre:




            A finales de septiembre, los cinco chicos habían acordado reunirse en casa de Pedro para debatir sobre la temible fecha. Halloween se acercaba un año más y, aunque fueran meras coincidencias, ya estaban hartos de vivirlas. Halloween no era made in Spain, pero las habían sufrido dos años consecutivos y no estaban dispuestos a experimentar un tercer asalto.
     Solo faltaba por llegar el más revoltoso: Manolo.
            –Tíos, tenemos que salir de la ciudad… –propuso Lucas aterrado y tirándose del cabello–. Paso de repetir experiencia.
            –Cálmate –Pedro se sentó a su lado para serenarlo.
            –Al menos a ti nadie te ha dejado solo ante el peligro: rodeado de zombies o encerrado en un maletero con lobos alrededor… –Antonio parecía disgustado por eso.
            –Ya sabes que lo sentimos mucho… –Pedro trató de disculparse.
            –Ya, ya… Lo sé. Si lo que más me jodió es que al salir del coche os olvidaseis de mí y me dejaseis allí con la nevera… –suspiró recordándolo.
            –Agua pasada no mueve molinos… –la única intervención de Jaime les hizo a los chicos mirarlo con más de una ceja arqueada.
            Desde los hombres lobo se había vuelto un chico muy espiritual y los días de PA –se recuerda: Pa los Amigotes– se habían vuelto muy raros. Él se dedicaba a calmar los tensos nervios de Lucas con diez minutos de espiritualismo. Al principio, pareció no gustarle mucho, pero después de dos o tres sesiones... el histérico le había cogido gustillo. Pedro creía que en secreto incluso lo practicaba más que el propio Jaime, un chico –usualmente– de modas pasajeras.
            –¡Tíos! –una voz les sorprendió en la calle.
            Los cuatro muchachos se asomaron por dos de las ventanas. Allí bajaron su mirada para contemplar a Manolo. Tarde, como siempre. En esta ocasión, para su sorpresa, venía acompañado por un chico más alto y robusto que él o Antonio.
            –¡Llegas tarde, Manu! –le recriminó Lucas con voz apagada.
            –Es que he ido a recoger a mi primo Ken del aeropuerto. Me ha pillado por sorpresa, así que hemos parado un momento de camino –expuso muy risueño.
            –¿Has bebido? –indagó Pedro.
            –Nooo… –gritó dando tumbos.
            Su primo tuvo que sostenerlo para que no se cayese. Pedro les ordenó que subieran antes de que Manolo armase un espectáculo en mitad de la calle.
            Nada más llegar, el medio borracho se tiró en brazos de Lucas y empezó a sobarlo y besarlo diciéndole lo mucho que lo quería. Luego, repitió la misma operación con Antonio. También aprovechó para pedirle disculpas por abandonarlo.
            –A mí ni me toques o te golpeo –expuso Jaime cuando Manolo fue a abrazar.
            –¿Pero, Jaimito, tú no eras todo amor y paz, plus pa’l salón y demás? –le preguntó en la justa medida de lo "entendible" y con tanto acento “andalú” que parecía Carmen Sevilla diciendo lo de las ovejitas.
            –No me toques las narices… –Jaime se le encaró.
            Últimamente pasaban discutiendo mucho tiempo. Parecía que Manolo, sin querer, había hecho dos o tres comentarios que no eran muy de su agrado. Pedro –que era el más sagaz y los conocía mejor de lo que ellos mismos creían– sentía que iban a saltar las chispas y, para que nada ocurriese y salieran más cosas a la luz, decidió intervenir.
            –No le demos mala impresión al chico –señaló a Ken.
            –No pasa nada. Ya conozco a mi primo –su sonrisa aplacó y calmó a Jaime.
            –¡Anda! Pensé que hablarías inglés… –comentó Lucas.
            –La verdad es que yo también –Antonio le extendió la mano–. Soy Antonio.
            –Encantado –se la estrechó.
            –Yo, Pedro, y él es Lucas –se saludaron.
            –Tú debes de ser Jaime, ¿verdad? –le guiñó un ojo.
            –¿Cómo lo sabes? –se sorprendió mientras lo saludaba y trataba de quitarse de encima de la espalda al baboso de Manolo.
            –Manu me habla siempre de vosotros. Aunque no nos veamos mucho por mi trabajo, nos mandamos centenares de e-mails y nos llamamos con frecuencia.
            –Buenoooo… En realidad soy yo quien te llama a ti, gurrumino, ¡encogido! ¡TACAÑOOOOO! –vociferó el borrachín antes de ponerse a reír.
            –Es que le gusta escuchar mi voz… –su primo se dio una amplia carcajada.
            La verdad es que todos los muchachos pensaron que tenía una voz bonita. Imaginaron que seguramente fuese locutor de radio.
            –¿Y en qué trabajas? –se interesó Pedro.
            –Soy periodista de investigación, aunque a veces hago otro tipo de reportajes...
            –¿Y… por qué te llamas Ken? –Jaime lo observó de arriba abajo. La verdad es que tenía pinta del Ken explorador de la Barbie.
            Tenía un pantalón de aventurero y una pesada mochila a la espalda. La verdad es que le iba el trabajo a la pinta, pero si lo miraban desde la perspectiva “selvática”.
            –Soy Americano –respondió.
            –¿Americano? –Jaime se quedó a cuadros–. Pero si hablas español mejor que nosotros.
            Ken les explicó que su madre –la tía de Manolo– se fue a vivir a EEUU con dieciocho años. Allí conoció a un americano y obviamente se enamoró de él. Como el padre es periodista, el hijo siguió sus pasos. El idioma lo dominaba a la perfección porque sus padres se mudaron a este país diez años –según él, por temas laborales–. Pasó sus primeras veinte primaveras entre aquí y América. Las nueve restantes, en todas partes del mundo. Los chavales descubrieron que era un auténtico explorador con mil y una aventuras. La noche de PA  la pasaron escuchándolo embelesados. Lo suyo sí que eran hazañas dignas de recordar y contar, no como las de ellos… Las cuales, además, debían guardar en secreto. La primera porque el gobierno los tenía vigilados y la segunda por mantener a salvo a Joaquín, el hombre lobo que les salvó la vida.
            La noche de PA trascurrió con algo que ya creían desconocer: risas. Hacía mucho que los muchachos no lo pasaban bien, bien, bien. Si alguna vez habían reído, había sido en un tono bastante apagado, o viendo la película de Resacón en las Vegas. Ken les hizo volver a sentirse unos chicos jóvenes con ganas de vivir.
            –Pringaos, nosotros nos damos el piro –repuso Manolo ya más normal.
            –Yo también debería irme –Jaime lo miró y comentó–: ¿Os llevo? Tengo el coche justo enfrente del portal.
            –¿Ya me quieres? –le pasó Manolo el brazo por encima.
            –Siempre te quiero, Manu… Por muy colgado de una bombilla que estés, te quiero –palmeó su espalda.
            Los tres se marcharon juntos. Lucas bajó un poco más tarde porque se distrajo hablando con su novia por el WhatsApp sobre el día siguiente. Habían quedado para comer con los padres de ella. Antonio también se quedó un rato más hablando con Pedro sobre Ken. Ambos coincidían en que no les vendría nada mal unirlo a los días PA mientras estuviese por ahí. Era un chaval bastante majo.
            Pedro, una vez solo, cerró sus ojos recordando a la mujer en la que pensaba todas y cada una de las noches desde aquel día en el que la conoció. Sarah… ¿Cómo pudo haberlo marcado tanto? No lo sabía, pero algo dentro de él la mantenía viva en su corazón.
            Al cabo de dos semanas de PA, los muchachos estaban encantados con la compañía del americano. Ya había incluso una quedada más con él. Tanto se habían animado que a diez días del “maldito” –así es como llamaban ellos a Halloween–, se habían atrevido a ir a una discoteca. En esta ocasión, incluso quedaron con la novia de Lucas y unas amigas suyas.
            Ken bailaba un poco de reggaeton con una de ellas mientras Jaime y Pedro permanecían sentados en unos taburetes que había al lado de la barra. Manolo iba de un lado para otro pensando en ligar con alguna chica que hubiese por ahí, ya que a las amigas de la novia de Jaime las respetaba y él solo buscaba un ligue de una noche. Pedro creía ver a Sarah de vez en cuando. Sobre todo, en esos momentos.
            –Tío, ¡qué bien se lo monta Ken! –comentó Antonio acercándose a Pedro.
            –La verdad es que sí –señaló Jaime al ver cómo le metía mano a la chica con la que bailaba sin que esta se diera mucha cuenta.
            –Creo que ahí hay química… O física… Desde que los presentaron no se han despegado –se burló Antonio.
            –¿Existe el amor a primera vista? –Pedro preguntó tratando de disimular lo mucho que le importaba saber esa respuesta.
            –Yo creo que sí. No sé. No me ha pasado aún, pero imagino que sí –contestó Antonio encogiéndose de hombros.
            –¡Chuminadas y pamplinas! Eso no existe. Es atracción. Sexo. El amor nace con el tiempo y la comprensión –expuso Jaime un poco malhumorado.
            –Manu, el guay, el mejor… ha llegado, caballeros –expuso apareciendo por encima del hombro del enfadado–. Me acabo de enrollar con una pava que estaba… ¡¡UUFFF!! ¡Cómo estaba la notas! Una pena que se tuviese que ir porque llego a tenerla tres minutos más a mi lado y esta noche hubiese habido fiesta de pijamas.
            –¿Veis a lo que me refiero? –lo señaló Jaime–. ¿Acaso él encuentra una chica? Lo ven atractivo porque está bueno, pero cuando lo conocen más de dos minutos, desaparecen… Huyen despavoridas.
            –Joder… ¡Eres un aguafiestas! –frunció las cejas el aludido.
            –Aquello sí que es amor –Antonio señaló a Lucas abrazando a su novia.
            –Dan asco –repuso Jaime.
            –¡Envidiaaaaaaaaa! –le apuntilló Manolo con el dedo en las costillas.
            –Chicos –interrumpió Ken–. Tengo algo importante que deciros. ¿Podemos ir a un lugar más tranquilo?
            Antonio vio cómo se guardaba un papel en el bolsillo del pantalón. Enseguida pensó que seguramente se trataría de los datos de la chavala con la que había estado.
            –Lucas, nos vamos a un lugar donde podamos hablar. ¿Vienes? –expuso Pedro.
            –Me quedo con mi chica y sus amigas un rato más. Luego, la acompañaré a casa para que sus amigas puedan seguir la fiesta y no tengan que acompañarla –sonrió.
            Aunque no lo hizo con malicia, sus ojos brillaron y los cuatro captaron lo que vendría: un poco de intimidad de la pareja. O, como decía Manolo: “fiesta de pijamas”.
            Una vez a solas con Ken en un parque, les contó que ya había terminado su investigación aquí y que debía marcharse. Los cuatro chicos se mostraron un poco desilusionados. Alguno de ellos –Manolo por ejemplo–, esperaba una buena noticia.
            –Tío, te vas en muy mala fecha –se levantó Antonio del banco en el que todos se encontraban sentados.
            –¿Por qué? –se interesó.
            –Digamos que llevamos muy mala racha, Ken. En esta ciudad últimamente suceden cosas extrañas todos los años por estas fechas y hemos creído que, contigo aquí, tal vez la suerte cambiase –Pedro resolvió el tema con su respuesta sin tener que ahondar en el asunto.
            –¿Por qué no os venís conmigo? –se animó Ken.
            –¿Qué? –Jaime abrió los ojos.
            –Mirad, he de ir a Moldova para hacer una crítica gastronómica. Un rollo, pero se lo debo a mi jefe porque tiene que cubrirlo y no hay nadie disponible. Se trata de degustar un catering a nivel mundial. Se va a celebrar allí, en un hotel de lujo. Ir solo sería algo aburrido. Con vosotros lo pasaré mejor. Es más, sé que mi primo Manu tiene vacaciones, que a Jaime se las deben, Lucas dejó de trabajar por problemillas y que Pedro curra con su padre. No tenéis excusa. Sé también que tenéis pasta de sobra para veniros. ¡Venga! ¡Será muy divertido! El hotel corre con los gastos de la suite. Habrá dos camas de matrimonio y dos sofás. Cabemos de sobra. Solo tenéis que pagar el avión.
            Los tres clavaron sus ojos sobre Manolo para recriminarle que le hubiese contado tanto sobre ellos.
            –A ver… Mejor hablarle de eso que contarle otra cosa, ¿no? –el chico se encogió de hombros ante las miradas recriminatorias de sus tres compañeros.
            –¿Qué me decís? –Ken emanaba ilusión.
            –No… –susurró Jaime indeciso. La verdad es que la propuesta era bastante jugosa.
            –¡¿Por qué no?! –exclamó Manolo–. Quizás pase algo más y… quizás, solo digo que quizás, sea mejor estar lejos de aquí. Además, un hotel de lujo con todos los gastos pagados… ¡A eso no se le puede decir que no! Enrollaos un poco…
            –¿Por qué no? –repitió Antonio para sí mismo mientras afirmaba con la cabeza. Le había gustado la idea de estar en una suite de lujo.
            –¡Eso! ¿Por qué no? Podríamos dejar atrás, de una vez por todas, a los muertos, a los perros-flauta de enormes colmillos y a sus madres si hace falta –Manolo se interpuso entre Jaime y Pedro, echándoles el brazo por encima y situándolos frente a Antonio.
            –¿Muertos? ¿Perros-Flautas? –Ken arqueó una ceja.
            A pesar de que no entendió la frase, pasó de intentar comprenderla y la dejó como algo de jerga moderna que no entendería. En esos instantes, no quiso preguntar.
            –Por mí bien. ¡Si el hotel es gratis, acepto! –sonrió Antonio.
            –Venga… –Ken echó también su brazo por encima de Jaime–. Me voy en dos días. Vayamos a la aventura –le guiñó un ojo.
            –Si Lucas y Pedro acceden, yo también –se resignó.
            –Lucas quería irse de la ciudad –repuso Manolo.
            –No estoy muy de acuerdo. Probar algo nuevo… Mmm… –meditó Pedro. Él no era de planear cosas a lo loco, si es que a eso se le podía llamar planear. Prefería pasar esa maldita fecha en casa.
            –Hay que tener en cuenta que seríamos uno más y estaríamos lejos de aquí –insistió Manolo muy risueño–. En Moldova no creo que haya ningún bicho raro. Eso y que tendremos a Tomás, el taxista, bien lejos.
            Empezaron a insistir los tres que habían aceptado. Pedro accedió al fin y, de rebote, Jaime también. Al final solo quedaba Lucas y… con lo fácil que era de convencer y que sabían que quería salir, pensaron que seguramente no pondría muchas objeciones. Sobre todo porque no querría quedarse solo y, menos aún, estar cerca de su novia ese día para transmitirle su mal –así era como le llamaba él al supuesto “marfario” que les perseguía desde hacía ya dos años atrás– a ella.
            Justo dos días después estaban en el aeropuerto con ilusión y ganas. Los habían llevado la novia de Lucas y el hermano de ella en dos coches. Al joven enamorado le costó despedirse de su chica diez días, pero una vez alejado de ella, en la puerta de embarque, se animó.
            –¡Qué emoción! Va a ser el primer Halloween que no pasemos aquí… Vamos a un país tranquilo… –Manolo se sentó en uno de los grandes asientos al lado de Jaime.
            –La verdad es que todavía no me fío… –susurró Lucas a Pedro.
            –¿¡Chicos!? –una extrañada voz los sacó de su nube.
            –¿To-Tomás? – balbuceó Lucas al ver al taxista.
            –¡¡Me cago en la leche!! –Antonio se llevó las manos a la cabeza y empezó a mirar en todas direcciones con desconfianza plena, como si fuese a aparecer un abominable monstruo, una manada de zombies o un hombre lobo sediento de sangre.
            –¡No me jodas! ¿Qué hacéis en el aeropuerto, muchachos? –se les acercó.
            –Échese pa’tras, Tomas… –Lucas se levantó asustado–. Échese pa’tras… –repitió detrás de Ken.
            –¿Qué hace usted aquí? –Pedro se le acercó con aparente calma.
            –Me voy por ahí. No pienso estar en nuestra ciudad la noche de los difuntos. ¡Ni hablar! –sacudió la cabeza–. ¿Y vosotros?
            –Igual, pero las coincidencias con usted no tienden a ser muy fructíferas que digamos… –Manolo le hizo la señal de la cruz– ¡Aléjese Satanás!
            –Ja, ja… –el hombre rió con tranquilidad–. No os preocupéis. Manolín –le puso la mano encima–, este año no ocurrirá nada de eso.
            –¿Cómo que no nos preocupemos? –se le acercó Jaime intrigado.
            Explicó que todavía quedaban ocho días para que llegase el “Jayogüín” –así lo pronunciaba– y ellos solo habían coincidido en el aeropuerto. Les comentó que él no iba a coger el mismo vuelo, sino que los había visto y seguido para saludarlos. Él pronto embarcaría en otro avión con destino a Rusia, por lo que no debía retrasarse mucho con la cháchara porque además quería ir al servicio. Expuso que iba con su señora e hijo mayor. Se le veía confiado y tranquilo.
            –Pues le deseamos un buen viaje –Pedro, tras unos minutos de charla y presentaciones a Ken, le extendió la mano.
            –Igualmente, Pedro. Si os apetece, cuando pase esta maldita fecha, quedamos para saber que todo acabó en la casa de campo y que solo fueron meras coincidencias –contestó despidiéndose de ellos.
            –No estaría mal –repuso Antonio dándole incluso un abrazo.
            La verdad es que Antonio le había cogido cariño al hombre. Sentía que había sobrevivido gracias a él las dos veces anteriores. Una, porque dejó su taxi con las llaves puestas. Otra, porque supo cómo actuar, alejó a los hombres lobo del coche en el que quedó encerrado y llegó con vida para contar que él aún estaba atrapado en el maletero.
            El viaje empezó sin problemas. Los seis muchachos habían comenzado un vuelo agradable. Ya llevaban un buen rato cuando una turbulencia azotó el avión con saña. Lucas enseguida se alteró. El pánico se había adosado a su cuerpo desde que vio al taxista. Jaime logró tranquilizarlo. El niño que se hallaba sentado a su lado estaba a punto de echarse llorar al verlo tan alterado.
            Por desgracia, conforme avanzaban, el avión empezaba a temblar cada vez más fuerte. Ya, nada podía impedir que Lucas se levantara medio histérico para pedir un paracaídas. El niño se puso a llorar. La azafata pidió un poco de calma, pero nada. Lucas, al no entenderla hablar en inglés, se ponía mucho más histérico. Jaime, mientras tanto, trataba de sujetarlo para que no ocurriese nada. Finalmente, la madre del chiquillo se levantó de su asiento –parecía ir con otros dos niños más–, alzó la voz y les ordenó sentarse. En realidad, como la mujer hablaba polaco, el chico no entendió nada. A pesar de ello, la señora logró su cometido y calmó a los dos.
            Aun así, el pobre chaval no paraba de llorar para sus adentros y derramar alguna lagrimilla al exterior. Creía que ya se acababa el mundo.
            El chiquillo, compadecido, acabó sintiendo mucha pena por él y regalándole una piruleta.
            Al cabo de media hora, el piloto, sosegado, informó de que tomarían un desvío y así fue. El clima era demasiado hostil. Tuvieron que aterrizar en Rumanía. Ken parecía encantado. Encantado no solamente de no poder llegar a tiempo para realizar la parte más cutre del trabajo –entrevistas a los cocineros, parafernalia y miles de saludos protocolarios–, sino que también estaba maravillado con la ciudad a la que el destino les había hecho acudir en unas fechas tan tenebrosas.
            –¡Paso, tío! –exclamó Jaime.
            –¿Por qué? Si es maravilloso estar en Transilvania… –Ken respiró hondo.
            –¡Ni de coña! Me vuelvo –Lucas parecía muy alterado–. Aquí están los hombres lobo, Franki el de los tornillos, el chupacuellos y todos los males del mundo del terror.
            –A verrrr. Que no cunda el pánico –intervino Manolo tratando de poner orden, algo que no se le daba muy bien–. Podemos hospedarnos unos días o pillar un coche y llegar en otros pocos. No hay vuelo ni para España, ni para Moldova, por el temporal. En coche podemos llegar en dos o tres días, haciendo incluso turismo por la zona.
            –No me muevo de aquí… –Lucas se sentó entre las maletas.
            –Bueno, yo… sinceramente… prefiero estar lejos de este país, o viajando en un coche, antes que permanecer en Transilvania, con este clima tan cochambroso y tétrico… Opto por salir a un lugar donde haya sol.
            Por fortuna, Pedro sí logró poner en calma los malos humos y alquilaron un coche de ocho plazas para los seis. Descubrieron que Ken sabía hablar varios idiomas más, entre ellos, el rumano. Todos querían un coche con tomtom, pero Ken prefirió el viejo y barato que no tenía e ir con mapa y a la aventura.
            Una vez en el coche, empezaron su viaje. Lo siguieron así, varios días. Y no por hacer turismo precisamente, sino por las alertas rojas del temporal que a veces les hacía parar de manera obligada en algún que otro pueblo. Eso y el coche, que se recalentaba cada X kilómetros. Ken, en una de las veces, les había hecho escoger una ruta no muy recomendada. No obstante, por una vez, Pedro le hizo caso al norteamericano sin pensar que siempre hay que hacer lo contrario a lo que ellos digan –sino, digánselo a los protagonistas de las películas de terror de aquellas maravillosas tierras–.
            De pronto, la lluvia les hizo aminorar la marcha hasta llevarlos a diez km/h. No veían nada. Todo estaba muy oscuro y la lluvia acaecía con demasiada fuerza.
            –Oye, ¿allí, al lado de la cuneta, no hay un coche parado? –Jaime, sentado entre Ken y Manolo en los asientos de en medio, señaló al frente.
            –Creo que sí... –Pedro quitó un poco de vaho para ver mejor.
            –Está parado. Creo que el conductor se encuentra reparando la avería –apuntó Antonio, el copiloto, mientras un relámpago clareaba el cielo y resonaba en sus corazones.
            Los chicos, al pasar por su lado –a bastantes metros–, decidieron acelerar. Si necesitaba ayuda o no, lo sentían. No querían que les ocurriese nada. Ya quedaban solo tres días y deseaban salir lo más rápido que pudieran. El único que quiso detenerse fue Ken.
            –¡Parad! –exclamó Lucas a unos metros del otro vehículo.
            Pedro dio tal frenazo en seco que derraparon un poco por culpa del barro que inundaba el camino con cada vez más insistencia.
            –¿Qué ocurre, Lucas? –preguntó Jaime encima de Ken con muy mala leche.
            –¡Uff! No me hagáis mucho caso, pero creo que es el taxista.
            –¿Qué? –Manolo se desplazó de su asiento hacia el de Lucas.
            –¡Vaya! ¡Es verdad! Se parece hasta en la ropa, pero... no lo veo bien con la lluvia... –comentó.
            –Arranca, tío... Si es él... Si es él... –se atrancó el más asustadizo–. Esto significa que todo va a ir mal.
            –Lucas, si es él no podemos dejarlo solo –Antonio sonó fuerte.
            –Saquémoslo de aquí sea quienquiera que sea. Pobre hombre... –concluyó Ken.
            Pedro fue marcha atrás hasta que abrieron un poco la ventanilla y el hombre se les acercó dando las gracias en un inglés muy pataleto. El tiempo parecía querer dar una pequeña tregua. Nada más verse, la cara se les descompuso a los seis por completo. Ken era el único que podía sonreír. Se trataba del taxista.
            –¡¿Qué narices hacéis aquí?! –preguntó abrazándose así mismo. Estaba helado.
            –¿No se iba usted a Rusia? –Manolo se enfadó.
            –¿Y-y voso-sotros a Mol-Moldova? –los dientes le castañearon.
            –¡Anda, Tomás! Coja sus cosas y suba. No lo vamos a dejar ahí –ordenó Pedro.
            Antonio abrió la puerta para ayudarle, pero no le hizo falta mojarse ya que el taxista solo portaba una pequeña mochila.
            Una vez dentro, sentado al lado de Lucas –el cual lo miraba desde la otra punta del asiento como si estuviera poseído por la desgracia–, contó que cuando se despidió de ellos entró al servicio. Se le atrancó la puerta y, aunque se la abrieron después de media hora, salió cuando su vuelo ya no estaba. En definitiva, tuvo que coger otro más tardío que lo dejó en el mismo aeropuerto que ellos un cuarto de hora antes. Tuvo hasta su misma idea. Quería salir del país con un coche de alquiler hasta otro aeropuerto. Lo malo es que su vehículo se metió en la cuneta por culpa de un espejismo causado por la lluvia y reventó las dos ruedas traseras.
            –¡Oh, my God! –exclamó Ken pegado a una ventanilla cuando un relámpago alumbró el abrupto paisaje–. Este país desprende demasiada belleza en estas fechas...
            –¿Por qué lo dices? –Jaime se asomó por su ventanilla.
            –Mirad allí... Un castillo gótico y fantasmal… –su comentario dejó helados a los chicos y al taxista–. Es precioso…
            –Tío, Pedro, acelera ahora que puedes –al chistoso le cambió la cara.
            –Padre nuestro que estás en los cielos... –empezó a rezar Lucas–, santificado sea tu nombre –y siguió mientras los demás hablaban.
            –¿No hay otra carretera? –preguntó desde atrás el taxista a Antonio.
            –En el mapa no sale. Solo se ve esta carretera hasta un pueblo que se llama Villa Rele. Hay que pasar por huevos...
            –Curioso nombre. Villa males... –tradujo Ken.
            –Acelera, Pedro. ¡Acelera! –Jaime le palmeó la espalda.
            Así hizo.
            Justo cuando pasaban cerca del desvío que les guiaría a ese tenebroso castillo cuyo nombre no aparecía en el mapa, les pareció ver algo extraño en mitad de la carretera. Parecían dos mujeres. Una vestida de blanco, con el pelo suelto, y la otra de negro. Pedro dio un volantazo para no atropellar a la primera, ya que la segunda sí había desaparecido.
            Acabaron saliéndose de la carretera e incluso volcando. Por fortuna, no les ocurrió nada. Cuando salieron por las ventanillas izquierdas, llovía poco, pero una densa nube les envolvía.
            –¿Estáis bien? –preguntó Ken.
            –Sí –respondieron los chicos de uno en uno.
            –¿Y usted? –Pedro se dirigió al taxista, el cual buscaba algo en la carretera.
            –Sí, gracias, pero... ¿qué ha sido eso? Me pareció ver dos mujeres, como cuando mi coche se desvió.
            –¡Espectros! –gritó Lucas– ¡El de la curva! En todos los países está y nos ha tenido que tocar a nosotros... ¡Huyamos ya antes de que sea tarde!
            –Calma... Los fantasmas no existen y no estábamos en ninguna curva –Ken trató de tranquilizarlo–. Además, como bien has dicho el fantasma de la curva es uno, no dos. Ha debido de ser una alucinación óptica. Seguramente, ocasionada por el rayo mismo…
            –Este no sabe dónde se ha metido juntándose con nosotros –susurró Jaime en el oído de Antonio.
            –¡Tío! ¡Me ha parecido ver algo detrás de Jaime! –exclamó Manolo–. Parecía un hombre.
            –Pongamos el coche bien. Un esfuerzo entre todos y podremos –Pedro caminó con rapidez hacia el vehículo.
            Antonio y Ken lo siguieron. El primero era el más fuerte de los chicos pese a la altura y bestialidad corporal del americano. Solía acudir al gimnasio más de dos horas al día desde que lo encerraron en el maletero. Los demás se incorporaron poco a poco una vez que los escalofríos se lo permitieron. Entre todos lograron restablecer el transporte. La mala noticia llego segundos después. No arrancaba. Ken, Manolo y Jaime salieron fuera con una linterna y con los móviles para abrir el motor y ver qué le ocurría.
            –¡Cómo mola! Vamos a tener que pedir cobijo en el castillo –Ken parecía emocionado cuando vio que el viento comenzaba a apretar.
            –¡Jamás de los jamases! –bramó Jaime antes de patear el coche. No pensaba hacerle más caso a Ken.
            A esto que el motor arrancó, sorprendiéndolos.
            –¡Al fondo hay dos figuras que se acercan! –gritó el taxista.
            –¡Corred! –ordenó Pedro.
            Aunque Lucas trató de ver algo, no logró distinguir nada. La oscuridad de la noche y la opaca nube le impedía descubrir a esas dos personas que peleaban, como bien retransmitía Tomás que hacían. No obstante, se calló como un feligrés en plena misa. Salir cagando leches de ahí no le venía nada mal. Estaba aterrado.
            A un kilometro y medio del castillo, yendo a una velocidad endemoniada, el coche empezó a emitir extraños sonidos.
            –¡Mierda! Nos lo hemos cargado –Pedro veía salir humo del motor.
            –Villa Rele está a medio kilómetro. Allí podemos alojarnos esta noche –señaló Ken apuntando desde detrás de Antonio un punto en el mapa.
            –Ni de coña nos hospedaremos cerca del Castillo y en un pueblo que se llame Villa Males... –Lucas habló histérico.
            –Parar hay que parar por huevos. Lo llevaremos a un mecánico y seguiremos –expuso Pedro intentando serenar la discusión que empezó a crearse.
            A unos cien metros del pueblo el coche dijo que hasta ahí llegaba él y se detuvo sin más preámbulos. Los jóvenes se salieron y, dejando dentro al taxista, empujaron hasta entrar. Era un pequeño pueblo. Típico de las películas de miedo. Había casas de madera y, como mucho, un edificio o dos de tres plantas y otros pocos de dos. La Iglesia estaba al fondo –se veía al final de la larga carretera–, la gasolinera al principio y un bar muy pequeño abierto al lado.
            Chorreando, entraron al garito. La mitad de los habitantes masculinos del lugar parecían estar ahí congregados. Los miraron de mala gana. Manolo preguntó en voz alta y en español si alguien hablaba su idioma, pero nadie les contestó. Solo un hombre –el dueño– chapurreaba algo de inglés. Pero para hablar inglés con Pedro o con Jaime... estaba Ken y su rumano.
            –El hombre dice que hasta mañana a medio día no abre el mecánico porque no está en el pueblo –informó.
            –¿Y dónde podemos alojarnos? –intervino el taxista.
            –Aquí al lado tiene él unas habitaciones que alquila.
            –Pero si eso es un puto motel de enamorados – Jaime enarcó una ceja.
            Al cruzarse de brazos, Ken vio que tenía una mancha roja en la manga de la chaqueta. Al quitársela, comprobaron que una herida bastante profunda en el brazo se hacía notar. Le salía bastante sangre.
            –Jaime, ¿cuándo te has hecho eso? –se preocupó Pedro–. ¿No te duele?
            –Hombre, ahora que me he quitado la chaqueta sí.
            Ken rebuscó en ella hasta encontrar una rama bastante gruesa y dura. Al herido le vino a la memoria el momento en el que levantaron el coche. Ahí sintió una fuerte punzada a la que por el frío y las prisas no atendió. Dedujeron que esta se le metería de alguna manera y con el esfuerzo y la presión se le clavaría hasta provocarle tal destrozo.
            –Sería bueno ir a ver un médico. Se te puede infectar o haberte dejado astillas –expuso Pedro.
            –Voy a preguntar dónde el encuentra el hospital o el médico aquí. Vosotros id a soltar las cosas. Tomad las llaves –se las echó.
            Mientras Ken se dirigía hacia la barra de nuevo, los chicos salieron, agarraron sus maletas y se anduvieron hacia las habitaciones. Al llegar a las puertas, se distribuyeron de la siguiente forma: el taxista y Antonio dormirían en la habitación que estaba al lado de Lucas y Jaime. Los demás: Manolo, Ken y Pedro, en la más alejada que había al final del pasillo.
            Cuando el primo de Manolo llegó a la habitación en la que todos lo esperaban con la dirección del pequeño hospital que tenían para este pueblo y el de al lado –se situaba cerca de la iglesia–, Pedro se ofreció a acompañarlos para que no fuesen solos. Manolo se quedó con Tomás y Antonio para intentar calmar a Lucas, el cual, trataba de llamar a su novia. Una vez más, no había cobertura.
            Por el camino creyeron ver en más de una ocasión una extraña sombra persiguiéndolos. Pero, como llegaron sin altercados, decidieron no darle mucha atención. Jaime y Pedro pensaron que serían ilusiones ópticas debido al miedo anterior. Tal y como Ken le dijo a Lucas.
            Nada más entrar, la gente los miraba con mala cara, como si no los quisieran ahí o sospecharan de ellos. Preguntaron a un doctor y a otro, a las enfermeras e incluso a algunos pacientes, pero no les hacían ningún caso. Sobre todo al ver la sangre de Jaime.
            –Tenéis que perdonarles –habló alguien a su espalda en castellano–. No son gente muy amable. Sobre todo últimamente...
            Al girarse, se dieron de bruces con un doctor alto y delgado. Tenía los ojos cerrados mientras sonreía con los labios ligeramente curvados hacia arriba. Su rostro era bastante agradable. Tendría la edad de Ken y mediría un poco menos. Su piel era pálida, como casi la de todos los de ese sombrío lugar. Al mostrar su sonrisa, unos increíbles dientes blancos y perfectos les hizo a los muchachos mirarlo demasiado tiempo sin decir nada. Tanto que cuando abrió los ojos el negro de sus retinas les llamó aún más la atención.
            –¿Habla usted nuestro idioma? –preguntó Pedro.
            –Sí. Bueno, unos cuantos... Mi familia era de vuestro país –le extendió la mano.
            Al agarrarla la notó fría, como si hubiese estado lavándoselas con agua helada minutos antes.
            –Bueno, traemos un herido –Ken puso su brazo izquierdo encima de Jaime mientras saludaba al doctor.
            Jaime, en cambio, no hizo amago cortés alguno. No podía moverse del sitio. Les costó incluso despegarlo del lugar cuando el doctor les pidió que lo acompañasen a su consulta para atenderlo. Lo siguieron en silencio. Una vez ahí, mientras Ken hablaba del viaje y de sus catástrofes –en su desparpajo se notaba de quién era primo– el médico escuchaba con seriedad. No parecía que le estuviese haciendo gracia la parte del Castillo del Horror y las chicas fantasma.
            –Bueno, déjame ver –se sentó en la mesa y agarró el brazo de Jaime, el cual estaba sentado en una silla al lado de Pedro.
            Al joven le dio un escalofrío cuando lo agarró y le subió la manga hasta el codo. Al ver la sangre derramarse caliente sobre sus guantes, el doctor puso mala cara. Los chicos pensaron que podía ser más grave. Una vez recompuesto, le pidió que se levantara y lo acompañara para lavarle la herida. Mientras lo hacía, Ken se colocó detrás de ellos y empezó a preguntar:
            –¿Qué es lo que le pasa a la gente de este lugar? ¿Por qué escucho la palabra catástrofe en boca de todos y por qué nos miran mal?
            La amabilidad del doctor parecía haber mutado. No quería contestar. Finalmente, después de sacarle una astilla y mientras le vendaba con cuidado, comentó que últimamente están desapareciendo muchas chicas en el pueblo y que tener merodeando por aquí a extranjeros es como tener una carga más.
            –¿Y qué ha podido ser lo del Castillo? Nos pareció ver a dos chicas, podrían ser las desaparecidas. ¿Qué tal si vamos a la policía? –siguió indagando.
            –Mitos y leyendas. Dicen que está maldito, pero no lo descubriréis. Mañana por la mañana aconsejo que os marchéis de aquí y no volváis –esas palabras las dijo mirando a los ojos del pobre Jaime–. Lo que habéis visto –puso de nuevo su atención sobre Ken– no es nada. Probablemente haya sido alguien del pueblo para ahuyentar a los turistas –volvió a sonreírle a Jaime–. Estás listo. Ya no se derramará más sangre.
            El doctor lo agarró por la nuca con una mano al mismo tiempo que, con la otra, seguía sosteniendo el brazo herido. El chico tragó saliva, absorto, asustado, hipnotizado ante la repentina simpatía del doctor y su desconcertante calidez helada...
            –¿Qué mitos y leyendas? –Irrumpió Ken.
            –Unas que no os importan –se giró con el chip cambiado.
            No le habían prestado antes mucha atención, pero los zapatos del doctor estaban mojados. Su pelo también. Al principio creyeron que era gomina, pero ahora que estaba un poco más seco sabían que no.
            –He de atender a más pacientes. Os recomiendo salir del pueblo mañana a primera hora y no hablar con nadie. En este lugar ya habéis comprobado que no son muy amables. Evitaréis broncas... –los miró de reojo.
            –Usted ha sido muy gentil con nosotros y se lo agradecemos –Pedro le extendió de nuevo la mano.
            –Es mi deber con el mundo... –sonrió de nuevo.
            Aunque Pedro parecía haberle caído bien al doctor, Ken y él se miraron con el ceño un poco fruncido. Se veía de lejos que el americano no le había simpatizado con tanta pregunta. Y obviamente a él tampoco le agradó el doctor rumano de escuetas respuestas.
            Antes de salir, Jaime se giró y al fin habló.
            –Gracias, doctor... ¿Sullen? –preguntó.
            –Sí –su sonrisa se amplificó al escuchar el agradecimiento del chico.
            –¿Y tú cómo te llamas? –le extendió la mano.
            –Jaime...
            –Encantado. Espero que todo te vaya bien.
            Y ahí acabó la cosa. Los tres muchachos se dirigieron al motel que se encontraba pegado al bar. Antes de entrar en la habitación en la que se encontraban todos esperando, Ken decidió ir a tomar algo. Los demás, por su parte, se acostaron.
            Jaime y Pedro no se podían apartar de la cabeza al doctor. Les había impactado. A cada uno de una forma distinta, pero su recuerdo les daba escalofríos y seguridad al mismo tiempo.
            A la mañana siguiente, cuando Pedro y Manolo despertaron, Ken no se encontraba en su cama. Alarmados, salieron de la habitación y lo encontraron hablando con el taxista.
            –Primo, me habías asustado.
            –No tienes motivo, Manu.
            –Bueno, joven, tampoco es eso. Con todo lo que has descubierto, hay que preocuparse e ir con cuidado –expuso el taxista.
            –¿Qué has descubierto? –se acercó Antonio por detrás con Lucas y Jaime.
            –En este pueblucho, cada X tiempo desaparecen personas. Usualmente, chicas jóvenes y guapas. Aunque alguna vez también ha desaparecido algún que otro jovencito. Todos en misteriosas condiciones. La mitad de ellos dormían en sus casas con sus padres o con alguien. Otros iban por las calles, solos...
            –¿Todo eso te han contado? –se extrañó Jaime–. Ayer no nos hablaba ni Pirri y hoy te adoran y son tus amigos.
            –No, querido Jaime... Pero un billete hace cantar a mucha más gente de la que tú te crees –mostró uno de cincuenta euros.
            –¡Menudo periodista estás hecho, primo! –Manolo le chocó los cinco.
            –También he preguntado por ese doctor amigo tuyo –miró a Jaime.
            –¿Quién ha dicho que sea mi amigo? –arqueó una ceja.
            –¿Doctor Sullen? –le cogió la mano y se puso a bromear, a hacer el gesto de querer lamérsela.
            –¡Lámete los huevos! –Jaime se enfadó.
            –Era broma, Jaime... –intentó disculparse mientras su primo Manolo se reía a carcajada limpia y decía haberse perdido la escena.
            –¿Qué? ¿Era guapo? –preguntó el chulito.
            –Bastante –respondió Ken.
            –Seguro que no más que yo… –Manolo se besó los bíceps.
            –¿Y qué has descubierto de él? –Pedro interrumpió.
            –Nada. El guaperas está asquerosamente limpio. La gente del pueblo parece contenta con él.
            –Alguien decente en un pueblo y tienes que investigarlo –lo miró Jaime.
            –Investigación es investigación –sonrió de esa forma que a Jaime le hacía dejar el enfado aparcado. En eso era más bueno que el propio Manolo.
            –Pero eso de la investigación y demás da igual. Ya has llevado el coche al taller y nos lo arreglarán, ¿no? –intervino Lucas emocionado.
            –Sí lo llevé, pero hasta mañana por la tarde no vienen las piezas que hacen falta. Así que... como estamos atrapados, puedo investigar más.
            –Mierda –susurró Lucas encaminándose a su habitación con Antonio y el taxista detrás, tratando de calmarlo.
            –Prefiero nuestra ciudad a este pueblo. Aquí pasa una apisonadora enorme o nos encierra una cúpula gigante como la de la serie y no se entera ni Dios... –Pedro parecía serio al hablar.
            –La verdad es que yo también –añadió Jaime.
            –Me voy a investigar. Ya que estoy aquí, no voy a perder el tiempo. ¿Te vienes, Manu?
            –¿Y si nos metemos en líos? –dudó.
            –Simplemente vamos a preguntar a la gente y a hacer un poco de turismo –le guiñó un ojo.
            En ese momento los tres chicos se miraron y dirigieron sus miradas al horizonte donde se encontraba aquel Castillo. Gracias a la claridad del día se veía bastante bien. Pedro pensó que debía de ser enorme.
            –Vale, pero ya que estamos aquí, déjame que compre algún souvenir.
            Cuando ambos primos se marcharon, Jaime y Pedro se quedaron hablando sobre cualquier cosa que los trasladase a otro lugar más caribeño y soleado. Algún lugar que les dijese que era verano.


            A la tarde, después de comer en un mesón típico del lugar, dieron un paseo por los alrededores y se encontraron a Manolo solo, dando vueltas sin sentido.
            –¿Qué haces? –le preguntó Pedro.
            –Estaba comprando y... ¡No encuentro a Ken! –se alteró.
            –Andará cerca.
            Había mucha gente en la calle. Parecía haber una misa fúnebre y todo el pueblo había salido a velar al difunto. Eso les puso a los chicos y al taxista los vellos de punta a pesar de que todavía la oscuridad no se hubiese apoderado del entorno por completo. En un descuido, Jaime se separó del grupo y acabó corriendo contracorriente.
            Cuando quiso detenerse para no chocarse con un hombre, giró hacia un lado y chocó con otro, cayendo así sobre otra persona en una especie de callejón oscuro.
            –¿Estás bien? –la persona que lo sostenía en brazos era el joven doctor Sullen.
            –S-sí... –tartamudeó­–. Lo siento muchísimo. No lo vi.
            Vestía con camisa blanca y chaleco gris oscuro. A Jaime le llamó la atención que no llevase abrigo con el frío que hacía.
            –Ya lo sé. No creo que vayas placando a los que te curan –le agarró el brazo.
            –Claro que no –se incorporó y alejó de él.
            –¿Qué hacéis todavía aquí? –preguntó.
            –Nuestro coche... –se puso nervioso.
            –¿La avería?
            –Sí.
            –Bueno, procurad no separaros. Anteayer murió el alcalde del pueblo –empezó a hablar muy bajo–. Lo encontraron muerto ayer por la mañana, en el campo. Parece que se lo comieron unas fieras... –sonó distante con la frase final.
            –¿Por eso hay tanta gente en la calle y ayer nos trataban así?
            –Bueno, es que la penúltima chica que desapareció fue su hija y... se ve que salió solo a buscarla al bosque que hay entre el pueblo y el Castillo... Ahora está muerto. Esto es una forma silenciosa de protestar y unirse ante las adversidades.
            –¡Dios mío!
            –Déjame que te acompañe.
            –De acuerdo.
            Llevaban dos minutos caminando a contracorriente cuando a Jaime le pareció ver a sus amigos. Sin darse cuenta, agarró al doctor de la espalda para indicarle dónde se encontraban. En cuando se percató de ello, se alejó. Caminaron hacia estos con rapidez. Ken se encontraba ahí como si no hubiese pasado nada.
            –¡Jaime! –lo abrazó Lucas.
            –Estoy bien gracias al doctor. Si no lo llego a encontrar... me hubiese perdido.
            El médico y el norteamericano se miraron con el ceño fruncido.
            –Bueno, he de irme. No os mováis del hotel hasta que esté vuestro coche y os podáis marchar.
            Ken empezó a atosigarle con varias preguntas en rumano, por lo que se alzaron la voz. Pedro vio que al doctor Sullen se le empezaba a acabar la paciencia. Lo veía en la vena de su cuello y en sus ojos.
            –Nos vamos que ya está oscuro y hay que cenar –expuso rápidamente.
            Finalmente se marcharon. Como pudieron, retuvieron a Ken para que no se marchara a investigar a esas horas. Por el camino de vuelta, más de uno sintió que los acechaban.
            Un poco más tarde, mientras cenaban en una especie de buffet que había cerca de la tasca y del motel, apareció en la calle –tras las cristaleras– una chica vestida de rojo, con los labios de igual color y el pelo caoba. Desde la otra acera no dejaba de mirarlos. Ellos la podían ver perfectamente gracias a una decrépita farola que la alumbraba.
            –Jaime, creo que te mira a ti –sentenció Lucas.
            –Creo que los demás no existimos... –le codeó Manolo.
            –No me interesa –ni la miró.
            –Pues si a ti no, yo sí voy a hablar con ella... –Ken se levantó de la mesa hipnotizado por su belleza y mirada–. Ahora vuelvo chicos. Si vuelvo...
            Nada más pisar la misma acera, esta le soltó un beso en toda la boca. Antonio, Pedro y Lucas –los que estaban enfrente– se quedaron pasmados. Tomás se giraba para ver qué era lo que ocurría.
            –¿Así besáis la juventud? –arqueó la ceja abochornado.
            –¡Joder! ¡Le ha metido la lengua hasta la tráquea! –exclamó Antonio.
            –Tuve que haber ido yo... –lo sintió Manolo.
            En ese momento, Jaime se volteó para contemplar la escena. Se estaban dando el lote en mitad de la calle y sin conocerse de nada. Ken le metía mano como no lo había hecho a la amiga de la novia de Lucas.
            –Esa le va a cobrar una pasta gansa esta noche... –susurró medio riéndose.
            –¿Eso crees? –Lucas preguntó con tono inocente.
            –Mira cómo va vestida. Parece sacada de un burdel antiguo. De esos en plan Mouling Rouge. Lo mismo este pueblo tiene un puticlub de lujo... ¡A saber!
            –Está demasiado buena... –Manolo mordió una servilleta. Se le salían los ojos.
            –Vamos a hacerle un favor y a decirle que estamos pelados, que no lo intente –se levantó Jaime.
            Pedro y los demás siguieron al chico mientras Tomas y Lucas iban a pagar la cuenta.
            –Tío, Ken... Tenemos que irnos –dijo tras carraspear.
            El americano no les hacía ningún caso.
            –Ken, vamos... –se le acercó Manolo con Antonio detrás.
            En ese momento, a Pedro se le metió en la cabeza el primer episodeo que mantuvieron contra los zombies. Ellos dos, los más gallitos, delante y los demás detrás. Tragó saliva y buscó una posible arma como aquel día.
            –¡Ken! –gritó Antonio haciendo que Pedro les devolviese su atención.
            –¿Qué le has hecho bruja? –Manolo los separó.
            –Aléjate de ella –Jaime trató de arrastrarlo, pero Ken no parecía hacer caso.
            –¿Qué mierda le has dado? –con cierta delicadeza por ser una dama, el chulo la empujó de un hombro.
            Ella penetró con su mirada en los ojos de Manolo. Parecía querer seducirlo. Al cabo de unos segundos, puso cara de sorpresa. Le agarró el brazo y se lo torció.
            –¡Mierda! –gritó Lucas al llegar con el taxista a la acción.
            –¿Qué es lo que ocurre aquí? –apareció el doctor, haciéndole a la mujer que soltase a Manolo.
            –Doctor Sullen, ella le ha dado algo a nuestro amigo Ken –explicó Jaime.
            Empezaron a discutir en rumano. Ninguno de los chavales se enteraba y su traductor estaba indispuesto. El pobre seguía con sus ojos perdidos en la nada. Estaba como si lo hubiesen sedado. Todo por un maldito beso...
            La mujer trató de besar también al doctor, pero este se escabulló de ella. Parecía que la gata salvaje estaba en época de celo y que el doctor no caía en sus redes.
            Finalmente, se acabó marchando a la vez que profería un extraño aullido que, aun no pareciéndose al de los hombres lobo, les dejó marcados y aterrados.
            –Esa tía tenía algo en los ojos. Parecía querer llevarse nuestra alma... –a Lucas le dio un escalofrío.
            –Y la lengua de mi primo, la del doctor y la mía... ¡¡Ken!! ¡¡Ken!! – lo zarandeó.
            El médico lo examinó mirándolo a los ojos. Comentó que se encontraba bien, que pronto se le pasarían los efectos de la droga que le dio y que no recordaría nada de lo que pasó. Por mucho que el viejo taxista preguntase qué diablos le había dado, el experto se evadía con un tecnicismo tan rebuscado que los chicos lo dieron por válido. Todo por no demostrar que no tenían ni puñetera idea de lo que hablaba...
            El doctor agarró a Ken y, acompañado por los muchachos y el taxista, caminaron hacia la habitación del afectado. Una vez allí, el joven médico sentó a Ken en la cama de en medio y se dispersaron un poco a su alrededor.
            –Doctor Sullen, ¿quién era esa mujer? –Tomas se sentó al lado de Ken para tumbarlo. Su cuerpo permanecía rígido como las piedras. Tanto que no podía moverlo.
            –Alguien que no os quiere en el pueblo.
            El doctor miró a Ken y este se tumbó.
            –Estamos preocupados... –Jaime colocó su mano encima del hombro del doctor.
            –Jaime... Debéis protegeros de ella. Es muy mala.
            Hablaron un rato más hasta que el busca del médico lo requirió. Una operación de urgencia. Una fiera había atacado a alguien en la calle hace unos minutos.
            –No salgáis de aquí.
            –¿Y le vamos a dejar ir solo al hostpital? –Pedro no le permitió marcharse.
            –Le acompañamos –Jaime mostró cierto grado de preocupación.
            –Llevo viviendo aquí demasiado tiempo. Sé cuidar de mí mismo... –le guiñó un ojo al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa.
            Aunque abandonó la habitación, Jaime lo siguió.
            –No puedes acompañarme, voy a un quirófano.
            –Tememos por usted. Se ha portado tan bien con... –intentó seguir la frase, pero el doctor le cortó acercándose a él.
            –Puedes tutearme, Jaime. Tu sangre ha corrido por mis dedos, te he curado y sujetado cuando te caíste. Creo que hay ya un vínculo de confianza.
            –Va- vale... –se puso nervioso y dio un paso atrás.
            –Por cierto, mi nombre es Edgar. Me gustaría que me llamases así.
            El doctor lanzó sobre el joven una mirada penetrante. Una de esas que parecen querer abducir el alma o colarse en ella. Llegó incluso a apoderarse momentáneamente de él. Su mundo dio vueltas durante unos segundos. Solo una frase le rondaba la cabeza como un susurro. En cambio, el rostro de Edgar mutó, mostrando su sorpresa. Acto seguido, lo abrazó muy lentamente.
            Lo hizo tan cercano que sintió cómo el doctor respiraba en su cuello y cómo la frialdad de su piel conectaba con sus ardientes arterias. Su corazón comenzó a agitarse con demasiada fuerza creyendo que pasaría algo más, pero no fue así. Simplemente se separó de él, le deseó una buena noche y se marchó.
            Trató de seguirlo para espiarlo, para saber más, pero había desaparecido. Solo el agua que empezaba a hacer acto de presencia le indicó que sus pasos lo habían llevado a la calle, fuera del techado y del pasillo.
            –¿Por qué has tardado tanto? –le preguntó Pedro al llegar.
            –Yo... –no supo responder. En su mente todo estaba muy turbio.
            –¿Qué ha pasado? –Ken parecía despertar de su letargo.
            –Nada –respondió el taxista.
            El hombre miró a los chicos para hacerles recordar que el doctor Sullen les dijo que no recordaría nada y que, conociéndolo, para que no se metiese en más líos con esa mujer y sus drogas, sería mejor que se inventaran cualquier tontería.
            –Salíamos de cenar, te tropezaste y caíste –simplificó Lucas.
            –Te has dado un buen golpe –añadió Antonio.
            Tomás sugirió ir a dormir. Pedro salió de su habitación para acompañarlos a la puerta y así hablar con Jaime. Manolo se quedó con su primo.
            –¿Qué has hablado con el doctor? –Pedro le preguntó como un susurro.
            Jaime le contó lo que había vivido. Todo menos la frase que le rondó la cabeza. A él le tenía confianza plena y, aunque no solía contar sus secretos o intimidades, esa extraña experiencia debía compartirla con alguien.
            –Eso que me cuentas es muy normal –lo dijo calmado mientras los demás hablaban de sus asuntos.
            –¡¿Normal?! –se alteró.
            –Sí. No sé si te has dado cuenta, pero te mira raro, como si te conociera de toda la vida –le guiñó un ojo.
            –¿Edgar? –se conmocionó alzando la voz y haciendo que los demás les prestasen atención.
            –¿Quién es Edgar? –intervino Lucas.
            –El doctor Sullen.
            Nada más decirlo, al chico le cambió el gesto. Palideció de golpe.
            –¿Qué te ocurre, Lucas?
            –¿Edgar Sullen?
            –Sí –respondió Jaime con tranquilidad.
            –¡Salgamos de aquí! ¡Odio las malditas coincidencias! –gritó corriendo hacia su habitación.
            –¿Qué demonios te pasa? –lo detuvo Antonio.
            –Aquí huele peste: fieras que devoran a los aldeanos, chicas que desaparecen... ¿Edgar Sullen? ¿Por qué no Edward Cullen y acabamos mejor con mi martirio? Aquí va a pasar algo... Y me huele a hombres lobo, licántropos o lo que mierdas sean.
            –¡Anda ya! –exclamó Antonio.
            –¿Quieres asegurarme que esas cosas no existen? –lo agarró de la chaqueta.
            –No es eso...
            Decidieron tranquilizarse. Acordaron que a la mañana siguiente comprarían un coche a cualquier vecino, o al cura de la iglesia, por una buena suma entre todos y saldrían de Villa Rele para siempre.
            Se acostaron. Antonio y el taxista pudieron dormir después de hablar un buen rato. Jaime y Lucas, por el contrario, a duras penas pegaron ojo más de dos o tres horas. Ambos pensaban en el doctor Edgar Sullen. Lucas en su parecido con el nombre. Jaime... en lo vivido con él. No hacía nada más que recordar esa frase junto a un escalofrío interno.
            Ken y Manolo sí durmieron a pierna suelta. Pedro consiguió cerrar los ojos en torno a las cuatro de la mañana. Y eso que a las cinco y media le pareció soñar con aquella mujer de pelo caoba entrando en su habitación.
            –¿Qué coño hace la puerta abierta? –masculló Manolo a las diez de la mañana.
            –No lo sé –Pedro respondió con voz grave. Todavía tenía sueño.
            –Serías tú anoche... –le recriminó.
            –Yo la cerré hasta con llave –se incorporó aun con los ojos cerrados, llevando la mano a la mesilla para mostrársela–. ¿Dónde está?
            –Yo que sé. ¿Y Ken? –preguntó su primo al no verlo en la cama.
            –Estará en el baño –se agachó para ver si se le había caído al suelo.
            Por mucho que lo buscó, no la encontró.
            –Será él el que ha salido y se la ha dejado abierta –Pedro no le dio importancia.
            –No creo… Mi primo nunca saldría sin su bolsa. Ahí lleva la cámara, la grabadora, las notas...
            Ambos dieron un respingo y salieron de la habitación.
            Aporrearon las otras puertas, pero nadie les abría. En pijama y con los pies desnudos, salieron a la calle. Estaba muy nublado, pero... a pesar de ello, el claror les hacía entrecerrar los ojos.
            –¡Allí están! –señaló Manolo aliviado.
            –¡Menos mal! –suspiró su amigo.
            Al acercarse a ellos, se burlaron al verlos en pijama.
            –¿Qué hacéis sin calcetines? Por cierto… ¿os habéis dejado al tercer mosquetero en la cama? –intervino el taxista.
            –No, pensamos que estaría con vosotros... –respondió Pedro montando un pie sobre otro. Se le estaban congelando
            –¡Qué va! Ellos llevan aquí desde las ocho de la mañana y nosotros desde las nueve. Habéis sido los últimos en despertaros... –expuso Jaime.
            Como locos y después de que los dos chicos se vistieran decentemente, recorrieron las calles con las cámaras y móviles. Ahí llevaban una foto de Ken. Los aldeanos no parecían haber visto nada. Al menos, eso dedujeron los muchachos y Tomás por sus movimientos de manos o cabeza, ya que ninguno de ellos hablaba rumano y el inglés no era dominado por aquella gente.
            Como no obtenían ayuda alguna –solo un chico pareció intentar decirles en inglés algo sobre el castillo–, fueron a ver al doctor Sullen. Cuando entraron en su consulta, este se encontraba curando a un niño. Tenía el brazo desollado, seguramente de haberse caído mientras jugaba.
            El médico los miró asombrado, terminó de curar al chiquillo, le puso una venda y le pidió en su idioma a la madre que se marchara con el pequeño.
            –¿Qué hacéis aquí? No podéis ir entrando así... Estoy trabajando –le tendió su mano a Pedro amablemente a pesar de la interrupción.
            –Doctor, Ken ha desaparecido –Manolo se interpuso agarrándolo de los hombros muy preocupado.
            –¿Qué? –arqueó una ceja.
            –Cuando nos hemos levantado no estaba... ¡Y en el pueblo tampoco! –bramó Lucas alterado.
            –No puede ser... –se llevó las manos a la cabeza.
            –Edgar, un joven nos ha dicho algo del castillo, pero no entendemos qué relación puede tener –le habló Jaime.
            –¿Quizás haya ido allí a investigar? ¿Qué cree usted, doctor? –preguntó Manolo enarcando una ceja y observando a Lucas. Le pareció extraña la confianza con la que le habló.
            –No creo... –sentenció él.
            –¿Entonces dónde puede estar o quién lo ha podido secuestrar? ¿Usted imagina algo? –Pedro lo miró fijamente.
            –Sí, hijo... Dinos algo. Estamos atrapados en un pueblo extraño y sin saber qué ocurre a nuestro alrededor... –el taxista le habló con cariño.
            –Caballeros… –empezó a decir tras una pausa– en este pueblo, desde tiempos remotos existe una terrorífica leyenda. Durante el año suelen desaparecer dos o tres jóvenes, pero en estas fechas desaparecen al menos quince muchachas y algún que otro muchacho. Todo ha ido a más. Hace cien años, el número era de 10, pero ahora… se le han añadido cinco. Eso sin contar que de vez en cuando aparecen otros cuantos habitantes destrozados por las fieras. Ayer, por ejemplo, no pude salvar al hombre al que vine a operar –apretó los puños con ira–. Caballeros… –repitió mirándolos–. Todo el mundo lo desmiente y nunca se habla de ello, pero en aquel castillo hay vampiros y vuestro amigo debe ser su presa...
            Lucas dio un alarido al viento. El taxista lo sentó para que se tranquilizara. Antonio, por su parte, no dejaba de dar vueltas alrededor de ellos. Los demás simplemente se quedaron inmóviles.
            –¿No os burláis de mí o salís corriendo de aquí? –se extrañó Edgar–. ¿Es que no os parece algo imposible e ilógico?
            –Digamos que no le hace falta hacer juegos malabares para que le creamos –afirmó Pedro.
            –Pero... ¿y por qué Ken y no todos u otro más? Éramos tres en la habitación –preguntó Jaime.
            –Digamos que su modus operandi es, dentro de lo que cabe, discreto. No les gusta hacer grandes esfuerzos para llevarse a su víctima o víctimas. La mujer de ayer era una de ellos. La más peligrosa, una de las cazadoras. Es muy débil.
            –¡Ya lo decía yo! ¡Iba por nosotros! –Lucas se le encaró señalándolo con el dedo–. ¡Y usted es uno de ellos! ¡Lo sé! ¡Lo sé!
            –No digas tonterías, Lucas –lo volvió a sentar Manolo.
            –Si lo fuese... nos hubiese matado ya y no protegido como hasta ahora –expuso el bueno de Tomás.
            –Bueno, ¿por qué él? Sigo sin entenderlo. ¿Le gustó o algo? –siguió Pedro.
            –En realidad no iba por él. Iba por ti –señaló a Jaime.
            Ahora este muchacho fue el que se sentó encima de Lucas para sobreponerse. Según contó Edgar, la vampiresa estaba ahí para llevárselo a él, pero su hipnotismo cerebral no le afectó. Ni a él, ni a ninguno de los demás hasta dar con Ken. El doctor no dejaba de preguntarse por qué a ellos y al taxista no le afectaba.
            –¿Puede ser por vivencias similares que hayamos tenido? –Pedro pensó que, quizás, conocer lo paranormal ya les hacía inmunes.
            –No sé. A lo mejor... Puede que si estáis demasiado acostumbrados a esa fuerte carga emocional no os afecte. No lo sé. De todas formas, siempre les funciona… ¿Ya conocíais a otros vampiros? –puso cara de sorpresa.
            –No, pero... entre usted y nosotros... –Manolo comenzó a susurrar– ya hemos rendido cuentas contra muertos vivientes y hombres lobo –mostró la señal blanquecina de su brazo y Pedro la suya.
            –¡Eso es imposible! –ahora el sorprendido era el doctor–. ¿Zombies? –clavó sus desorbitados ojos sobre ellos–. ¿Os queréis quedar conmigo? ¿También hombres lobo...? ¿En serio? –se llevó una mano a la cabeza y se apoyó sobre la mesa.
            –¿Ahora quién es el que no cree? –preguntó Manolo.
            –Bien. Vale... Os creo –se mostró afectado–. ¿Por qué han de haber más monstruos en la Tierra, Dios mío? –miró al cielo.
            –¿Y por qué sabe usted tanto de ellos? –Pedro se cruzó de brazos.
            –¡Eso! ¡Eso! –bramó Lucas–. ¿Veis? Es uno de ellos...
            –Protejo a este pueblo porque así lo hacía mi padre y abuelo. Ellos les daban caza y yo sigo su legado. Solo que llevo años que ya no puedo hacer mucho por ellos salvo curar y rescatar a los que puedo o defenderlos. Me tienen atrapado, sin poder hacer nada más –agachó la cabeza–. Hace ya tanto tiempo que me siento inútil...
            –¿Ves, Lucas? –el taxista sonó amable–. Todo tiene su explicación.
            –¿Y mi primo qué? ¿Ya lo han matado? –se trabó.
            –No creo. Los juntan a todos para un festín que dan esta noche... Ya sabéis, es Halloween. Les absorberán toda la sangre mientras festejan.
            –¡Uff! –resopló Antonio.
            –Usted nos va a ayudar a rescatar a mi primo –Manolo lo agarró de la bata y lo estrelló contra la pared.
            –¡Ni de coña me meto yo allí esta noche! –Lucas se alteró de nuevo.
            –No podemos dejar a Ken –Manolo se puso nervioso.
            –No podemos, no... ¡Claro que no! Pero, ¿cómo entrar y salir vivos? –Pedro meditaba en voz alta.
            –Dijiste que solo no podrías con ellos. ¿Qué tal si vamos con todo el pueblo? Ellos querrán rescatar a sus hijas e hijos, a sus hermanos... –Jaime colocó su mano encima del doctor.
            –No querrán. Le temen a lo que dicen que no existe.
            –¡¿Pero no dijo usted que lo sabían?! –Antonio no comprendía. ¿Y por qué no han huido antes?
            –La leyenda dice que acabarán con todo aquel pueblerino que intente escapar. Lo saben todo, pero prefieren no creerlo.
            Tras un rato de charla y discusión, le quitaron la bata al doctor y le pusieron una gabardina larga y negra que tenía en el perchero. Del hospital se dirigieron a la plaza del pueblo que había al final, justo donde se encontraba la iglesia. Se metieron en ella y comenzaron a tocar las campanas durante media hora. El cura de la iglesia, al ver al doctor, ni se atrevió a preguntar qué pasaba. Los chicos creyeron que tal vez Edgar confesase para estar en paz consigo mismo.
            Al salir, todo el pueblo estaba ahí reunido para ver lo que ocurría. Ordenaron al doctor traducirles. Expusieron el caso y que debían ir todos al castillo. Algunos niños empezaron a arrojar tomates contra ellos. Manolo consiguió agarrar uno sin que se rompiera y devolvérselo a uno de los chiquillos en plena cara.
            Conforme Pedro hablaba y el doctor traducía, muchos hombres se marcharon a sus casas. La mitad de los que se quedaron eran mujeres con ojos llorosos que obviamente no tenían intención alguna de pelear y jóvenes más bien asustados. Pidieron ayuda. Por desgracia, la respuesta fue inmediata. Se terminaron de ir todos. Solo el viejo cura se quedó tras ellos.
            –Comamos y marchemos ya. Entraremos con sigilo y trataremos de salvar a los que podamos –expuso Pedro.
            –Olerán vuestra sangre –comentó el padre.
            –Y no solo eso. El oído de ellos es superior al humano –añadió Edgar.
            –¿Y qué podemos hacer? –Antonio preguntó a Pedro.
            Él no supo la respuesta. Finalmente, dirigió sus ojos hacia el doctor imaginando que tendría la solución. Tras una pequeña pausa, habló.
            –Vayamos a mi casa y cojamos el armamento antivampiro...
            –¡Mola! –sonrió Manolo.
            Todos lo siguieron hasta una casa cercana a la iglesia de dos plantas. Había muchas cristaleras. El salón entero estaba repleto. Como si no escondiera nada al exterior. Pasando por un pasillo, Lucas se fijó en el reflejo de Edgar gracias a un espejo. Eso le tranquilizó un poco aunque él dijo desconfiar ya de todo el mundo.
            Al bajar a una especie de sótano que olía a ambientador de rosas, los chicos pensaron que todo sería de alta tecnología.
            –Aquí lo tenemos –abrió un arca en el que imaginaron encontrar pistolas con balas de plata, sables, katanas estilo BLADE, bombas de luz...
            –¿Qué tipo de broma es esta? –preguntó el taxista.
            –¿Estacas? ¿Ajos? –Antonio agarró un collar.
            –Las estacas y los ajos no molan... –Manolo cogió una muy afilada.
            –A ver… Os explicó. Lo de toda la vida disimula vuestra presencia y los detiene si se lo claváis en el corazón. ¿Qué os creíais que brillan con purpurina y tienen dones? ¿Qué se transforman en murciélagos? Los conceptos están errados con tanta película... La plata no les gusta, pero no los mata. Solo los detiene momentáneamente. Y pueden salir al sol, pero son nocturnos. En realidad, no se puede acabar con ellos. Si acaso entre ellos sí pueden, destrozándose y quitándoles toda la sangre de sus cuerpos.
            –No me jodas... –tiró Manolo la estaca al arca–. Entonces, ¿a qué vamos? ¿A darles más papeo?
            –Debemos entrar con sigilo, llegar a ellos y paralizarlos de por vida. Así podremos rescatar a vuestro amigo y a los jóvenes.
            –¿Con ajos? –Manolo sonó abatido.
            –Con el olfato tan fino que dices que tienen, ¿no olerán el exceso de ajo?
            –Es que los vampiros no huelen el ajo. Es un olor que no existe. Neutro –respondió Edgar.
            –No... Si siempre acabamos disfrazándonos de comida y huyendo de monstruos... ¡No te jode! –Manolo frunció el ceño al ver como Lucas cogía un collar y se lo ponía alrededor del cuerpo, colgando de un hombro estilo bandolera–. Primero de chuches y patatas, luego con jamón y aceite y ahora... con ajo. ¿Nos bañamos en gaseosa bendita?
            –¿Nos los podemos restregar? –preguntó el más asustadizo arrancando dos dientes de ajo y frotándose la cara con ellos.
            –¡No te jode! –repitió Manolo al contemplarlo.
            –Voy a cambiarme. Arreglaros con lo que hay aquí y ahora bajaré otras cosas...
            Después de decirlo, abandonó la habitación. El taxista cogió el collar más pequeño. Era demasiado grande para sostenerse en un brazo y demasiado pequeño para caberle por la cabeza. Así pues, se lo dejó como la corona de Cristo y se metió unos cuantos dientes de ajo por todos los bolsillos de su ropa. Incluso en los calcetines. Pedro agarró dos estacas y se guardó dos más para dárselas al doctor cazavampiros. Los demás también portaban las mismas.
            Como Edgar tardaba, mientras los demás tramaban un plan por si se veían acorralados, Jaime subió las escaleras para buscarlo. Lo encontró en el segundo piso, mirando una vieja foto en blanco y negro. Al escuchar al chico, se la guardó en el pecho y se giró hacia él con expresión esquiva.
            –¿No ibas a cambiarte? –le preguntó al verlo con corbata y chaleco. Lo único que se había quitado era la gabardina.
            –Sí... –se dirigió a la cama desanudándose la corbata y alzó el colchón con facilidad a la vez que tiraba el lazo al suelo.
            Dentro había un buen equipo. Pistolas, granadas, una espada y munición. Edgar se colocó el acero a la espalda y una pistola en la pierna gracias a unas correas. Le dio una metralleta a Jaime, una escopeta y cogió varias pistolas de diferente calibre. La munición, al encontrarse en una mochila, simplemente se la colgó al hombro.
            –Vamos a repartirlas, Jaime –le indicó que lo acompañase.
            –Edgar... –lo llamó.
            –Dime –se detuvo sin mirarlo.
            –¿Por qué eres tan extraño?
            –Todos aquí lo son, ¿no? –se justificó.
            –No como tú. No sé. Escondes algo –se le acercó cargado de armas.
            –Quiero acabar ya con todo esto –fijó su mirada en Jaime con cierta amargura–. Digamos que llevo ya mucho tiempo luchando contra todo y es la primera vez que me estoy dejando llevar.
            –¿Doctor? ¿Jaime? –se escuchó la voz de Pedro en la planta de abajo.
            –Ya vamos.
            Al hacerlo, los chicos y el taxista fliparon.
            –¡Eso sí que mola, tío! –se animó Manolo.
            –Yo me llevo bien con la escopeta –la agarró Tomás.
            Nadie, después de ver su destreza con los hombres lobo, lo dudó. Pedro cogió pistolas de gran calibre y Manolo la metralleta. Los demás las más normales y fáciles de manejar.
            –Tenemos que ir a comprar ajos... –comentó Lucas.
            –Ya vamos bien de ajos –sentenció.
            –Tú no llevas –lo señaló.
            –No me hacen falta.
            –¿Y eso por qué? –preguntó Tomás.
            –Yendo con vosotros no huelo nada –sonrió.
            –¿En serio? –Jaime se arrancó unos dientes de ajo y se los metió en el bolsillo.
            –Toma otros cuantos míos –Lucas extendió su mano.
            –Gracias.
            Saliendo del pueblo, les rugió el estómago a varios de los chicos. Antes de partir, entraron a comprar algo en el único supermercado que había. La gente los miraba con expectación. Pero no por la indumentaria o las pistolas, sino porque iban a ir al castillo. La cajera no les quiso cobrar, ni siquiera habló con ellos. Los echó con un gesto de manos. Se lo comieron con rapidez al mismo tiempo que los habitantes los rodeaban.
            Finalmente, un niño de los que les había tirado antes tomates –justo al que Manolo dio el tomatazo en la cara– se acercó a Pedro con una fotografía. Era de una chica muy joven y bonita. Tendría unos dieciocho o veinte años y parecía una muñeca de porcelana. No se entendían cuando se hablaban entre ellos, pero una mirada del nene bastó para que comprendiera que era su hermana y que quería que la trajeran viva. El chaval afirmó con la cabeza y el niño se marchó con una sonrisa entre los labios llena de esperanza, no antes sin pegarle una patada a Manolo.
            –¡Odio a los niños! –gruñó al recordar que todos le daban en la espinilla.
            Conforme iban saliendo del pueblo, varias mujeres se les acercaron también con fotos, una botella de agua para el camino, una bolsa de ajos... Parecía que aunque no se atrevían a acompañarlos y los habían tratado mal, en el fondo se compadecían y los apoyaban.
            El cura los esperaba en el principio del pueblo.
            –Sabed que convocaré una misa para rezar por vosotros y para que lo logréis... –se santiguó repetidas veces con los ojos sobre el cielo.
            –No había caído antes, pero usted habla castellano –se percató Pedro.
            –Digamos que mi familia procedía del mismo país y a mí me enseñó vuestro idioma mi tío abuelo, el hermano de mi padre... –tragó saliva.
            Acto seguido, habló en rumano con Edgar, el cual lo abrazó cariñosamente. Jaime pensó que el doctor Sullen tenía algo especial, algo que provocaba afecto en los que estaban a su alrededor.
            Caminaron hacia el castillo los cinco chicos, el taxista y el doctor cazavampiros. Una ola de aplausos se escuchaba a su espalda. Sin embargo, ninguno se atrevía a voltearse.
            –Debemos darnos prisa. Pronto lloverá y luego se nos echará la noche encima –comentó Edgar mirando las opacas nubes que cubrían el sol.
            Una vez que se encontraban bajo las rocas que levantaban el descomunal castillo, el taxista se mosqueó.
            –¿No nos habrán visto acercarnos?
            –Tienen las ventanas cerradas y tintadas.
            –Es verdad... Completamente oscuras.
            Los muchachos observaron fijamente, pero apenas distinguían la silueta del tenebroso castillo debido a la niebla y a la lejanía.
            –¡Qué buena vista tiene, Tomás! –comentó Antonio entrecerrando los ojos para ver algo.
            –Bueno, sí... Igual que el doctor –comentó extrañado al ver que los chicos no lo lo vieron tan bien como ellos–. Siempre han alabado mi buena visión.
            Gracias a Edgar, entraron por un lugar secreto cuyo destino paraba en una de las estancias del castillo. El lugar era húmedo. A duras penas lograba verse algo. Iban en fila. Una persona rellenita tendría difícil acceso. Encabezaba Edgar seguido muy de cerca por Jaime. A este lo sucedía Pedro. Luego iban: Manolo, Lucas, Tomás y Antonio.
            –Daros la mano, o coged al que está delante... –comentó el doctor tomando la de Jaime–. Ahora habrá bifurcaciones en las que es fácil perderse.
            –¡Joder, Pedro! ¡Qué eso no es la mano! –exclamó Manolo al sentir cómo le palpaban otra cosa–. Déjame que yo te la agarre a ti.
            –Ja, ja, ja... –la carcajada de Tomás rebotó en las paredes.
            –Eso suena muy mal, ¿eeeeeeehhhh? –se burló Antonio.
            –¡Shh! –les mandó callar el chico recién profanado.
            Aunque la bromita le hizo gracia al doctor Sullen, pidió continuar su camino en silencio. Cuando llegaron al final del trayecto –no sin haberse pisado unos a otros desde Manolo hasta el final de la cola– Edgar se detuvo sin avisar, provocando así que Jaime tropezara con él y se tuviera que agarrar a su torso para no caerse. Pedro simplemente posó sus manos en la espalda de Jaime para frenar y Manolo se dio un cabezazo con él. Los demás, para su propia fortuna, pudieron parar a tiempo.
            –Jaime, no es que me molestes, pero... –comenzó a susurrar el doctor en su oído– necesito un poco de espacio, ¿puedes soltarme?
            –Perdón.
            Del respingo que dio hacia atrás, hizo que todos cayesen como un acordeón. Entre susurros, todos se quejaron. Sobre todo Antonio, el cual decía haberse clavado una roca muy picuda en el trasero y la estaca del taxista en el brazo.
            –Pero no estáis heridos, ¿no? –preguntó Jaime pensando que eso sí lo olerían los vampiros.
            –No –respondió el doctor haciendo fuerza. Luego, añadió:– No creo que por una tontería haya sangre...
            –¿Le ayudamos? –preguntó Pedro.
            Justo en el momento en el que respondía que no hacía falta, logró empujar la especie de puerta rocosa a la que estaba aferrado.
            –Seguidme, pero cuidado de no tocar algo.
            Todos le hicieron caso. Entraron a un lugar donde el polvo se respiraba en el ambiente. Ya no había un centímetro cúbico de aire o suelo cargado de humedad.
            –¡Ahora! –dijo Edgar cerca de Jaime y encendiendo una antorcha–. Sujétala.
            Acercó dos más y las encendió. Acto seguido, las colocó en sus lugares correspondientes y, agarrándole la mano a Jaime, le quitó la suya.
            –Escuchadme atentamente –se puso serio–. Vais a ver humanos deambulando por el castillo. Estarán vestidos de criados, seguramente.
            –¿Hay humanos trabajando para esos monstruos? –se extrañó Manolo.
            –Los monstruos los controlan mentalmente. ¿De verdad creías que un vampiro iba a servir a otro y le iba a preparar el banquete de esta noche? –enarcó una ceja. Manolo negó–. Si os ven, no os harán daño a no ser que se trate de una orden. En cuyo caso el que os haya visto será el vampiro y estaréis acabados…La cosa es que si os ven, gritarán o se lo hará saber al que lo ha hipnotizado.
            –¿Y qué podemos hacer entonces? ¿Los golpeamos? –Lucas temblaba.
            –No porque el vampiro notará que ha perdido la conexión con... –comenzó a responder pero le cortó Manolo.
            –¿Esto que va como por wiffi?
            –Si lo quieres ver así... –Edgar suspiró y luego continuó con lo suyo–. Como me conocen, no les supondré una amenaza. Así que los distraeré y vosotros aprovecharéis para amordazarlos, amarrarlos y traerlos a esta sala.
            Tras dar las explicaciones correspondientes y brindarle a cada uno una cuerda que había en esa polvorienta habitación, salieron por una puerta oculta que daba a una estancia lujosa. Los chicos se quedaron fascinados con tanta belleza.
            –Welcome to these luxury Castle Hotel in Transilvania –comentó Pedro con cierta ironía.
            –Antonio, ¿qué ha dicho? –preguntó el taxista.
            –No sé mucho inglés, pero creo que ha dicho: “Bienvenidos a este lujoso hotel en Transilvania”
            –Eso ha dicho –confirmó Jaime.
            Salieron de esa sala con sigilo. Se hallaban en el ala oeste del castillo. Conforme encontraban a las chicas, las cogían en volandas. Pedro encontró a la hermana del niño. Todo parecía muy fácil. Cuando llevaban cuatro, dejaron al taxista con ellas para controlarlas. Todas trataban de liberarse.
            –Esperad –ordenó Edgar.
            –¿Qué ocurre? –susurró Jaime a su lado.
            –¿Veis a aquel hombre?
            –Sí, el viejo dices, ¿no? –contestó Pedro.
            –Que no os vea. No dudará en gritar. Ese hombre no está controlado, les obedece ciegamente porque su familia les sirve desde hace generaciones.
            Tramó un plan con los chicos y salió a la palestra.
            –Mister Sullen? –preguntó el viejo caminando hacia él en inglés.
            –Yes, I’m – respondió que era él en el mismo lenguaje.
            –¿Ya se ha cansado y ha decidido unirse? –se rió con endeblez.
            A partir de la última frase que entendieron los chicos, comenzaron a hablar en rumano. El viejo caminó delante del doctor con tranquilidad hasta situarse cerca de la esquina donde estaban los muchachos. Una vez ahí, Edgar lo llamó para que no se los encontrase de frente. Al voltearse, estos aprovecharon y se tiraron encima. Les dio reparo atacar a un hombre tan mayor, pero debían atarlo y amordazarlo por el bien de quince personas, de un pueblo entero y del suyo propio.
            De camino adonde se encontraba el taxista con las chicas, Antonio pidió un momento de pausa. Él solía cargar a la gente y ya estaba un poco cansado de ello. Les cedió el peso del hombre a Manolo y Lucas mientras se apoyaba en una mesa.
            –Allí hay una chica –señaló Jaime.
            Él, Pedro y el doctor fueron por ella, pero un grito medio ahogado les hizo darse la vuelta de nuevo para no ser vistos.
            –¿Qué ha pasado? –preguntó Pedro al llegar a ellos.
            –Antonio ha desaparecido... –Manolo se puso blanco.
            –Estaba apoyado en... –Lucas señaló la mesa– y desapareció. De repente. No sé. Solo he pestañeado y ya no estaba ahí.
            –Debe haber activado alguna trampa o haberse metido en un pasadizo secreto que desconozco.
            Jaime anduvo varios metros hasta poder asomarse a la planta de abajo. Lo hizo con cautela, para asegurarse de que nadie los viera. Los demás, palpaban la pared con cuidado o intentaban comunicarse con el desaparecido.
            –¡Otra vez Antonio, tío! –Manolo se llevó las manos a la cabeza.
            –Nos va a matar si antes no lo matan a él... –Lucas estaba histérico.
            –¡Viene alguien! ¡¡Silencio!! –susurró Jaime andando muy ligero hacia ellos–. Suben las escaleras y parece que son dos o tres.
            –¡Mierda! ¿Y qué hacemos con Antonio? –preguntó Manolo al sentir cómo el doctor lo empujaba.
            –Ya lo buscaremos. Mientras no salga de los pasadizos está a salvo –contestó él–. Los descubrió mi bisabuelo y desde entonces nos metemos aquí para salvar a algunos pocos. Ahora tenemos que llevarnos a Fredrich para que no nos delate.
            –Tío, quédate quietecito –Lucas le habló en tono muy bajo a la pared.
            Todos corrieron tratando de no hacer ruido. Lograron llegar al lugar donde se encontraba el taxista. Manolo, Jaime y Lucas con el horror implantado en sus rostros. Pedro intentando recomponerse mentalmente. El doctor con el ceño fruncido.
            Nada más soltar al viejo en el suelo, todos se dieron cuenta de lo fuerte que era el doctor. Lo había cargado él solo a gran velocidad.
            –Le habéis cerrado la puerta a Antonio –dijo el taxista yendo hacia ella.
            –No, Tomás. Antonio... –empezó a decir Manolo, pero silenció.
            –Ha vuelto a desaparecer. Está solo por ahí –expuso Pedro cerrando los ojos.
            –¡No me jodáis! Pobre chico... –enarcó una ceja como si ya fuese costumbre–. Bueno, conociéndolo… Es listo. Sabrá lo que se hace hasta que lo encontremos. Si fuese Lucas –lo miró dando vueltas como un loco– me preocuparía mucho más.
            –Ahora tenemos dos a los que rescatar –intervino Jaime.
            –Tíos, colegas... –Manolo negó con la cabeza–. Buscamos a Antonio, vamos por mi primo y salimos cagando leches. Lo siento por los demás, con las que tenemos aquí nos bastamos y sobramos...
            En ese momento, el doctor atizó al viejo detrás de la cabeza y este cayó en brazos del que en esos momentos lo sujetaba.
            –¡Doctor! ¡Joder! ¡Qué es un viejo! No era necesario... –saltó Manolo.
            –Fredrich es muy astuto, puede escaparse y liberarlas a todas. Sería nuestra perdición. No tenéis de qué preocuparos, en unas horas se despertará.
            Edgar les explicó su plan. Su padre siempre le había hablado de un pasadizo. A este se accedía a través de la biblioteca. Como ni su progenitor le encontró utilidad –ya que decía ser muy estrecho y sin ninguna salida aparente–, nunca lo había investigado. Creyó que a lo mejor el sitio donde desapareció Antonio se trataría de una de las entradas secretas y que la biblioteca conectaría con él. Lo expuso con tanta firmeza que todos, taxista inclusive, salieron corriendo tras el doctor Sullen después de haber dejado bien atadas y amordazadas a las chicas.
            Por el camino tuvieron que ocultarse. Había algún vampiro suelto por la zona. Como comentaba el doctor: empezaban a despertar y a prepararse para la fiesta.
            –¿A cuántos nos enfrentamos? –preguntó Pedro.
            –Hay siete, pero solo nos enfrentamos a cinco.
            –¿Los otros que se han ido de vacaciones? –cuestionó Manolo con cierta ironía.
            Edgar lo miró con mala cara. No respondió. Simplemente podría decirse que pasó olímpicamente de él.
            Un ruido se escuchó muy cerca, por lo que se detuvieron.
            –¿Qué ha sido eso? –se interesó en saber el taxista. Pese a su edad, corría igual que los jóvenes.
            –Viene de la biblioteca... ¡CORRED! ¡Antonio está allí! –exclamó el doctor sin importarle nada.
            Entraron de sopetón. O más bien, entró Edgar y al cabo de unos segundos Pedro y Jaime casi uno encima del otro. Los demás, hicieron su aparición progresiva y gradualmente.
            Los chicos vieron a un hombre joven tirado en el suelo con una estaca en el pecho y, encima de una mesa –justo al lado–, a Ken ahogando a Antonio. El doctor le tapaba la boca al norteamericano para que no pidiese auxilio al mismo tiempoque tiraba de él para sacárselo de encima al chico. Al segundo tirón, lo despegó. Lucas fue a abrazar al recién rescatado, pero él se lo apartó de encima gritando que había otro vampiro más.
            A Edgar solo le dio tiempo de soltar a Ken y de empujar a Jaime antes de que este pudiese ser cogido por las garras de uno que había más alejado contemplándolo todo.
            Ken forcejeó con Antonio nuevamente. Por suerte, entre un gancho de derecha de este y otro de izquierda de Pedro –el cual usó el arma en un tercer golpe– noquearon al americano.
            El taxista fue a disparar al vampiro contra el que luchaba el doctor, pero no hizo falta. Milagrosamente este se lo había quitado de encima. Edgar, al ver la escopeta e imaginar el ruido que harían, agrandó los ojos y les gritó que salieran corriendo de ahí sin hacer ruido. Se giró incluso para impedirles que le ayudasen.
            Cuando Jaime estaba a punto de agarrar la mano de Edgar –el cual no dejaba de decirles que se marcharan–, el vampiro lo atrapó por detrás y, cogiendo su cabeza e hincando sus uñas en el pecho del doctor, le clavó sus dientes en plena yugular. Los ojos de la víctima se abrieron de par en par. Sentía cómo su sangre se trasladaba de su cuerpo a la boca de su agresor como si sorbiera por una enorme pajita.
            –¡Huid! –logró alzar un poco su voz.
            –No... –Jaime, ensangrentado, se acercó más, pero Edgar le propinó una patada en el pecho para que no se aproximara a la vez que agarraba la cabeza del vampiro.
            –¡¡Corre!! –Pedro enganchó a Jaime del suelo y lo levantó.
            Con este lleno de la sangre del doctor, incluso con el sabor de la sangre entre sus labios, y traumatizado por haberlo contemplado todo a escasos dos metros, huyeron de la biblioteca con Ken sin sentido y medio arrastras.
            –Edgar... –masculló Jaime.
            –No podíamos hacer nada. En unos segundos lo han dejado sin sangre.
            –Él mismo nos pidió que huyésemos... –Manolo alzó a su primo un poco más–. ¡Cómo pesa el condenado!
              –¡Tú agárrale bien las piernas y calla! –le ordenó Antonio, que era el que llevaba casi todo el peso de Ken.
            De repente, apareció la mujer de pelo caoba delante de ellos, al final del pasillo. Esta se reía, satisfecha. Giraron por otro y por otro más hasta perderse. Llegaron a la cocina y de ahí salieron por una puerta lateral sin prestarle atención a nada. Una vez atorada, se dieron media vuelta al ver que la luz de unas velas se encendía y a más de uno se le escapó una brisa olorosa.
            Se encontraban en el comedor con los dos vampiros que les quedaba por ver ahí reunidos. Estos, dos hombres elegantemente vestidos de época, los miraban con una pícara sonrisa. Uno de ellos se relamía.
            –Tío, yo ya me he librado de uno y no sé ni cómo, así que estos son todo vuestros –susurró Antonio agarrando su pistola con fuerza y apuntándoles en la cabeza.
            Fueron a desatorar la puerta, pero esta estalló sola.
            –Hola, queridos míos... –dijo la mujer entrando en la sala–. No sé qué hacer con vosotros... Me habéis dado tantísimos quebraderos de cabeza... –su acento, pese a que hablaba perfectamente bien el castellano, sonaba muy de la tierra en la que se encontraban.
            –¿Puedo hacer una sugerencia? –Manolo levantó la mano.
            Ella dio unas cuantas carcajadas antes de afirmar con la cabeza.
            –¿Nos dejáis marchar?
            –Tío, sino funcionaba con los zombies, ni con los hombres lobo, no creo que funcione ahora –susurró Lucas a su espalda y apuntando a los que tenían detrás, cada vez más cerca.
            –Si me entregáis a vuestro amigo, os dejaré marcharos –señaló a Jaime.
            –¿A mí? –se extrañó el chico–. ¿No querrás decir a Ken?
            –No... Tú me has robado algo que debía ser mío...
            –¿Yo? –se perdió del todo.
            –Mira, guapita –Manolo se pavoneó delante de ella como si no le tuviese ningún miedo–. ¡Aquí o todos o ninguno!
            Justo en el instante en el que gritó la última frase sacó su estaca y la atacó. Ella, como si se tratase de un mosquito repelente, de un insecto de unos gramos, se lo quitó de encima de un simple guantazo, arrojándolo varios metros hacia atrás. Precisamente y para su desgracia, donde estaban los otros dos vampiros.
            Trataron de meterse en las mentes de los chicos para no hacer muchos esfuerzos, pero no pudieron. Se dispusieron a abordarlos, pero una explosión voló la puerta. Medio en pie, medio en el suelo, apareció el doctor. Su camisa estaba llena de sangre y todavía emanaba grandes cantidades de su cuello. Como pudo, se irguió y empezó a disparar contra los dos que se acercaban a Manolo.
            Todos se escondieron y empezaron a disparar como locos. Jaime agarró al doctor para que ninguna bala perdida de Manolo impactase sobre su cuerpo. Volcó un pequeño mueble y se escondieron detrás. Los chicos maldecían a los vampiros mientras los cosían a balas.
            –Así no lograremos acabar con ellos. Necesitamos vaciarlos –comentó.
            –Debes quedarte quieto, te estás desangrando –sacó un pañuelo y taponó la herida.
            Le había desgarrado medio cuello. Al chico le asombraba que siguiese en pie. Se asomó para qué ocurría, pero apenas distinguía algo. Los disparos habían apagado las velas y solo las ráfagas procedentes de las pistolas, de la escopeta o de la metralleta encendían fugaces llamaradas. La habitación se estaba sumiendo en la oscuridad de la noche.
            –Jaime –lo llamó el doctor al mismo tiempo que sonaban las campanadas. Ya era media noche.
            –Dime –contestó al ver que le agarró la mano.
            Apenas le dio tiempo a verlo cuando ya lo tenía encima de él, encima de sus labios. El doctor Edgar Sullen lo estaba besando. Reaccionó apartándoselo de encima. O, mejor dicho, intentándolo. No pudo moverse. Era demasiado fuerte.
            –Gracias por devolverme a la vida aunque solo haya sido unos días –sonrió antes de gritar:– ¡Detened el fuego!
            Una vez que pararon, se levantó y caminó hacia el interruptor. Pedro enseguida lo siguió desde su escondite escoltado por Manolo.
            –Tío, si tienen interruptores y luz por qué coño no las usan... –comentó el chulo.
            –Así no los mataremos. Hay que vaciarlos del todo.
            –¿No crees que lo hayamos logrado ya con tanta bala? –cuestionó Pedro.
            –No... –respondió señalando a uno de los hombres. Este ya estaba casi en pie, curándose. La mujer y el otro expulsaban las balas de sus cuerpos a una velocidad vertiginosa.
            –¡Dios mío! ¡Si los hemos dejado para cernir harina! –exclamó Lucas agarrando a Ken con ayuda de Tomás.
            Jaime logró recomponerse y se puso al lado de ellos, apuntándolos con su arma.
            –¡He dicho que hay que vaciarlos!
            Nada más terminar la frase abrió la boca. Todos y cada uno de los que lo acompañaban pudieron ver cómo sus colmillos crecían más rápido de lo que salían las balas de los cuerpos.
            –¡Se está transformando! –bramó Lucas.
            –No –corrigió el vampiro ya de pie y limpiándose el polvo–. Él ya era de los nuestros, ¿por qué te crees que está vivo y ha acabado con uno de nosotros?
            –¡Edgar Sullen! ¡Lo sabía! –exclamó Lucas.
            –Sí, pero para vuestra mala suerte somos tres y con esa pérdida de sangre no durará más de quince minutos... Estáis perdidos –rió con fuerza.
            –¡Pero no está solo! –apareció una chica muy joven, de unos dieciséis años. Esta vestía de forma casual y su pelo lo llevaba recogido en una trenza al más puro estilo de Lara Croff en Tom Rider. Se lanzó contra el hombre a la misma vez que Edgar.
            Entre ambos lo mordieron. La mujer se levantó como una gata salvaje y se tiró sobre Edgar, propirándole un puñetazo tras otro. A eso se le podía llamar: una buena paliza. La chica, una vez que acabó, se dispuso a pelear contra el otro hombre. Un tío aparentemente tan fuerte como Ken y que perfectamente le doblaría la edad.
            Jaime, Pedro y Manolo agarraron sillas o candelabros de hierro. Incluso Lucas se desplazó a por cuchillos a la cocina para dárselos. Pese a que trataban de ayudar a Edgar, la vampiresa era muy poderosa. De una simple sacudida se los quitó de encima, haciéndolos volar por los aires.
            –Una pena que me hayan robado lo que es mío –susurró al doctor.
            –Andrea, mi corazón nunca fue tuyo... Ni el de mi padre, aunque matases a mi madre... –las fuerzas le flaquearon. Ya solo estaba en pie porque ella lo sostenía.
            –Acabaré con el mal que llevo sufriendo estos últimos doscientos cincuenta años –abrió la boca y le mordió.
            Los colmillos de Edgar se hicieron más pequeños.
            Jaime, al ver la imagen, se acordó de la saga crepúsculo y de la segunda entrega. Él, en secreto, las había visto todas aunque se burlara de Lucas por habérselas tragado con su novia y encima decir que le habían gustado. Inmediatamente arrancó los ajos de su cuerpo, tomó su propio brazo y lo destapó con rapidez. Apartó la venda como pudo y se clavó la estaca en la herida.
            El olor a sangre humana distrajo a Andrea lo suficiente como para que la jovencita se le tirase encima. Se le encaramó a la espalda mientras profería un grito de dolor que desgarraría a cualquiera. Jaime tomó entre sus manos al doctor y lo tumbó en el suelo. Los demás –Tomás incluido– se abalanzaron con sus estacas sobre la vampiresa. La de Pedro la paralizó por completo, permitiéndole así a la chica acabar con ella.
            Una vez en el suelo, corrieron hacia el doctor y el chico.
            –¡Edgar! –Jaime le dio dos cachetadas flojas para que espabilase.
            –Perdón –susurró.
            La joven vampiresa se tiró en brazos de Antonio. Este no sabía si echarse a temblar o consolarla. Sentía un poco de reparo.
            –¡¿Cómo podemos salvarlo?! –Jaime le preguntó a gritos a la muchacha.
            –Necesitamos sangre humana y él solo bebe la que donan en el hospital... –respondió entre sollozos.
            –¡Corramos! –trató de levantarlo.
            –No... No llegaremos a tiempo y ya no hay nada más que hacer... Al fin podré irme... Después de doscientos años seré libre...
            –Puedes coger una poca de uno de ellos. Será suficiente para sobrevivir hasta que llegues al hospital. No tienes por qué transformarlos...
            –¡No, Katarina! –gritó–. No he mordido nunca a un humano y no sé si sabré hacerlo...
            La chica rompió a llorar desconsoladamente. Apelaba a la razón de los muchachos para que lo convencieran, ya que era muy cabezota. Pedro se ofreció el primero, pero se negó.
            Jaime, con enfado en el semblante, les pidió que le ayudaran a ponerlo sobre la mesa y así fue. A continuación, les ordenó que se marcharan. Una vez a solas, lo agarró de las solapas de la camisa y susurró cerca de su rostro con mucha rabia:
            –Tú me has besado sin permiso y ya sé que intentaste que yo lo hiciera el otro día con esa frasesita en mi cabeza.
            –¿La escuchaste? –parecía asombrado.
            –¿Cómo no escuchar tu “bésame”? –lo zarandeó con rabia–. Coge mi puta sangre de una maldita vez y déjame que te dé tu merecido por invadir mi espacio personal sin consentimiento. Luego, ya veremos qué hago contigo... –sonrió en la frase final.
            Edgar lo hizo con él al mismo tiempo que se aproximaba a su cuello. Mordiéndole con delicadeza, comenzó a extraer la sangre que le hacía falta. Durante el proceso, las heridas del vampiro sanaban al mismo tiempo que Jaime se sentía un poco más débil y mareado. Iba tan despacio que el chico no perdía el conocimiento, pero sus músculos comenzaron a ceder. El doctor –ya incorporado– agarraba a Jaime por la espalda en una especie de abrazo.
            Cuando se separó de él, los dos se encontraban de pie.
            –¡Te la debía! –exclamó después de haber golpeado a Edgar en el hombro con una debilidad extrema.
            –Siéntate –lo dejó apoyarse en la mesa–. Te he cogido una poca más porque sabía que tú estarías bien y yo quiero tener fuerza para hacer algo más –sonrió antes de besarlo de nuevo.
            Jaime simplemente trató de resistirse.



            –¡Tío! ¡Joder! –exclamó Manolo al ver salir a Jaime agarrado por el doctor.
            El muchacho miraba hacia abajo y el doctor sonreía ampliamente. Edgar no tenía su camisa y del pantalón solo llevaba abrochada la cremallera. Jaime, por su parte, tampoco es que estuviera muy bien vestido.
            –¡Me alegra ver que estás bien! –le extendió Pedro la mano al doctor al mismo tiempo que Lucas sujetaba a su amigo y le miraba la mordedura.
            –Nos ha dado tiempo a sacar a todas las chicas y a llevarlas al pueblo –expuso Manolo–. ¿En qué cojones te has entretenido? ¿Tanta sangre le has chupado?
            En ese instante Edgar sonrió y Jaime echó la mirada hacia otro lado. La muchacha, avispada y aguda, cambió el tema con rapidez. Contó su historia. Ella era la sobrina-nieta, o bisnieta –no lo llevaba muy en cuenta ya que lo llamaba tío–, del doctor, igual que el cura. La transformaron cuando estos jugaban alrededor del castillo. Él solo pudo salvar al hermano, que en ese entonces era mucho más pequeño. De ahí que sepan castellano. Él los enseñó. Expuso que ellos salvaban a los que podían de los vampiros. Ella desde dentro, como una infiltrada, y él desde fuera. Al año podían rescatar a unos veinte habitantes. Ahora sabían que ya no habría más derramamientos de sangre, ya que él y ella no mordían a nadie.
      –¿Y él no se transformará? –preguntó Lucas señalando a Jaime.
    –Aunque tiene el virus dentro, a no ser que el que lo haya mordido lo active mordiéndolo de nuevo, él nunca podrá convertirse –respondió Katarina.
      –Y, por suerte o desgracia para algunos –añadió el doctor– ya no nos veremos nunca más.
         Sus ojos mostraron cierta tristeza.
     –Os podéis llevar mi coche –lo señaló la vampiresa–. Nosotros pagaremos los estropicios del otro y arreglaremos todo en este pueblo y en el castillo. Luego, desapareceremos, ¿no? –agarró el brazo de su tío.
     –¡Qué remedio!
     Todos se abrazaron al despedirse. Katarina era muy cariñosa y alegre. Obviamente, el abrazo que más duró fue el que el doctor le dio a Jaime mientras todos se metían en el coche. Le tendió un papel y le susurró algo al oído. Algo que nadie más sabría –o sabrá– hasta que llegue el momento adecuado.
     Al montarse en el coche, Manolo le fruncía el ceño muy pensativo. Se despidieron con las manos y siguieron su camino. Atrás quedaron Katarina y Edgar Sullen, dos hermosas criaturas a las que la madre tierra les había dado la inmortalidad como se la dio en su momento a Sarah o se la había dado a Joaquín, el hombre lobo.
        Jaime, esta vez de copiloto, no pudo evitar que una lágrima le delatara.
     –¿Estás bien? –Pedro parecía atento.
     –¿Desde cuándo lo sabes? –preguntó imaginando que lo sabría todo.
     –Desde que somos pequeños, Jaime. Pero si tú no lo decías, ¿qué más da? Sigues siendo mi amigo. Uno de mis mejores amigos –le puso la mano encima.
     –Tío, esto duele. Ahora retiro lo que pensaba de "a primera vista". Eso existe... –balbuceó.
     –¡Espera! ¡Espera! ¡Espera! –gritó Manolo alterado y deprisa–. ¡Ya sé por qué narices habéis tardado tanto en salir! –señaló a Jaime–. ¡Qué tú! ¡No me jodas! –no se lo quería creer–. ¡Qué tú y el doctor...!
     –¡Sí, me ha gustado! ¡Me gustan los hombres! ¿Algo que objetar? –se volteó con muy mal humor.
     –¡Me cago en la leche! –se llevó las manos a la cabeza.
     –Calma –pidió Lucas desde atrás.
     –¿Qué pasa? –pese a su debilidad sonó fuerte.
     –¡Puto salido! ¡Te lo has tirado! –sus ojos eran como dos bolas blancas de billar. No salía de su asombro.
     –¿Y qué si es así? –lo miró serio.
     –¡JA! ¡No lo ha negado! –se burló haciendo el gesto de brazos y caderas que suelen hacer los chicos para indicar el verbo de acostarse con alguien–. ¡VICIOSILLO! ¡Te has tirado a un vampirooooo! –se echó a reír.
     –¡Hijo de puta! –se sonrojó.
     Mientras seguían con el cachondeo y Jaime se ruborizaba aún más al ver a Manolo dándole besitos al aire, Ken se despertaba sin recordar absolutamente nada de lo ocurrido. Ni siquiera sabía qué era Villa Rele.
     Los cinco chicos y el taxista acabaron llegando a Moldova sin más altercados. Allí descansaron en el hotel de lujo hasta coger el avión a su país unos días más tarde. En cuanto llegaron –ya limpios y relucientes–, Lucas se enganchó a su novia todo el viaje. Pedro tuvo que conducir de nuevo. En sus cabezas transcurría todo lo que habían vivido. Era el maldito Halloween más intenso que recordaban. Sobre todo, para Jaime...




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Por María del Pino.
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