El ladrón de almas

El ladrón de almas

miércoles, 28 de noviembre de 2012

"Don Fernando. La Eterna Unión", de María del Pino (Primeras páginas).


         Hoy, amigos, subo el borrador (o lo que fue en su momento "boceto de imprenta") de las primeras 96 páginas (de 430) de mi tercera novela de la trilogía: "Don Fernando. La Eterna Unión". Lo subo así para que tengáis una idea del libro (antes de ser corregido) y para que los posibles interesados puedan leer las dos primeras partes.

Eso sí, hay cosas y notas aclaratorias en el libro sobre los personajes (para el que no se haya leído las novelas anteriores) que no están aquí porque, como he dicho, esto fue el borrador nº2, el que marchó a imprenta.


Espero que os guste y entretenga.





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©María del Pino.
©Ilustraciones de María del Pino.
© Fotografía de portada María del Pino.
Diseño de portada y contrportada: Fco. José Cobos.
ISBN: 978-84-615-8257-0
Depósito Legal: CO 3252012
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"Don Fernando.

La eterna Unión”







María del Pino








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PRIMERA PARTE:

“Infancia, familia… hogar”






"Don Fernando"








El sol se levanta enhiesto y con firme decisión sobre el calmado día veintidós de septiembre del año mil doscientos cuarenta y siete. Un bonito día que celebraré el resto de mi vida.
Me cuesta levantarme, pero sé que he de hacerlo si no quiero demorarme y llegar así a deshora. La enternecedora mano de Milagros acaricia mi rostro y me susurra con dulzura que mi sobrino nos aguarda en su hogar, junto a toda la familia. «Familia. ¡Qué palabra más importante!». Bramo entusiasmado ante mi pensamiento, pues desde que los vándalos me la arrebataron con tan sólo trece años, he carecido de ella hasta hace unos diez o doce… ¡Y ya no quiero pensar ni los años que portan mis hombros! Aunque mi amante, compañera e íntima amiga, siempre me diga que me conservo como cuando me encontró.
Tras prepararnos, cargamos los regalos que trajimos del último viaje a Toledo para visitar la tumba de Isabel, y del cual, volvimos ayer. Luego, ponemos rumbo a casa de mis sobrinos Pablo y Álika. Sobrinos… Yo, más bien, diría hijos, ya que Dios, me bendijo con ellos pese a que no he sido capaz de tener descendencia directa.
En la puerta, al llegar, me encuentro a todos después de unos meses sin verlos. Me complace gratamente que nos reunamos para celebrar juntos el cumpleaños de mi sobrina-nieta. Aprecio que los cinco vástagos de Yazid y Azucena están harto grandes. He de decir, que aun siendo tan pequeños, son espigados cual progenitor tienen agarrándolos ahora mismo. Los saludo con un efusivo abrazo, mientras que, mi buen amigo Miguel sujeta a su mujer del brazo de una forma cómplice, y quizás también, para ayudarla, ya que está un poco débil últimamente. El joven Farid me presenta a su prometida, y tras cordiales y amistosas palabras y sonrisas intercambiadas entre unos y otros, caminamos hacia la casa de mi sobrino, por el jardín. En ese momento me percato de que la puerta está completamente abierta. Allí, contemplo a Estela –viva imagen de su madre, Álika– y al valiente Mateo. Ambos se encuentran devorando las naranjas que hay en una cesta de mimbre situada en el suelo, justo en una esquina de la puerta.
Al vernos, se revolucionan y vienen corriendo hacia mí mientras gritan eufóricos: “¡Tío-abuelo!”. Se lanzan a mis brazos y, al estar un poco agachado, caigo de espaldas con los regalos y éstos encima. «¡Qué hermosos están! ¡Qué gallardos son!».
–Estela, cariño, deja de zarandear al tío Fernando –dice Álika caminando lentamente hacia mí debido a su avanzado estado de embarazo, mientras que Pablo, la lleva cogida por la cintura como si fuese la persona más valiosa del mundo para él.
–¡Hijo! ¡No juegues con las espadas! –riñe el padre al niño.
–No os preocupéis, pues bien sabéis, que éstas criaturas son mis soles… –sonrío mientras los granujillas van a atacar a sus abuelos, Miguel y María.
–Tío, no podéis consentirlos tanto o se os subirán a las barbas –comenta Álika.
–Yo creo que ya lo han hecho… –dice Felipe mientras se adelanta, vivaracho, a abrazarla–. ¿Cómo está mi futuro sobrinito? –pregunta apoyando suavemente la cabeza sobre el vientre de esta.
–Mientras no sea como tú o tu pequeño Esteban, seguro que está y estaremos bien… ¡Menos mal que no corre la misma sangre por vuestras venas! –alega Yazid con tez sorprendida al ver al vástago de Felipe tirarle del sedoso cabello a la pequeña Estela. Éste pequeñísimo doncel lucha por conseguir de ésta la naranja que se está comiendo.
–¡Hija de sus padres tenía que ser la niña! ¡Mi pobre Esteban! ¡No le enseñéis a ser Álika! –exclama éste al ver cómo la pequeña le propina a su hijo un buen golpe en toda la nariz para defenderse de su saqueador.
Una vez enzarzados en la trifulca todos los niños, menos Rosa, la cual nos ayuda a separarlos, podemos entrar en la casa. Ya dentro, el joven Farid se los lleva a un rinconcito para enseñarles unas piedras de colores. Las hace aparecer y desaparecer una y otra vez. Los niños permanecen fascinados, y la verdad, es que yo también lo estoy. Pablo me susurra que él se lo había enseñado hace harto tiempo atrás, pero alega que, ahora, el aprendiz ha superado al maestro con creces.
Cuando hemos finalizado la comida y abierto los presentes que trajimos de Toledo, me siento tranquilamente para ver cómo se van abandonando el hogar los más mayores: Farid y Gabriel, con sus respectivas esposas, y María y Miguel; por lo que ahora, aunque aún no sea un viejo, así me siento entre tanta juventud.
Mientras contemplo a Milagros lavar los platos junto con Azucena, Pablo acompañaba a Álika a su alcoba para descansar. Entre tanto, los revoltosos niños se ponen a jugar delante de mí con espadas de madera talladas por Yazid.
–¡Yo, el rey Fernando III, retomo Córdoba! –brama Agustín, uno de los gemelos de diez años de Azucena y Yazid. Éste es siempre el niño más vivo y con más energía de todos.
Junto con su gemelo, Alvar, y Mateo, imitaban al rey Fernando III, a Alvar Colodro y a mí, entrando a Córdoba aquel día del año mil doscientos treinta y seis. Yazid hizo buena amistad con don Colodro, por lo que a su hijo le puso el nombre de éste. La verdad es que, aunque todos los hijos de Yazid se parecían entre ellos, los gemelos eran clavados como dos gotas de agua. Solamente se diferenciaban por los ojos, pues ambos los tienen color verde claro como el que los engendró en su madre, pero Alvar porta una mancha azulona en el ojo derecho y un lunar a continuación de esa misma ceja.
Rosa se acomoda a mi lado y comienza a tejer. Me comenta que va a prepararle a la criatura algo para cuando nazca. «¡Tan pequeña y ya tan madura! ¡Qué fortuna que su carácter es igual que el de la madre!», gozo en mi pensamiento, ya que, aunque pocos lo sabemos, su padre no es Yazid, aunque la quiera como tal. Temí en principio porque la sangre llamase a la sangre y se fuese gestado en ella algún tipo de maldad. Pero por suerte, Rosa es la más tranquila y pacífica del grupo a la vez que respetuosa, madura y obediente.
–¡No quiero! ¿Por qué tenemos nosotros que ser los agarenos? ¡No queremos ser los malos! –exclama Daniel, el hijo de ocho años de Yazid.
–¿Y a mí por qué no me dejáis jugar? –gimotea Estela. Tras protestarles un rato, se gira hacia mí:– Tío-abuelo… no me dejan jugar con ellos…
–¡Sí te dejamos! Solamente que tú eres tu mamá en Castilla… –responde Esteban, tan alegre y sabelotodo como su padre.
–Entonces, no estoy jugando mientras… –se enfada ella.
Intento tranquilizarlos, contándoles que ni unos eran buenos, ni otros malos. Simplemente eran diferentes caminos de la vida, diferentes religiones y costumbres. Los niños no comprenden muy bien eso, y es normal, pues aún son demasiado pequeños. Lo que no puedo es alegar nada a lo que el pillo de Esteban dijo a Estela, pues le había dado el papel más importante del juego: el de la mujer que derrotó al malvado Umara. Mas, aun así, el momento en el que se enfrascaban representaba a aquél en el que ella estaba en Castilla, sin saber nada, por lo que mi dulce niña no podía participar.
–¡Tío-abuelo Fernando, contadnos cómo conocisteis al rey! ̶ exclama Mateo batiendo en el aire la espada.
–Es harto longeva la historia, valiente Mateo, pero lo conocí gracias a tu abuelo  ̶ respondo con una amplia sonrisa.
–¿Gracias al abuelo Miguel? –pregunta Estela montándose en mis rodillas.
–No, bella niña, gracias a Rafael Ballesteros, el padre de vuestro padre.
–¡¿Ves, Joel?! –exclama Mateo al benjamín de Yazid, el cual, aun para tener solamente siete años es casi tan grande y fuerte como el hijo de mi Pablo, que le saca unos dos años más o menos–. Mi familia es toda de tierras de la antigua Hispania.
–Yo pensé que tu papá era de donde es mi mami… –contesta éste con media lengua, pues hablaba un poco gangoso.
–¡Dejad a don Fernando, niños! –riñe Azucena.
–Nosotros nos marchamos. Aquí os dejamos a Milagros y a vos con esta familia… –dice Yazid señalando el piso de arriba.
–¡No, papá, que don Fernando nos va a contar una historia! –exclama Daniel, gruñendo como acostumbra a decirlo casi todo, mientras su padre lo alza en brazos y le besa la cabeza.
–¡Vamos! Hacedle caso, mis pequeños. Otro día os deleitaré con la aventura y os narraré la gesta –toco sus cabezitas para animarlos.
–Pero... Don Fernando, no vayáis a olvidar contarnos cómo conocisteis a don Rafael Ballesteros –alega Agustín.
Tras afirmar, los niños marchan con sus padres y Pablo, que aparece tras Yazid, recoge en brazos a los suyos para llevárselos a dormir. Éstos rechistan un poco porque quieren seguir jugando, pero pronto le hacen caso, pues lo admiran en demasía. Cuando mi sobrino baja otra vez, le pregunto por Milagros y me responde que se fue a dormir a una de las dos habitaciones, que la busque. Él sube las escaleras. Conociéndolo, sé que no va a ir a conciliar el sueño, sino que su intención será tumbarse junto a Álika y verla dormir mientras la protege en sueños.
Me dirijo hacia la primera alcoba y veo que ahí duerme Milagros. Se ve cansada. ¡Y no es para menos! Últimamente ha estado trabajando duro: en Toledo ayudando a las monjas; en el duro camino, cocinando y cuidándome –pues me trata como a un rey–; y durante todas las noches y algunas tardes, encontrándose íntimamente conmigo para colmarme de amor. «¡Milagros es un Milagro! ¡Mi milagro!».
Me tumbo junto a ella y me detengo a pensar en Rafael. « ¡Oh, mi buen amigo! ¡Si pudieses levantar cabeza junto con mi hermana María Beatriz! ¡Qué orgullosos estaríais de ver a Pablo!».
Cierro los ojos imaginando sus jóvenes rostros y recuerdo la fecha en la que conocí al valiente caballero Rafael Ballesteros:


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II





Los miembros varones de mi familia –es decir, mi padre, mi viejo tío y mis tres hermanos– servían al rey Alfonso VIII. Un gran rey. Éste y sus hijos mayores habían hecho una excelentísima amistad con Fernando de León, el cual, ese día los acompañó de paso por nuestro lozano pueblo, a los alrededores de Castilla, con parte de sus tropas.
Últimamente estábamos siendo saqueados por los vándalos. Mientras se encontraban reunidos en mi hogar debatiendo sobre ello, yo me hallaba, como de costumbre, haciéndole rabiar a mi hermosa hermana María Beatriz cuando trataba de inculcarme sabiduría. Harta de mí y mis insufribles burlas, intentó darme un azote, mas, logré salir huyendo como buen malandrín que era. Me deslicé raudo y veloz hacia las caballerizas que había al final de nuestra finca. No obstante, aunque escapé de su bien merecido tortazo, me llevé otro más grande. No porque ella, mi madre o alguien me alcanzara, sino porque topé con el orondo y exuberante trasero de un caballo. El impacto hizo que cayera al suelo.
Cuando al fin logré enderezarme, vislumbré un corro de hombres, y, dentro de éste, al joven más gallardo que jamás habían visto mis ojos. Su pelo era negro azabache, sus ojos marrones como el roble y su figura muy musculosa. Me sorprendí al contemplarlo más de cerca. Era harto joven. Deduje que no llegaría ni a los veinte y ya estaba dirigiendo a todos aquellos fieros hombres de Fernando de León.
Mientras hablaba de que en el corazón de un guerrero no debe haber odio alguno para aniquilar, sino infinidad de amor para proteger a los seres queridos, a los reyes de Castilla y León y a la patria, me quedé embelesado. Ahí fue cuando este humilde y rebelde servidor decidió dejar de ser un niño para ser como aquel joven y valiente guerrero.
Una vez terminado el filosófico discurso, todos los hombres fueron a descansar. Aunque, después de escuchar al joven, parecían estar ya rebosantes de energía y vitalidad. Él miró a su caballo, le acarició el lomo, y agarró dos espadas. Soltó la que llevaba encima y se colgó a la cintura ésas. Enseguida pensé que debía luchar muy bien, así que decidí seguirlo, agazapado, hasta fuera de la finca. De cuando en cuando éste se detenía y se echaba a reír. Parecía que algo le hacía gracia, como si sospechase que alguien lo seguía. Cuando llegamos al pueblo, tras la eterna caminata, enseguida desapareció de mi vista.
–¡Diantres! ¡Lo he perdido! –exclamé severamente enfadado conmigo mismo.
Lo busqué por doquier, mas, no encontraba sombra alguna del gallardo muchacho.
Finalmente, molesto con mi propia persona como con nadie lo había estado alguna vez, aprecié que la noche se me echaba encima, así pues, salí corriendo a casa antes de que mi madre o hermana se percatasen de que no me hallaba en el hogar.
Cansado de correr, a medio camino, vi a unos vándalos acampados. Temblé. Eran tres hombres mayores –que no quiere decir viejos, pues serían más jóvenes que yo ahora–, de aspecto rudo y embriagados de vino hasta la saciedad. Me miraron fijamente, con mirada penetrante, deteniendo así toda su algarabía y predominando el silencio más incómodo en el que alguna vez me haya visto envuelto hasta esa época. Discurrí que sería mi fin. Pero me alivié al ver que terminé de pasar sin que me dijeran nada. Suspiré y proseguí mi caminar a pasos más ligeros.
Me faltaría poco para comenzar a divisar el primer árbol de nuestras tierras cuando escuché unos caballos galopar raudos hacia mí. Enseguida me rodearon por más que intentara correr. Para mi desgracia, eran aquellos malditos vándalos.
–¡Tú! ¡Niño! –exclamó el más ebrio y joven de los tres desde su corcel–. ¿Qué tienes para mí?
–Nada, señor. No llevo nada de valor –me alegré interiormente de no portar riqueza alguna que me pudiesen saquear.
–Oye, Marrajo –irrumpió otro–, ¿no es este el vástago de don Braulio del Castillo? –preguntó.
Éste parecía tener mucho mejor equilibrio, pues bajó del caballo como si no hubiese ingerido una sola gota de vino pese a que su aliento apestara al peor de la comarca.
–Me parece que sí, que este mocoso de aquí es el benjamín de su manada… –alegó el tercero, aquél que parecía responder por ese mote tan horrendo.
Ése era el que más pavor causaba en mí, pues bajó, amenazante, de su caballo jugueteando con una daga.
–¿Y si le cortamos una oreja y se la enviamos al señor Braulio para percibir una buena recompensa por no dejarle sin un descendiente? –preguntó el más firme, un hombre con el pelo sujeto por un trozo de tela mal puesto.
            Como acto reflejo, me las tapé y ellos se rieron.
–Maeses, disculpad mi osadía por entrometerme… –dijo mi gallardo caballero.
Todos nos sorprendimos de su sigilo, pues ni lo vimos llegar, ni lo escuchamos lo más mínimo. Mi mayor espanto no fue causado por el sobresalto que nos dio, sino por oír cómo los llamó, pues ésos no merecían tales respetos. Busqué sus espadas con la mirada, pero no vi que portase alguna consigo, por lo que ahora, ambos nos hallábamos en apuros.
–¿Quién demonios eres tú, mozo? ¿Y qué se te ha perdido aquí? –preguntó Marrajo caminando hacia él con prepotencia.
–Maese, se me perdió el muchacho al que pretendéis asaltar. Mas, como veis –me señaló–, no lleva nada de valor, ni se ve ataviado con ningún lujo, no como yo –luego se tocó las sedosas ropas.
–Todo un doncel, Matías... –rió marrajo llamando al más borracho.
–¿Vienes solo a pelear?  ̶ se burló el firme.
–No, vengo a daros lo que él no porta a cambio de que lo dejéis en paz –extendió una pequeña bolsa. Receloso, Marrajo la abrió. Aun en la noche, vimos que eran relucientes monedas de oro.
Estaban un poco desconcertados, pero pronto reaccionaron y se lo guardaron en la alforja del  caballo. Éste avanzó hacia mí, cruzándose delante del más serio, me extendió la mano, la agarré y les dimos la espalda. Aunque me sentí seguro junto a él, poco me duró, pues giraron a mi protector y le dieron tal puñetazo que lo tiraron de boca al suelo.
–¿Es que piensas irte impune después de habernos interrumpido, muchacho? –se rió Marrajo acercándose al hombre que le había metido el puñetazo al joven.
Miré al que estaba más ebrio. Éste reía sin cesar, como un loco desvariado, un depravado sin escrúpulos. Se mostraba tan enajenado de alcohol y maldad que ya desde su caballo me aterraba. Entretanto, los otros no paraban de golpear a mi rescatador. Incluso le quitaron la blanca camisa de seda que llevaba y las botas, alegando que eran demasiado lujosas. El caballero no parecía reaccionar a los golpes que le daban. Al contrario, parecía prepararse para recibirlos y que así el daño fuese menor. De todas formas, lo estaban dejando que daba harta pena mirarlo.
Una vez cansados de atizar a un joven que no parecía defenderse y que estaba en el suelo sin apenas poderse mover, Marrajo me agarró del brazo y me llevó medio arrastras hacia su caballo mientras los otros dos carcajeaban e insultaban al que se encontraba desparramado en el suelo.
–Maese –le tembló la voz–. El trato era que yo me llevaba al niño…
Lo miramos y vimos cómo éste se levantaba con esfuerzo. Acto seguido, escupió sangre por la boca, alegando que no se marcharía nadie del lugar si yo no me iba con él.
Marrajo, rebotado ante su insolencia  ̶ según dijo él ̶ , me lanzó hacia los brazos del otro. Entonces, éste, lleno de rabia, y con espada en mano, se fue hacia el joven con intenciones de descuartizarlo. Cerré los ojos, pues no estaba dispuesto a ver cómo lo asesinaban. Sin embargo, cuando los abrí, pude apreciar como el villano retrocedía sin espada alguna.
–Siento defraudaros –sonrió el doncel–, mas no soy un simple y cualquier muchacho de buena posición al que podáis atizar como a un chiquillo. Yo soy Rafael Ballesteros Zamorano, amigo y comandante de las tropas del sabio Fernando de León, a las órdenes del magnánimo rey Alfonso VIII. Así pues, caballeros, no consentiré que os llevéis al hijo de don Braulio del Castillo.
Fue decirlo, y tras coger  ̶ el que no tenía espada ̶  la del que montaba a caballo, ambos hombres lo atacaron sin miramientos. Aun para estar tan oscuro el camino, pude apreciar cómo Rafael los hacía danzar con un movimiento espectacular. Fue algo inaudito. Los villanos retrocedieron sin espadas, exhaustos. Ahora era él el que tenía las dos en su poder y una tercera en el cinturón. Indignados, sacaron unas dagas y fueron a atacarme, mas, fugaz como un rayo, Rafael acabó con sus vidas y con la sed de sangre que cargaban sus mentes. Para finalizar, se santiguó y miró al tercero, el cual, se cayó del caballo de puro susto. Estaba pálido como la cal y tartamudeaba. En esos momentos de aparente lucidez y mayor cercanía, aprecié que ese maldito borracho no llegaría ni a los veinte años.
–Desde el principio no quise matarlos, pero no iba a permitir que asesinaran a Fernando. Aunque sois un poco mayor que yo, aún sois harto joven como para decidir cambiar vuestro camino. Por eso, no os mataré –arrojó las espadas muy lejos y lo miró–. Iros, coged el oro de los caballos, dadles con éste un digno entierro y buscaros un trabajo honrado.
Se giró con una ligera mueca de dolor y anduvo hacia mí, dejándolo ahí detrás, junto al corcel que tenía las monedas de oro en la alforja. Me volvió a extender su mano y, tras agarrarla, pusimos rumbo a mi hogar.



Al llegar a mi casa, justo antes de  llamar al portón, a Rafael le falló la compostura que tanto quiso mantener ante mí y cayó de rodillas al suelo. Se veía muy dolorido y cansado. Ya no lo podía disimular más. Unos hombres de su majestad, que habían aparecido al escucharme gritar su nombre, vinieron ipso facto a sujetarlo. Se lo llevaron en volandas justo en el instante en el que aparecían: mi padre, Fernando de León y el rey por la puerta, escoltados por mis hermanos y mi tío. Mi preocupado progenitor, me dio un azote en el brazo, y luego, un fuerte abrazo. Había pasado un buen disgusto. Eso lo noté en su mirada incluso antes del débil bofetón o del abrazo. El rey Alfonso simplemente tocó mi cabeza y fue a ver, junto con Fernando, cómo estaba Rafael.
Le conté a mi padre, en poco tiempo, lo que me había ocurrido. Éste, tras bendecir al valeroso y valiente caballero, se marchó con su majestad para ver al herido. Yo, mientras tanto, me quedé bajo el cálido abrazo de uno de mis hermanos, pues los otros habían ido a buscar a mi madre, la cual, por lo que me contaron, estaba histérica debido a mi repentina desaparición.
Al día siguiente, el rey se marchó junto con Fernando. Éste había dejado en nuestra casa a Rafael y a cinco hombres más para proteger al pueblo de los vándalos que últimamente rondaban por las tierras matando y saqueándolo todo.
Mientras Rafael Ballesteros, mi gran ídolo y salvador, se recuperaba, yo me escapaba todos y cada uno de los días a la humilde choza en la que lo había instalado mi padre por orden del mismo muchacho. Allí escuchaba sus historias absorto. Para mi sorpresa, ya había luchado en varias cruzadas contra vándalos y árabes. Descubrí que Rafael, aunque aparentase tener unos dieciocho años, tenía solamente dieciséis. Uno más que mi hermana María Beatriz.
Pasaron los días y él me enseñaba a defenderme y a usar las espadas. Con paciencia me mostró su técnica de dos espadas, pero sobre todo, me infundió que debía tenerle respeto a los demás, ya fuesen aliados o enemigos. Decía que al aliado siempre lo tendrías ahí, aguardando, pues estaba de tu bando y os protegeríais siempre la espalda. Sin embargo, comentaba, que al enemigo, había que guardarle incluso más respeto, pues éste, al fin y al cabo, sería aquél que te quitase la vida, o al que tú se la arrancaras. Me enseñó mucho moralmente. «¡QUÉ GRANDE ERA!».
Un día de aquéllos en los que mi hermana pretendía enseñarme e inculcarme los deberes de un buen hombre de familia, le sorprendí con la frase de mi buen amigo Rafael. Le dije: “cuando tenga familia, lo más importante para mí será: darles de comer, quererlos y protegerlos a costa de mi propia vida”. Usualmente solía distraerme cuando ella hablaba o no contestarle, por lo que se quedó con la boca abierta. Tanto, que tras darle un fuerte abrazo, salí corriendo para verlo a él. Beatriz se esforzaba en enseñarme a ser un hombre de bien. Y yo quería ser tan bueno como Rafael. Discurrí con la imaginación que, algún día, mi hermosa y bella hermana de ojos marrón oscuro con motas doradas alrededor del iris, se sentiría orgullosa de ver al hombre en el que me convertiría gracias a la imagen de mi ídolo.
Al llegar a la choza, sorprendí a éste detrás, dándose un buen baño, pues decía que un caballero debía estar presentable por si la ocasión lo requiriese.
Sonreí, me quité la ropa y me tiré en la gran bañera, salpicándolo todo por doquier. Rafael comenzó a frotarme las orejas mientras reíamos. Tras combatir un poco, lo conseguí echar de la bañera. Lo divertido de esta anécdota fue que en el preciso instante en el que él gritaba: “¡Ningún niño osará echarme de mi lugar de baño!”; apareció mi hermana detrás de mí, enfrente de él, y contemplándolo, boquiabierta, tal y como Dios lo trajo al mundo.
María Beatriz enrojeció, gritó, se tropezó y salió despavorida como alma cargada por la velocidad del trueno. Rafael, atónito y rígido cual estatua de Cristo en la santa iglesia, se tapó la cara con su camisa y se metió en la bañera. Estuvimos harto rato dentro. Tanto, que los dedos, de arrugados que estaban, parecían los garbanzos del puchero. Estuve esperando y esperando a que hablara o se quitase la tela del rostro durante bastante rato. Cuando al fin lo hizo, con las mejillas incendiadas, me preguntó cuál era el nombre de esa hermosa dama y quién era ella. Le respondí, con orgullo, que se trataba de mi hermana María Beatriz. Lo desconcertante para mí, en esos momentos, fue que al saber quién era, y tras emitir un gran suspiro, se metió entero en la poca agua que quedaba.
Ese día lo acabamos yendo a mi casa juntos, pues decía que debía disculparse con ella por lo que vio y pedirle que, por favor, no pensara mal de él.
Cuando al fin la tuvo delante, a solas conmigo, en el comedor, el gallardo joven solamente sabía tartamudear y agachar la cabeza. Podría decir, que eso fue amor a primera vista.



Pasaron los meses y, a pesar de mi inocencia, me di cuenta de que Rafael venía mucho a mi casa a verme. Antes siempre había esperado a que yo fuese para no molestar a mi padre, según decía. Mas ahora, no había día que no viniese y preguntara por mi hermana. Una noche, mientras cenábamos todos juntos  –ya que bien me encargué yo de que los hombres de Fernando de León cenaran con nosotros–, aprecié que ambos se miraban en demasía. En ese momento me lo propuse, yo tenía que hacer ahí, entre ambos, la eterna unión”, pues se respiraba el amor que sentían el uno por el otro desde lejos, aunque no se atreviesen a hablarse más de los típicos saludos o despedidas cordiales.
Un día, agarré a Rafael mientras dormía y empecé a zarandearlo mientras le gritaba sin tapujo alguno que sabía que se había enamorado de mi hermana. Él, más colorado que las rosas rojas, me sujetó y me rogó, por Dios, que no se lo dijera.
«¡Ahí fue cuando comencé a tramar mi plan!».
Esa misma noche, cuando todos dormían, menos mi hermana y yo, agarré sus enaguas y salí corriendo al pajar con ella detrás, la cual, me gritaba que me iba a propinar una buena azotaina si seguía huyendo. Una vez dentro, subí la escalera de madera y puse sus ropas en un bloque medio roto de heno. Me agazapé cerca de la escalera, y cuando ella subió –lentamente debido al pesado vestido que portaba–, bajé, raudo, y de una fuerte patada la tiré para que no pudiese escapar. Ella se asomó y comenzó a gritarme que volviera a colocarla, que cuando bajase, me iba a enterar del castigo. Sin embargo… mi plan era completamente otro. No podía dejarla bajar ni aunque me amenazase o enfadase en demasía.
Corrí hasta la choza de Rafael y le dije que un hombre se había quedado atrapado en el pajar y que yo no podía levantar la pesada escalera, por lo que me acompañó servicial a pesar de extrañarse un poco.
Nada más llegar, escuchamos el sollozo de mi hermana, y aunque mi intención no fue hacerla llorar, eso incitó al gallardo y valiente Rafael a olvidarse de todo y ponerla con suma rapidez, sin ni tan si quiera pensar en nada. Subió raudo y veloz a su rescate. Una vez que ya se hallaba él arriba, volví a patear la escalera y la tiré al suelo.
Aunque no veía lo que ocurría allí arriba, figuré con mi imaginación el abrazo de ambos enamorados y cómo éste intentaría consolarla. En el momento en el que comenzaron a hablar, me escondí tras un barrilete y un viejo arcón. Luego, observé cómo mi hermana se asomaba y decía que Fernando –es decir, yo– les estaba gastando una broma de mal gusto, a lo que él, que parecía conocerme más de lo que creía, añadió que, tal vez, ya sabía por qué lo había hecho.
Tras un rato de conversación, donde ambos comenzaron a reír y a disfrutar de sus cosas en común, hubo un silencio. Tras esa carencia de ruido, Rafael le preguntó a ella si creía en el amor, sobre todo en el de primera vista, porque desde que la vio, él lo descubrió en ella.
En ese momento, me levanté saltando con las manos arriba. Parecía un niño poseso brincando por doquier. Cuando hube terminado mi festejo particular, coloqué silenciosamente la escalera. ¡Quería ver con mis propios ojos lo que ocurría! –«Soy y he sido un curioso, he de reconocerlo»–. Subí, asomé la cabeza y aprecié que ambos se miraban a los ojos, unificándose hasta el alma. Eso era amor. No había duda alguna. Rafael le extendió la mano, ella la agarró y él se la besó con ternura.
Puedo decir que ahí se acabó todo ese día, pues me descubrieron y me riñeron por mi fechoría –aunque luego, por separado, siempre estuvieron dándome las gracias. Sobre todo él–.



Pasaron dos meses más, en los que Rafael me enseñaba tanto a luchar con la técnica de dos espadas como a ser mejor persona. En ese periodo, yo me percataba de que ambos enamorados se escapaban fugazmente al pajar en las noches y ahí se amaban, por lo que al poco tiempo, más o menos al año de que él viniese, mi hermana y éste se desposaron. «¡Qué jóvenes! ¡Cuánto amor!».
El caso es que el rey comenzó a requerir los favores de Rafael Ballesteros al frente de sus tropas. Con ello, ella pasó tres años de su vida asustada cuando él marchaba y alegre cuando éste regresaba gracias a los permisos de su amigo Fernando de León.
Hay que decir, que no pasaba un minuto del día en el que él se encontrara entre nosotros que no estuviese adorándola a ella o mostrándome a mí su técnica con los dos aceros, pues decía que cuando él no estaba en casa, yo era el que debía proteger a María Beatriz, haciéndome sentir alguien harto importante e ilustre. Y, ya no solo para la familia, sino para él, mi gran ídolo. Rafael era todo un caballero.
Un día, apareció sin previo aviso tras cuatro meses de su anterior partida. Llegaba con un brazo vendado, la ceja partida y “más feliz que una perdiz a la que han perdonado la vida”, según decía. María Beatriz, al verlo, se aterró. Tan pronto como bajó del animal en el que galopaba lo abrazó como nunca antes la había visto hacerlo. Incluso se besaron delante de todos, provocando bochornos en nuestra madre. En esos momentos, simplemente, no existíamos para ambos enamorados.
La gran noticia que dio, cuando al fin recordó que estábamos curiosos por conocer lo desconocido, fue que nunca más volvería a la guerra gracias a su buen amigo Fernando y al rey Alfonso VIII.
Mi padre, ipso facto, sin pedir más cuentas, mandó preparar un banquete para celebrarlo. Al mismo, vino hasta la familia de Rafael, es decir, su única familia: su hermano, su cuñada, la cual estaba embarazada, y la criaturita de éstos, Isabel. Una niña harto linda con bucles en el cabello.
En la cena nos contó la hazaña, por lo que esa misma noche soñé que yo era el intrépido y audaz Rafael Ballesteros Zamorano salvando al magnánimo rey Alfonso VIII, a su hijo menor Enrique I y a Fernando de León de un sabotaje hecho por el propio Palacio. Fue algo glorioso, pues se llevaron al rey engañado a Aragón junto con los antes mencionados, y a mitad de camino, quisieron asesinarlos a sangre fría. No obstante, Rafael, que estaba en el castillo de su majestad, sospechando de algunos, descubrió la encerrona, encarceló a los traidores a la corona y fue en busca del rey, al cual, intentaban ejecutar simulando un funesto accidente con unos vándalos cualquiera. Fue tan exuberante y colosal la lucha que sostuvo Rafael por la vida de su rey y de éstos, que, en agradecimiento por su lealtad, le dejó apartarse de las guerras para que pudiese, al fin, tener descendencia con su mujer.
Me pasé una semana divagando que era él. No podía dejar de pensar que éste era un héroe. Me sentía harto satisfecho y orgulloso de que fuera mi cuñado, mi amigo y mi ídolo. Definitivamente, pensaba que de mayor quería ser como Rafael, que encima, hacía feliz a mi hermana y a todos.
Al poco tiempo, supimos que mi bella María Beatriz estaba encinta. Pronto, mis hermanos, mi tío –el cual falleció meses después de la noticia debido a su avanzada edad– y mis padres comenzaron los preparativos para cuando llegase el nuevo miembro de la familia. Recuerdo que el futuro padre estaba demasiado contento e ilusionado. Incluso mandó forjar un anillo a mi hermana que simbolizara el amor que se tenían. Sin embargo, ésta prefirió esperar a que naciese la criatura para grabarle sus orígenes y que lo llevase al cuello. Él accedió emocionado, pues le parecía una idea brillante. A mí siempre me decía que María Beatriz era el destino que mejor le había podido deparar la vida, y que, el día que muriese, podría dar las gracias a Dios por haber hecho que sus caminos se cruzasen para siempre.



Pasado ya el tiempo esperado, un día de invierno del nuevo año, nació el pequeño, grabando así en el anillo el nombre de: “Pablo Ballesteros del Castillo”. El niño era bien rollizo y tenía la marca de felicidad en su rostro. Lo sabía. Sería feliz. Lo vi marcado en su destino cuando abrió los ojos por primera vez y contemplé que tenía las motas doradas que mi padre, mi hermana y yo poseíamos en el mirar. Era sangre de mi sangre. De la unión entre Ballesteros y del Castillo.
A los cuatro meses de: entrenamientos, duros y divertidos, con Rafael; estudiar todo lo que me mandaba mi hermana y padre; y mimos y carantoñas que le daba con amor al pequeño Pablo, se presentaron unos gallardos caballeros que venían en nombre de Fernando de León y de su Majestad. Rafael, contento de que gracias a su amistad con Fernando, el rey le hiciera el favor que le había pedido por carta, me agarró por los hombros y me dijo que ahí estaba mi camino. El camino hacia la vida próspera. Me explicó que ellos me llevarían a Palacio, pues su eminencia había accedido a que Fernando me instruyera en su guardia. Iban a tratarme y a enseñarme como lo hicieron con él.
Los ojos se me llenaron de alegría e ilusión. Lloré abrazando a todos los miembros de mi familia. Incluso a los de la de Rafael, que llegaban para celebrar el quinto cumpleaños de la pequeña Isabel –que fue no hacía mucho–, la cual ya tenía dos hermanitos más.
Hice mi maleta junto con mi emocionada madre y mi hermana. Caminamos toda la familia hasta la puerta y me despedí de todos. Antes de bajar el último peldaño, agarré en brazos a Isabel y le sonreí. Luego, besé al pequeño Pablo y le pedí que no creciera mucho en el tiempo que no nos viésemos. Mi hermana rió, alegando que solamente serían unos meses hasta que los visitara, que no fuese un bobo, que el niño no se iba a volver un hombre de la noche a la mañana. Sonreí ante su respuesta. La agarré, la miré, la abracé y sentí que sus palabras se me clavaban de una manera ilógica, como si me mintiese.
Rafael me acompañó hasta el caballo y se quitó las espadas de la cintura.
–Me las dio mi padre antes de abandonar este mundo, y a éste, el suyo –las miró con cariño y ese gesto me hizo recordar, que aquella noche en la que me querían secuestrar, las dejó a un lado del camino porque sabía que si las llevaba consigo, podía matar a aquellos malditos y eso, en principio, no es lo que quería, pese a que finalmente acabó con la vida de dos de ellos. Eso me lo contó al día siguiente, cuando me mandó a mí a buscarlas. Tras observarlas con buen pensamiento, me miró–. Desde ahora, te protegerán y acompañarán a ti, mi querido Fernando.
–No puedo aceptarlas... –balbuceé.
–Puedes y debes. Sólo prométeme que las usarás para el bien y que protegerás a mi Pablo si algún día hace falta. Sólo si eso ocurre, te dejaré perderlas, pero sino, ¡ni se te ocurra, jovencito! –rió.
–De acuerdo –sonreí.
Lo abracé con ahínco. Sus palabras me habían emocionado hasta el punto de hacerme verter lágrimas sobre su camisa. Tras eso, monté a caballo, los despedí a todos y partí con aquellos honorables hombres de la Corte Real.
Hubo algo que me hizo girarme y desear quedarme con ellos, pero seguí mi camino, pues como mi buen Rafael me dijo, ése era mi destino, y si Dios lo hizo así, pensé que por algo sería.



No llevábamos mucho tiempo marchando a caballo cuando vislumbré a lo lejos unos siete u ocho hombres con muy mala presencia acampados a un lado del camino. No temí por mí porque iba bien escoltado por el caballero Montenegro, uno de los cinco hombres que se quedaron con nosotros todos estos años atrás, por éstos y otros seis más que vinieron a por mí. Por lo que al ser mayoría, supe que no nos atacarían. De todos modos, vi que uno de ellos me miró muy fijamente. No pude apartarle la mirada, pues parecía quererme decir algo. Me sonrió y siguió bebiendo.
Pasamos de largo sin altercado alguno y continuamos nuestra travesía. Nos quedaría media mañana más hasta arribar a palacio –íbamos muy despacio y haciendo paradas rudimentarias en las que ellos tenían que pararse por sus labores–, por lo que intenté distraerme con un libro sobre la Grecia antigua que me dio Rafael una semana antes.
Aunque leía, no me sacaba a ese hombre de la cabeza. Había algo que se me hacía familiar, sobre todo, en la cara rebosante de maldad de ése rufián. Estaba extrañado, desconcertado... Sabía que lo había visto antes. La pregunta para mí en esos momentos era: ¿dónde y cuándo?.
En el instante en el que estábamos a punto de llegar, la risa de aquél hombre obtuvo sonido y comenzó a revotar en mi cabeza junto a su maliciosa mirada llena de ira. Entonces, lo reconocí. Ese malhechor era aquél que Rafael dejó vivir.
No podía sacármelo de la cabeza ni cuando entramos en la Corte. Era algo superior a mí. «¿Por qué me habría mirado así?».
Iba tan sumergido en mis pensamientos, que apenas me di cuenta de que a medio día, sobre la hora de comer, entramos en Palacio, y menos aún, que ya tenía al ilustre Fernando delante de mí, junto al pequeño príncipe Enrique I, jugando con cualquier cosa. Sólo faltaba el rey. Mi cabeza estaba comenzando a divagar tantas cosas, que creí palidecer por momentos.
–Fernando, ¿os ocurre algo? –preguntó éste muy extrañado ante mi absorción mental, ya que, aunque una persona harto importante como él estaba enfrente de mí, en la mismísima Corte Real, ni saludé, ni los miré debidamente, ni hice gesto alguno de cortesía.
–Joven Fer, ¿qué os ocurre? –me preguntó más familiarmente el caballero Montenegro. Éste era veinte años mayor que yo y me trataba como a un sobrino que decía que tenía de mi misma edad.
–Yo… yo…  –titubeé.
–Estáis pálido, joven –Fernando alzó mi cara y me miró a los ojos.
A través de sus pupilas, adentró en las mías, transmitiéndome así una serenidad absoluta que me inundó de claros pensamientos. Don Fernando, como bien decía Rafael, a través de la mirada no solamente conquistaba los terrenos en los que ponía su horizonte, sino el corazón de las personas, por lo que deduje que si llegaba a ser rey, sería uno magnánimo.
–Mi señor –reverencié–. En el camino vi unos vándalos, y acabo de recordar, que uno de ellos intentó secuestrarme junto a otros dos a los que Rafael dio muerte por intentar acabar con mi vida. Ocurrió aquel día en el que vos estuvisteis en mi humilde hogar… ¡Oh! Permitidme regresar para corroborar su salud y avisadle a mi cuñado que ese bellaco ronda por aquellos lares…
–¿De verdad creéis que pueden atacar unos simples vándalos a vuestros hermanos, a vuestro padre y al poderoso Ballesteros? –preguntó sonriendo, como si no creyese que Rafael pudiese perecer nunca. Como si éste fuese un inmortal protegido por la gracia de Dios.
–Mi señor, ese hombre me ha dicho, a través de su mirada, que se iba a vengar, que me iba a hacer daño. Lo sé, lo sé. No me preguntéis porqué.
Tras decirlo, imaginé a mi pobre hermana manchada de sangre y salí corriendo, dándole así la espalda al propio rey que entraba por la puerta y a Fernando. Mientras discurría aceleradamente por los grandes y adornados pasillos, pensé que esa insolencia hacia su majestad jamás me la perdonarían, y que a su vez, defraudaría con ese acto a Rafael. Tal vez, incluso me mandaran a azotar. Mas, no podía quedarme sin regresar y comprobar que estuviesen bien.
Monté a caballo y salí trotando lo más rápido que pude hacia mi pueblo. No pensaba en nada más que no fuese ver que estuviesen a salvo.
En la tarde temprana, a mitad de camino del pueblo a mi hogar, vi a Valentino, un campesino. Éste portaba un palo de arado en la mano con rojo burdeos en uno de los extremos. Lo que captó mi atención mayormente es que iba llorando. Él no me vio y yo no me detuve, pues me encontraba cerca de donde estaban aquellos hombres acampando y ahí esperaba verlos.
Al llegar al lugar, para acrecentar más mi nerviosismo, la fogata estaba apagada. Y lo peor de todo, muy fría.
Monté en el corcel y, con más ahínco, galopé hasta mi casa como un desesperado. Nada más arribar, me encontré los caballos de los vándalos, por lo que desenfundé las espadas y entré gritando. Cuando llegué al gran comedor, lugar de todas las reuniones de mi familia, descubrí lo que había sido el campo de batalla. Había siete cadáveres. Corroboré que ninguno fuese un varón de mi familia, y aunque me alivió, de poco me sirvió al comprobar que la sangre se extendía hacia una puerta trasera, la cual, estaba abierta, dejando entrar así una ligera y fina brisa, que aunque no era fresca, me resultó harto gélida.
Avancé lentamente mientras seguía el rastro rojizo. Tras bajar los peldaños y observar lo que delante de mí se hallaba,  las lágrimas brotaron de mis ojos como nunca antes lo habían hecho. Una, dos, tres, cuatro… Así me puse a contar hasta once tumbas. Dos muy pequeñas y nueve más grandes. Salí corriendo, me tropecé con una piedra y caí al suelo. Impotente, abatido y destrozado, no podía levantarme, por lo que me arrastré cual serpiente moribunda hasta que toqué la tierra casi recién echada de una de ellas. Comencé a escarbar con mis propias manos. Incluso tiré la cruz que tenía clavada encima. Gritaba como un poseso descarriado hasta que desenterré la mano ensangrentada de María Beatriz.
Quise seguir, sacarla de ahí para devolverla a la vida. Sin embargo, una mano me lo impidió, me volteó y me abrazó. Deseé que fuese Rafael para decirme que fue una broma por lo del pajar o que se trataba de una simple pesadilla. Pero no, era el caballero Montenegro dándome el pésame.
No podía creer que ya no pudiese volver a ver sus rostros. No quería ser el único superviviente de mi familia, me resignaba e incluso preguntaba a los hombres del rey que por qué vinieron a por mí, o no se quedaron. Así, ahora, toda mi familia y yo estaríamos vivos o muertos. Estaba emocionalmente sufriendo un trastorno, cuando de pronto, Montenegro, que me había dejado de abrazar para enterrar nuevamente la mano de mi hermana, descubrió que en la tumba de al lado, bajo una piedra, había un papel. Lo leyó y, tras agarrarme con tenacidad, dijo seriamente:
–Leed esto, pues aún no estáis solo, joven Fer. Ahora tenéis por quién luchar y sobrevivir.
Miré el contenido de la nota tras enjugarme las lágrimas con los puños. Entonces, un diminuto atisbo de alegría estalló en mis ojos. ¡Isabel estaba viva y hablaba de Pablo! La nota estaba muy mal escrita, pero ponía con letras grandes: “Mama, resare por ti y papa todo lodia, habare al pimo de nosotos y nuesta famidia. Izabe”.
Mi corazón dio un vuelco enormemente estrepitoso. Conté las tumbas nuevamente y enseguida me acordé que debía haber dos más. «¿Qué había pasado aquí?». Me levanté arrugando la nota.
En ese instante, aprecié que las tumbas estaban frescas, deduciendo así que habían sido enterrados no hacía mucho. Mi mente comenzó a retorcerse hasta que recordé a Valentino, a su palo ensangrentado y lo más importante: iba llorando.
Guardé el papel en mi pantalón y me dirigí al caballo seguido por Montenegro y dos hombres más. Tenía que encontrar a Valentino, pues quizás, él rescatase a ambos niños, los llevase a su casa y volviera para enterrar dignamente a mis familiares, ya que “los señores del Castillo”, que era como nos llamaban, habíamos protegido siempre al pueblo sin pedir nada a cambio.
Cuando llegué a su pequeña cabaña hecha de barro, paja y piedras, lo encontré abrazado a su esposa.
–¡Valentino! –exclamé.
Al girarse y verme, enseguida vino corriendo hacia mí y me agarró las manos mientras daba gracias a Dios por haber sobrevivido a la masacre.
–Valentino, ¡por Dios! ¿Dónde está mi sobrino y la niña? –olvidé todo lo aprendido y hablaba más el corazón que la mente.
–¡Oh! Señorito del Castillo, fue todo tan rápido y brutal… –comenzaron a temblarle las manos, por lo que lo senté.
–¡Cuéntame lo que pasó! –me puse tan nervioso que seguí olvidando que desde hoy todo mi vocabulario debía ser formal con todo el mundo, pues eso fue parte de lo que me enseñó Rafael, que hasta al enemigo hay que tratarlo con honor.
–Yo iba hacia el arado, señorito. Como cada mañana que me iba yo hacia allá… Os lo juro.
Afirmé para que continuara.
–Pero hoy, iba un poco enfermo, con mis dolores como su santo padre bien sabe, por lo que iba sin mi palo de labranza…
–¿Y qué pasó? –pregunté.
–Pues, mi señorito, yo intenté hacer algo, pero don Rafael no me dejó… No me dejó…  –se puso nervioso–. Cuando vi los caballos fuera, en el portón, quise curiosear antes de interrumpir a don Braulio, pero lo que vi por la ventana fue sobrecogedor –comenzó a llorar–. El mayor de vuestros hermanos permanecía con la garganta abierta, escupiendo sangre por la boca mientras vuestra madre lo sostenía en el suelo, llorando.
La imagen se me vino a la cabeza, me dio una arcada y me tambaleé.
–Los muy bellacos tenían en sus garras a una de las criaturas y a la cuñada de don Rafael Ballesteros, así que todos estaban arrinconados y desarmados por temor a que dañaran a los rehenes… ¡Oh! Era una gesta imposible, señorito. Don Braulio se adelantó para tratar de calmarlos y lo mataron sin miramientos, al igual que a la criatura y a vuestra madre. A la mujer la hirieron en la panza, por lo que sólo podía quitarse del medio. Ellos intentaron defender a vuestra familia, pero no podían ni defenderse a ellos mismos, así que cogí  y entré. Pero, señorito, en ese momento en el que ya solamente quedaban uno de vuestros hermanos varones, vuestra hermana, Rafael, la madre de la niña, ya moribunda, ésta y el pequeño Pablo… Don Ballesteros me pidió que buscara ayuda. Justo en ese momento, vuestra hermana por salvar a los críos, se interpuso y fue atravesada por la espada de uno que parecía estar ebrio. ¡Oh, qué tragedia! Don Rafael agarró al pequeño Pablo, se lo dio a la niña y le dijo que se escondieran mientras lloraba con su mujer muriendo en brazos. ¡Oh, qué mal corazón! Salí corriendo al camino en busca de algún caballero que portase espada, y para mi suerte, un viajero atendió a mi llamada de socorro. Le conté lo sucedido y salió cabalgando hacia allí…
No pude contener mis lágrimas al vislumbrar en mi mente la imagen de toda mi familia muriendo y luchando, y sobre todo, al imaginar a María Beatriz pereciendo en los brazos de Rafael.
–Agarré el palo del arado que había en mi casa y me dirigí corriendo hacia allí para luchar. Pero llegué justo para ver al viajero combatir junto con don Rafael, ya bastante malherido, contra tres hombres. ¡Oh, Dios! Cuando ya solamente quedaba un bandido, éste salió huyendo. Y, aunque logré atizarle en la cabeza y dañar su ojo, el maldito logró huir. Don Rafael, ya arrastras, simplemente llegó al lado de vuestra santa hermana y feneció en sus brazos.
–¡No! –exclamé lleno de ira. Montenegro me sujetó antes de abatirme en el suelo.
–Valentino, disculpad que os pregunte, mas… ¿Dónde se hayan las criaturas? –preguntó el caballero que me sostenía mientras yo intentaba inútilmente recomponer mi apariencia para no desfallecer allí mismo.
–La madre de la niña, que aún estaba medio viva, Don, rogó en su lecho de muerte, que buscara a los pequeños por la casa y los protegiera. Mirad si el viajero, aparte de ser buen luchador, tenía el corazón grande, que no solamente le prometió llevárselos con él y darles buena vida, sino que le juró quererlos como si fuesen hijos de su propia carne. Tras eso, los encontró y enterró los cuerpos mientras yo permanecía con los críos, sin poder moverme. Luego, les dio una misa junto a los niños, y se marchó…
–¿Hacia dónde?  –pregunté.
–Señorito, no lo sé… Solamente os puedo garantizar, que estén donde estén, mientras vayan con aquél joven, estarán seguros.



Así fue cómo Miguel Córdoba salvó a mi sobrino; cómo conocí al rey Alfonso VIII, a su sucesor Enrique I –el cual reinó desde el año 1214-1217, muriendo así con tan sólo trece años–; cómo Fernando de León pasó a ser el rey Fernando III de Castilla a la muerte de éste, y a su vez, rey de León en el 1230, unificando así Castilla y León; cómo conocí a una de las personas más importantes de mi vida, Rafael; como Pablo no me hizo caso y creció más de la cuenta; y cómo quedé sin familia u hogar.
Tras eso, solamente puedo decir, que le pedí a los caballeros que me acompañaban que me disculpasen ante el rey de Castilla, que no fue mi intención ser descortés. Pero Montenegro me respondió velozmente que, Fernando, al verme salir corriendo con las dos espadas de Rafael y tras pensar en mi inquietud, me disculpó ante el rey y les ordenó, ipso facto, que me siguieran y custodiaran hasta corroborar que estaban bien, pues portaba en mi cintura la habilidad de Rafael, y si era verdad lo que yo imaginaba, él podía correr algún peligro. En definitiva, estaba más que perdonado y pasé a su eterna custodia para volver a unificar lo que en antaño fue llamado como la antigua Hispania. Fernando se convirtió en un formidable rey.



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III





Al mirar a mi lado después de haber recordado todos esos sucesos de mi vida, contemplo a Milagros y pienso que, tras todos esos largos, insufribles y agotados años de soledad buscando a mi sobrino, luchando hasta contra el ejército del propio Umara y tras mi calvario burlándome de la muerte en la batalla del mil doscientos treinta y seis, llevo diez maravillosos años de dicha, rodeado de lo que he carecido durante tanto tiempo: familia y amor.
De pronto, ella se gira y me abraza, así que sonrío como si fuese un chiquillo descubriendo nuevos sentimientos. Ya que yo, el amor en sí, no lo conocí hasta que ella llegó a mi vida. Porque… aunque en Palacio hubiese habido alguna buena y bella mujer que me hiciera pasar un rato de gozo de cuando en cuando, podría decir que pronto se cansaban de mí y de esa obsesión por encontrar a mi Pablo, por lo que dejaban de hablarme.
Me dedico a besar su frente. Aún me río al pensar en sus orígenes, pues aquí donde la veo, su Dios es Alá. Lo es, siempre lo ha sido y nunca cambiará. Cosa que me gusta, pues anhelo la convivencia eterna en esta ciudad tanto como mi buen amigo el rey Fernando III o Miguel, el cual, dos años y medio después de la gran batalla, se convirtió en el jefe y encargado de mantener la calma y el orden en la reconquistada ciudad junto con Pablo y conmigo.
Milagros parece tener otra vez la misma pesadilla de siempre. La abrazo para que se le pase y susurro que estoy aquí, a su lado. Parece calmarse, pero el sudor de su hermosa tez me dice que ha vuelto a soñar con aquel día en el que don Álvar Colodro y yo nos adentramos en Córdoba, por orden del rey Fernando III, con la esperanza de reconquistar lo que una vez fue terreno cristiano.
Antes de partir a la gesta, su majestad me dio su eterno agradecimiento por haberme ofrecido voluntariamente a dirigir una importante empresa y quiso que le hiciera una promesa. Según él, vitalicia, pues si no la cumplía, no me lo perdonaría hasta el día en el que él muriese…
«¡Ay! Esto me trae tantos recuerdos…».


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IV





Aquel día en el que decidí, por voluntad propia, entrar en guerra por Córdoba y su reconquista, el rey me dijo que no era necesario, que podría ir Pablo por mí, ya que éste era más joven que yo. Sin embargo, no podía permitir que tras haberlo buscado de monasterio en monasterio, de aldea en aldea y de ciudad en ciudad, durante  más de veinte longevos años, pudiese ahora correr su vida algún riesgo. «¡Yo prometí protegerlo!». Por lo que, aunque me costó separarme de él –después de mi arduo esfuerzo por entrar en su corazón–, le dije que me marchaba. Recuerdo ese momento, su agonía y su quebrada alma, pues él, como mi santo y difunto padre, por más que anhelase llorar, le costaba la misma vida y sufría más por ello.



Una vez llegado el día, en los alrededores de Córdoba, junto a don Alvar, comenzamos a preparar la estrategia. El guerrero almogávar y Benito de Baños discrepaban sobre el lugar de entrada a la ciudad. Alvar Colodro expuso que debíamos hacernos con los arrabales y tomar así la axerquía, la cual era ya más extensa que la propia medina. Una vez decidido, procedimos a entrar. Sin duda alguna era la mejor entrada. Todo estaba sumamente tramado con suma astucia. Nos pusimos turbantes y ropas árabes para camuflarnos y emprendimos rumbo nosotros solos con parte de nuestro séquito detrás.
Le daba vueltas al plan. Este consistía, en que una vez que ya estuviésemos dentro, yo, con cinco hombres más a mi cargo, me encargaría de volver a la morada de Umaraa ̶ donde los pocos soldados supervivientes habitaban hasta nueva orden del Califa ̶  y acabar así con todos ellos, fuesen los que fuesen. No podía pedirle a mi buen amigo el rey ni a Colodro más hombres, pues sabía que ellos necesitarían hasta los cinco que yo me llevé. No obstante, esos soldados debían ser aniquilados a toda costa, pues según María –a la cual pude ver un día de puro milagro–, se estaban volviendo más y más violentos. Ya habían incluso atacado dos o tres casas de la zona, pues sospechaban algo de la antigua resistenciaa y querían que los familiares de los supuestos “traidores” pagaran el precio de la muerte de su jefe Umara y la del capitán Artemisa.
Mientras caminábamos, me acordé que su majestad me hizo llamar a su tienda. Cuando entré, me expresó su eterna gratitud conmigo como ya he dicho. También la demostró con Pablo, con Álika, con Miguel… No olvidó mentar ningún nombre, cosa que lo engrandeció aún más. Lo que más me emocionó, fue cuando mencionó que daba las gracias hasta al propio Rafael Ballesteros, ya que por éste, yo había sobrevivido y permanecido a su lado, leal como nadie, en todos estos duros años de batallas. Le contesté que a un rey magnánimo hay que seguirlo hasta el final por el bien de la patria y de uno mismo.
Él se quitó la corona que llevaba en esos momentos, la soltó en una mesa y me abrazó como cuando lo hacía antes de ser el rey de Castilla, pues, prácticamente, por esa época dejé de ser un niño o jovencito. Luego, agarró el colgante con el título de Santiago que yo llevaba –el cual me fue otorgado tres años después de su coronamiento, en el año mil doscientos diecisiete, por salvarle la vida–, y me susurró que estaba tan en deuda conmigo, que si quería, disponía de plena libertad para marcharme. Obviamente me negué y, sonriéndome, dijo:
–Fernando, veo que sois igual que Rafael. Hizo bien en enseñaros a ser un hombre de valores y principios, mas, no os perdonaría jamás que perezcáis en esta gesta. Así pues, os ordeno sobrevivir a toda costa. Aunque sea a la de huir. Ni el rey, ni nadie, os acusará de cobardía, ya que esto es una orden expresa de la corona, de palacio, de su majestad y mía, vuestro amigo.
Tras finalizar ese gesto, volvió a colocársela y me dejó marchar. Juré sobrevivir, por él, por mi sobrino y por la corona…



Cuando ya llegamos a la muralla, se cernió la completa noche sobre nosotros y el manto oscuro despertó al silencio y a sus amantes, las estrellas que todo lo vigilan, don Alvar Colodro, don Benito y yo nos acercamos con sigilo. Trepamos con astucia y nos agazapamos nada más llegar a la cima. Luego, agarraré las espadas que Rafael me regaló y me santigüé apretando en mi mano el colgante, el cual, solía llevar por dentro de la ropa.
Había uno o dos guardias vigilando, pero no fueron impedimento alguno para nosotros, pues con unas palabras en su lenguaje, el astuto guerrero almogávar logró confundirlos y rebanarles el gaznate con la compañía de don Benito.
Así podría decirse que fue cómo comenzó la auténtica guerra, cómo estalló la primera chispa de sangre que salpicó la Córdoba Árabe.



Mis cinco hombre lograron reunirse raudos conmigo mientras la trifulca iba en aumento, por lo que nosotros, entre las sombras, nos agazapamos y llegamos hasta la antigua morada del demonio. Me sorprendí al verla, pues estaba casi derrumbada. Ya no relucía belleza externa ni rebosaba o respiraba maldad en el ambiente. Lo que se veía ahí: piedras, columnas, techos rotos o calcinados; eran simples despojos de lo que en realidad fue: la casa de un monstruo con apariencia celestial.
En ese momento, pensé que debíamos entrar por el muro que Gabriela y yo tiramos aquella noche en la que casi perdí a mi sobrino Pablo nuevamente. Y, en esa ocasión, hubiese sido para siempre. Una vez dentro, tras sorprenderlos a todos reunidos en una misma sala, empezó la lucha de espadas.
Fue una ferviente reyerta entre los combatientes. Un batir de espadas a vida o muerte. Por fortuna, todos y cada uno de mis hombres salieron completamente victoriosos, logrando derrotar a siete hombres casi sin a penas sufrir algún daño.
Ya fuera de la casa del mal, pudimos apreciar parte de la lucha a lo lejos, por lo que ordené a los hombres marchar hacia donde se hallaba don Alvar Colodro para ayudarlo cuanto antes. Montamos en los caballos y cabalgamos hasta arribar allí. Al llegar a su lado, contemplé que todo iba según sus planes, así que le dije que marcharía en busca del rey para informarle de los avances y que pudiese venir junto con otro hombre.
Ahí fue donde parte de la batalla pudo contra mí, ya que durante el arduo trayecto hacia una zona no muy transitada, me detuve al escuchar los gritos de auxilio de varias personas. Le ordené a mi guerrero continuar sin mí. Éste asintió y se marchó.
Estos alaridos provenían de una casa muy humilde. Dejé mi caballo en la puerta, desenvainé las espadas y entré gritando al escuchar el llanto cortado de unos críos. Ese gesto, unido al de ver los cadáveres de tres personas por el suelo, el asesinato de dos chiquillos y la mirada vil y rastrera de su asesino, me recordó al día en el que murió mi familia. Un nudo se formó en mis entrañas, impidiéndome así pensar.
El hombre era bastante más joven que yo, y, más que pertenecer a un bando u otro, parecía simplemente tener sed de sangre y aprovecharse del caos para masacrar a inocentes. Parecía estar desvariando por momentos. En el instante en el que entré, éste únicamente portaba una espada en la mano izquierda, pero al verme, tras degollar a los críos, desenfundó otra de su espalda. «¿Dos?», me pregunté sumamente extrañado y desconcertado. A continuación, me sonrió como si me estuviese esperando toda una vida, así que, cerca de la puerta, tiré mi capa mientras contemplaba cómo quemaba los cadáveres arrojándoles una antorcha. Me abalancé hacia él y comenzamos a luchar.
Aunque le di una leve estocada –o, más bien, arañazo– en el brazo izquierdo, su fuerza era enorme. Tal vez, comparable a la de Yazid, mientras que su rapidez, era similar a la de Pablo mezclada con la agilidad de Felipe y habilidad de Álika. Simplemente, podía decir que había topado con el guerrero perfecto.
En ese instante en el que me hallaba luchando por sobrevivir, me dije: «¿Quién sería ese hombre que iba a acabar con mi vida?».
Me dejó sin una espada, me rajó la fina armadura metálica e, incluso, la camisa. Me golpeó de una patada en la cara y caí de espaldas.
–Morirás, morirás... –comenzó a cantar.
–¿Quién sois vos, caballero? –pregunté enfundando la espada que me tiró. No podía usar una mano.
Él, por su parte, sonreía mientras seguía tarareando. Me dio miedo, pues agarrándome del pecho, me alzó por los aires como si de una pluma me tratase. Aunque todavía sostenía una de las dos espadas y deseaba cortarle la cabeza, no podía. La mano que la sostenía era rota, y ya, harto esfuerzo me constaba mantenerla sujeta para una posible defensa.
–¿Os conozco? –cuestioné sorprendido al mirarle fijamente a los ojos.
Carcajeó estrepitosamente y su ansia por verme muerto aumentó. Parecía querer algo de mí, dándome a creer así que estaba bien claro que nuestros caminos se cruzaron alguna vez. La cuestión era que no sabía o recordaba ni cuándo ni porqué.
El fuego se había extendido un poco más, por lo que la casa se empezaba a derrumbar. Los techos cedían, pues eran de madera, y las paredes se iban desmoronando lentamente.
–Morirás, morirás... Y tu colgante de Santiago me entregarás… –miró mi cuello, lo buscó pareciendo saber dónde lo guardaba y lo agarró con fuerza.
Cuando creí, por su endiablada mirada, que iba a perecer, la suerte me sonrió y se desplomó un trozo de tejado sobre nosotros. En ese momento, con la mano buena, le propiné un puñetazo en la cara. Gracias a ello, pude retroceder el paso suficiente para que la viga más grande no me cayese encima, provocándome así una muerte irremediable como la que le ocasionó a mi extraño adversario.
Aunque ésta no me mató, me dejó harto lastre encima. Tanto, que por más que luchaba por quitármelo, con tanto hueso roto como tenía, me resultaba imposible hacerlo solo. Estaba pillado entre el suelo y la madera que empezaba a arder por los extremos.
–¡¡Auxilio!! ¡Necesito ayuda, no puedo salir! –guardé la espada junto con la otra mientras peleaba por salir.
Pedí socorro, cosa que nunca antes había hecho en mi vida. Mas… como no pretendía morir, me desgañité haciéndolo. Pensé que como algunas gentes decían y dicen por las calles, con fe y esperanza: “Dios aprieta, pero nunca ahoga”.
El humo a duras penas me dejaba ya respirar, por lo que mi voz cada vez sonaba más y más apagada. Estaba comenzando a perder la consciencia, cuando de pronto, una mujer empezó a hablarme:
–No te des por vencido. Lucha por tu vida… 
Llena de hollín, arañazos y sudores, apareció una mujer agarrándome del rostro. A penas pude fijarme en ella, pues entre la oscuridad, la nube negra que nos impedía respirar y mis apocadas fuerzas por mantenerme despierto, me costaba harto esfuerzo no redimirme al sueño.
–Voy a hacer palanca, pero necesito que salgas por tus propios medios…
Simplemente afirmé con la cabeza.
Al ejercer ella una fuerza sobrenatural nunca antes vista por mí en una dama, la viga acabó cayendo y me arrastré de espaldas como pude, mas, no antes sin comenzar a arder. La mujer, enseguida apagó mi incendiado brazo, pero a su vestido también le asaltaron las llamas. Solamente recuerdo cómo se lo quitaba e intentaba apagarse la pierna antes de perder el sentido por completo.



Hoy puedo decir, que esa mujer es Milagros, mi milagro. Aquél que le pedí a Dios para poder volver a ver a mi Pablo.






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Parte II:

(RELATO)

La esclava Zulima”

Recuerdos de una vida pasada.




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I





Esclava del amor, objeto de otros. Eso es lo que eramos mi hermana y yo. Simples concubinas que debían satisfacer los gustos extravagantes de unos hombres depravados. Mi padre nos vendió siendo tan sólo unas niñas a un tal Umara. Un joven guerrero árabe con la muerte escrita en su futuro. Sin embargo, este mal hombre, tras poseernos un tiempo, se quedó con mi pequeñísima hermana, a la cual pasó a llamar Luz oscura por sus negros cabellos y su oscuro mirar. A mi me regaló a su viejo tío. Éste era un sádico que experimentaba en nosotras, sus concubinas, los venenos que inventaba. La suerte que tuve es que, cuando me regaló a éste, aún no me habían crecido los pechos y le parecía una niña –incluso más que mi hermana–. Acabó viéndome como tal y desertó de su idea primeriza de abusar de mí cuando pareciera más mujer. Aunque no por ello me libré de que otros desgraciados lo hicieran cada vez que el viejo se iba con su sobrino.
A su lado aprendí mucho sobre medicina. Sobre todo, a contrarrestar los venenos que nos enviaba o traía de un tal Artemis, capitán y protegido de Umara al que nunca vi. Lo que más me gustaba era la medicina curativa con las plantas. Me las estudié todas. Eran una maravilla y mi única alegría.
Me había llevado toda clase de golpes en la vida hasta que un día, cuando ya tenía unos veinte años, en un sueño, me vi al lado de un hombre. Posiblemente, un caballero cristiano. Supe en ese momento que en un futuro iba a ser feliz, pero no ahí junto a ese viejo y sus codiciosos hombres, sino por ahí bien lejos. Quizás, los atacaran y él me rescatara...



Una tarde, ya casi al caer la noche, me desesperé. Había un guardia que días antes abusó de mí otra vez aprovechando que el viejo partió, por lo que no estaba dispuesta a esperar a que nadie me rescatase.
Mientras me encontraba con éste, mirándolo untar flechas en veneno para probar su eficacia, se me ocurrió un plan de escape. Lo vislumbre claramente al ver al viejo agarrar a un conejo y darle unas gotitas de veneno. El pobre animal, a los pocos minutos, comenzó a convulsionar. Él, satisfecho al verlo tieso, comentó que ya habíamos terminado y que esa ponzoña había ganado a la de Artemis, pues era mucho más rápida con menor cantidad.
A mí me tocaba recoger, así que agarré el pequeño frasco, lo llevé escondido en mi escote y fui a coger su comida mientras él iba para su habitación un tanto achacoso. La edad se le evidenciaba demasiado y sabía que cuando éste muriese, yo ya sería solamente un objeto de placer carnal y no como ahora, que era de compañía a excepción de cuando el viejo se iba.
Aparecí en su habitación con la comida que tenía que servirle.
Pegué el primer bocado, cosa que siempre me obligaba a hacer para corroborar que nadie lo había intentado envenenar. Ese día, en vez de quedarme escuchándolo como siempre hacía antes de comprobar en mí si lo habían intentado asesinar o no, decidí usar mis armas de mujer. Él no era mi abuelo, padre o tío, por lo que si me lo proponía, caería en mis redes de seducción. Bien sabía que si no lo había intentado conmigo ahora que ya estaba hecha una mujer –muy delgada y menuda, pero una mujer al fin y al cabo– era porque ya estaba viejo como para hacer grandes esfuerzos. Así que prefería no intentar nada.
–Voy a bailar –dije decidida, levantándome y desvelando así un poco de mi cuerpo.
Se extrañó tanto que tuve que admitir que me sentí descubierta. Aún así, comencé a danzar.
Mostré mis delgadas piernas, parte de mis pechos –teniendo cuidado con no descubrir ni tirar el veneno– y a contonearme como nunca antes en mi vida lo había hecho. Me sentía una mujer sucia, pero se suponía que ya lo era y, además, estaba dispuesta a todo con tal de poder huir.
Aunque era demasiado delgada y se me notaban las costillas, ningún hombre me hacía asco, por el contrario, cuando éste se marchaba, como ya he dicho, solía ser yo la víctima de todos los abusos de aquellos desgraciados.
Me puse entre éste, que estaba sentado en cojines sobre el suelo, y el plato de comida. Me entró el pánico, pues vi que de pié me resultaba muy difícil lograr echarle el veneno sin que lo viese caer.
Lo miré y vi que estaba embelesado, así que, abriendo un poco las piernas, me agaché delante de él. Volví a subir y me di la vuelta, de cara así al plato de comida. Le puse las nalgas en la cara y sentí sus temblorosas zarpas acercarse por mi pierna hacia arriba. Me dieron náuseas. Lo miré de reojo y comprobé lo que quería. Ya no veía otra cosa que no fuesen mis posaderas.
Con esfuerzo y patosidad, se colocó de rodillas mientras yo seguía moviéndome y tentándolo. Sentí arcadas, pero las contuve con esfuerzo. Al conseguir sacar el frasco de mi escote, me reanimé. Mientras él se recreaba con mis piernas y pechos, vacié la mitad del veneno en su comida. Sonreí hasta que me percaté que el viejo me desgarró la ropa por abajo y arrancó la parte de arriba. Eso no estaba en mis planes. Al revés, pensaba que ya no le quedarían fuerzas ni para rajarla un poco.
–Zulima, Zulima... –susurró babeando sobre mi espalda, abrazándose a mí.
En ese momento comenzó a balancearme hacia delante y hacia atrás. Temí porque se quitara el pantalón, pues no podría evitar chillar debido a la repulsión que sentía.
De repente, me dio un empujón tan grande, que la mesa y la comida cayeron al suelo. El frasco rodó de mi mano por el piso ante la mirada de ambos mientras él permanecía encima de mi espalda. Para mi suerte, el viejo estaba tan impuro en pensamiento, que su viejo corazón no pudo con la situación y comenzó a fallarle. Rodó hacia mi lado, insultándome.
Con lágrimas en los ojos, agarré un cojín y se lo coloqué en la cara. Apreté mientras me agarraba y arañaba con sus largas uñas la espalda, dejándome así marcada de por vida.
Una vez muerto, ante la desastrosa situación que contemplaban mis negros ojos, comencé a temblar. Tras una pausa, me puse en pié y me miré. La sangre me chorreaba por la espalda. Me giré a un lado y vomité. Había matado a un hombre. Volví a vomitar. Lloré hasta recomponerme un poco. Justo en ese instante, llamaron a la puerta. Me llevé las manos a la boca y, como acto reflejo, agarré una sábana, me tapé la ensangrentada espalda, me alboroté mi rizado pelo negro y entreabrí con el pecho un poco descubierto.
–Zulima... –se sorprendió el soldado que abusó de mí la última vez. Éste, a parte de abusar de mí y procurar que nadie más lo hiciese, alegaba amarme más que a sus dos esposas.
–Si le interrumpes ahora, dice que te envenenará... –intenté sonreír pícaramente para disimular, a la vez que lo miré con el odio que solía hacerlo siempre para que no sospechara.
–Só-sólo venía a... a entregarle una nota de parte de su sobrino Umara –finalmente concluyó con más firmeza.
–Dámela, ya se la doy cuando acabemos –extendí la mano y me la entregó.
En ese momento, estaba tan absorto mirando mi pecho, que no se dio cuenta de que la mano que le extendí tenía un poco de sangre. En ese instante agradecí que la naturaleza del hombre pudiese a los sentidos o a la razón, cosa que antes había odiado y maldecido con toda mi alma por sus abusos.
Cerré la puerta y comencé a hablar, ya que imaginaba que estaría escuchando. Luego, para un mayor realismo, hice algún sonido similar al de cuando me violaban estos indecentes. Tras eso, me asomé por un agujero que tenía para espiar al viejo y observé cómo éste se iba malhumorado. Agarré lo que pude y lo metí en un pañuelo. Me atavié con ropa, comida, algo de veneno paralizante, agua y joyas que pudiese vender para sobrevivir unos cuantos años. Entonces, con sigilo, huí hasta las caballerizas. Me dolió lo que hice, pero agarré el caballo más veloz y eché veneno en el bebedero. Les hice beber antes de partir. Eso me hizo sentir mucha culpabilidad, pero era cuestión de vida o muerte. De todas formas, al ser sólo paralizante, esperé no haber echado tanto como para matarlos. Mi intención sólo era dejarlos inservibles el tiempo suficiente como para poder huir.
Salí a trote por el denso campo. Apenas paré hasta hallarme bien lejos. Estuve dos años sola hasta llegar a Córdoba, lugar de donde éramos originales la gran mayoría de los que estábamos cerca de Castilla, ocultos para luchar. Allí, alejada de todo, perdida a la mano de Alá, entre una grandísima roca y unos árboles, levanté una choza. Lo tenía decidido. No habría más hombres que me sometieran. Desde entonces, me dije a mí misma que viviría por mis propios medios.



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II





Habiendo transcurrido los años, mi vida había cambiado bastante. Vivía sola y un poco huraña, pero estaba contenta, pues ya no le pertenecía a nadie. Era mi propia dueña. Yo y nada más que yo.
A veces iba a Córdoba o a las aldeas a comprar algo con el oro que aún me quedaba, pero principalmente me abastecía con las plantas de alrededor, los frutos, mi pequeño huerto –arado con el sudor de mi propia frente– y la poca caza de pajarillos y conejos con la que me hacía. No me quejaba. Eran los mejores años de mi vida. Los mejores hasta ese momento.
De cuando en cuando me acordaba de mi hermana y entristecía. No porque no supiera nada de ella en ese último tiempo, sino porque nunca habíamos compartido nada. Ella estaba a gusto con su amo. Se había adaptado e, incluso, disfrutaba cuando éste le regalaba algo. Era más frívola. La última vez que nos vimos, me dijo que había llegado un muchachito nuevo a la guardia de Umara y que era su protegido. El tal Artemis del que tanto hablaba el viejo. Ella le tenía echado el ojo y me insistía mucho para que me quedase con ella una temporada y lo viese. Sin embargo, no iba a quedarme allí para que su amo pudiese tocarme. No.
Seguramente le iría bien. Ella tenía el don de prever el futuro, así que si era lista, sabría qué hacer y cómo huir si quisiese o en caso de que lo necesitase.
–¡Mujer! –escuché una voz masculina en la puerta y salí. Aunque temblé, iba segura, pues lo reconocí al momento.
–Dime.
–Por favor... –susurró, llorando, su mujer con un niño de unos tres años en brazos, visiblemente muy enfermo.
–Pasad –les indiqué.
Arreglé la mesa, puse unas mantas y ahí lo tumbaron. A veces algunas personas lograban encontrarme para que fuera a curar a sus casas a un ser querido, pero nunca antes me habían traído aquí mismo al enfermo, y menos aún, a una criatura tan pequeña.
–Mujer, ¿qué le ocurre a mi hijo? –me preguntó él mientras lo inspeccionaba.
–Shh... –le mandé callar.
Él silenció. Ahora, lo único que se escuchaba era el llanto roto de la madre. Los conocía desde hacía un año, pues un día que me hallaba en la ciudad, me la encontré con la mano rota. Al verla en esas condiciones, me dio pena y decidí curársela. Encima, meses después, también tuve que asistir al parto de su hijo menor. Y ahora esto.
El niño estaba realmente mal. Tenía fiebres muy altas y no sabían por qué.
–¿Ha comido algo en mal estado? –pregunté mirando a la madre.
–No, todos comimos lo mismo –respondió el padre acercándose a mí.
Retrocedí involuntariamente. No estaba acostumbrada a tener a un hombre tan cerca, y cuando lo había tenido, no era precisamente para hablar o con intenciones sanas. Incluso el que no intentaba nada conmigo, recorría mi cuerpo con su mirada. Cosa que me ocasionaba escalofríos.
Al retroceder toqué el tobillo del niño, y aún con el pantalón puesto, sentí que estaba realmente inflamado.
–¡Por Alá! –exclamé delante de los judíos–. Una mordedura de serpiente...
–No... –el ahogado llanto de la madre rompió en un desmayo.
Suspiré, pues ya había dos a los que atender.
Al padre le hice estar pendiente de la madre, ir a por agua y leña. Lo quería lejos. Sin embargo, debía de admitir que no me había mirado en absoluto. Absorbí con la boca parte del veneno, pues aún no llevaba tanto tiempo en su cuerpo, aunque eso sí, todavía quedaba mucho en él.
Hice un antídoto, o por lo menos, algo que serviría de ayuda para contrarrestar la ponzoña.
–¿Sobrevivirá? –preguntó el hombre acariciando la cabeza del niño.
–No sé qué tipo de serpiente le habrá mordido, así que no estoy segura. De todas formas, le estoy dando el antídoto de la más común por estos lares. Sólo nos queda esperar –sentencié.
Pasamos dos noches más en mi choza. Me sentía extraña teniendo gente, pero ahí estábamos. El hombre iba y venía para ver a los otros hijos y asegurarse de que estaban bien. Entretanto, la mujer hacía la comida y me cosía toda la ropa rota. Ambos estaban pendientes de que yo no tuviera que hacer nada que no fuera salvar a su hijo, el cual, ya presentaba visibles signos de mejoría.
Finalmente, el crío abrió los ojos cuando estábamos los dos a solas. Pegué un grito de júbilo tan fuerte, que sus padres que se encontraban fuera, vinieron corriendo.
Entre risas y lágrimas, sollozos y abrazos, estaban juntos nuevamente. Al contemplarlos felices, unidos, alegres y dichosos, me sentí en paz. Nunca había sabido la razón de por qué Dios me había puesto en este mundo y ahora quizás la supiera. Sobre todo, cuando ambos padres caminaron hacia mí. La madre me estrechó entre sus brazos, llorando de felicidad plena, mientras que el padre agarraba mi mano entre las suyas, agradecido.
Cuando se marcharon al día siguiente, mi angosta y humilde choza se volcó en el vacío más severo. De repente, sin quererlo o beberlo, me dolió la soledad.



Pasaron los meses y decidí dirigirme a la ciudad para ver cómo estaba el crío. No me agradaba mucho ir por el barrio judío, pero era mil veces mejor que andar por el que me vio nacer, ya que me podrían reconocer. No obstante, debía de admitir, que por suerte, ya no era la jovencita delgada de largo pelo negro y rizado. Tenía bastante más peso en mis carnes, aunque seguía sin ser oronda. Simplemente había adquirido un poco más del que me faltaba. Y encima, de labrar la tierra con mis propias manos, estaba fuerte. Eso sin contar que mi piel era más morena debido al sol, que tenía cayos en las palmas y las plantas de los pies –cosa que no solía ser común en una concubina–, que el pelo ya solamente me caía por los hombros, que ya no llevaba velo y que portaba unos cuantos años más encima. Definitivamente, no me podrían reconocer.
La única marca que tenía de antaño, era el oscuro lunar debajo del ojo derecho, en esta misma esquina, y los arañazos del viejo. Esta marca me perseguía en pesadillas. Ese hombre, su muerte llevada a cabo por mis manos y el fuego –que era algo que me aterraba desde la infancia–, eran lo que muchas noches me quitaban el sueño.
Fui caminando con la intención de ir recogiendo plantas. Mientras paseaba, tenía una extraña sensación. Nos encontrábamos en enero del año 1236 y me olía algo raro. Estaba todo un poco revuelto y presentía un futuro olor a fuego. Aunque quería girarme e irme a mi choza, había algo dentro de mí que me lo impedía, animándome así a continuar.
Desde que entré por la muralla, aprecié que había muchas casas por el camino pintadas de forma peculiar con velos blancos. Me resultó extraño. Además, había poca gente en la calle.
Llegué donde esta familia vivía y toqué a la puerta. Enseguida me abrió la mujer. Se llevó una gran sorpresa al verme, pues no solía visitar a nadie –por no decir que nunca lo había hecho–. Nos adentramos en su hogar y pasamos un agradable día. Incluso reí. Cosa que no recordaba haber hecho desde que era niña.
Cuando salí, ya sin sol alguno que alumbrara el panorama, iba tan ensimismada pensando en lo que me habían pedido, que no me importó la oscuridad. Querían, o mejor dicho, me habían rogado que me fuese a vivir con ellos y la anciana madre de la mujer. Podría decir que me emocioné hasta tal grado que no me percaté de que alguien me seguía.
«¡Oh, no!», exclamé horrorizada en mi interior al girarme y ver que era un hombre. Éste portaba una antorcha, facilitándome así la visión de su rostro. Era más joven que yo. Poco, tal vez unos cuantos años, pero lo suficiente como para que se notase en su frescura. Su cara reflejaba una extraña sonrisa a la vez que pícara. Era apuesto, estaba limpio e iba muy cubierto. Si no le mirabas a la cara, podía pasar desapercibido como una persona normal, pero observándole la expresión, no te hacía falta ser muy inteligente para apreciar que parecía estar demasiado loco, demasiado desvariado... Había que alejarse de él lo antes posible.
Aceleré mi marcha entre las sinuosas callejas de la zona judía para despistarlo.
De repente, escuché el relinche de muchos caballos y una marabunta de personas aparecieron de la nada. Corrían hacia mí.
Aproveché el repentino caos para adentrarme por una ventana a una casa aparentemente vacía. Allí me escondí entre dos barriles, en la penumbra, y comencé a escuchar cómo la guerra afloraba a lo lejos, acercándose así más y más al barrio judío.
Mientras temblaba, escuché un ruido en la ventana por la que entré. Me agazapé más y permanecí silenciosamente para corroborar si había alguien más o no. De repente, dentro de la casa, algo cayó al suelo, destrozándose. Por el sonido, deduje que tal vez fuese una tinaja. Fuera lo que fuese, se destruyó. Me asusté y me quedé quieta, escuchando. Al no oír ruido alguno, razoné que seguramente habría sido un gato.
De repente, escuché la voz de un niño llamar a su madre. Por lo que decía entre gemidos apagados, se había perdido y buscaba ayuda. Se escuchaba dentro de la casa aunque no había visto entrar a nadie. Me asomé un poco entre la oscuridad e intenté buscar al crío desde mi posición. Sin esperármelo, se abrió la puerta y, aunque miré hacia allí, no vi entrar a nadie. El sollozo se escuchaba un poco más fuerte, así que me levanté y anduve mirando hacia el exterior con cautela.
Al lado de la puerta, vi algo moverse a la altura de mi pecho. Agudicé mi vista y aprecié que sería el niño envuelto en mantas. Cuando llegué a él, me llevé una desagradable sorpresa. Lo que le cubría la cabeza y el cuerpo se alzó por encima de mí y la voz tornó de niño a hombre mientras decía: “te encontré”. Me agarró con fuerza y comencé a chillar. Me tapó la boca, me estrelló contra la pared y comenzó a reírse. Era el mismo joven desequilibrado de antes.
Forcejeamos durante un rato en esa absurda posición, parecía divertirse mientras me arañaba los brazos y el cuello. De repente, cuando pareció querer algo más que tenerme sujeta a la pared, me tiró al suelo y se sentó encima de mí. Gracias a la puerta que se encontraba abierta a pocos pasos de nosotros, pude apreciar que su mirar era el de una persona que no poseía uso de razón alguno.
Cuando creí que iban a abusar de mí otra vez, el hombre comenzó a estrangularme. Le clavaba las uñas para impedir que prosiguiera, pero su fuerza sobrenatural hacía que la respiración se me agotara. Me aterré, iba a cernirse sobre mí la muerte a manos de un hombre.
Justo cuando creí que iba a perder la consciencia, se escucharon unos caballos, distrayéndolo así un rato. Aflojó las manos de mi cuello y sacó dos espadas. Cuando vi en su ojos la clara intención de clavármelas, la voz de un hombre que daba órdenes a otros pareció detenerle. Se levantó mientras yo tosía como una condenada y me recomponía del miedo. Caminó hacia la puerta, miró tras ella y salió corriendo tras los caballos. Imaginé que perseguiría a ese hombre y que eso fue lo que salvó mi vida. Di gracias a mi Dios y le recé allí postrada en el suelo durante un rato.
Me arrastré hasta llegar al quicio de la puerta, donde comprobé que los arañazos no eran gran cosa. Allí pude levantarme y contemplar el lado de la ciudad en guerra y el otro lado que aún dormía sin enterarse de nada. Aunque poco a poco, se apreciaba que estaba despertando debido al alborotador ruido.
Descansé bastante rato mientras pensaba en qué hacer. Luego, puse rumbo hacia la casa de mis amigos para irme con ellos y huir a mi choza, fuera del peligro.
Me llevó mucho tiempo llegar, pues entre la gente que ahora corría desbocada, el ejército de la ciudad que trataba de defenderse, el fuego de algunas zonas que me paralizaba y demás obstáculos, mi recorrido se alargó demasiado.



Cuando vislumbré la casa, vi una sombra entrar en ella. «Quizás es el marido», creí en el momento. Me acerqué corriendo, pues ya me sentía segura con ellos en la distancia. Sin embargo, los gritos de la mujer me detuvieron cerca de unos matojos que había a un lado de su casa. Me asomé por la ventana y vi otra vez a ese joven loco de mirada perdida. Los estaba matando mientras se recreaba. El hombre ya permanecía inmóvil en el suelo junto a la madre de la mujer, al mismo tiempo que éste la acuchillaba a ella sucesivamente. Mientras agonizaba ante la mirada de los niños y del mal hombre, daba gritos de auxilio por los críos. Me debatía en entrar cuando se acercó un caballo. Me agazapé y de éste bajó un caballero. A pesar de la oscuridad que le rodeaba, pude apreciar que era cristiano.
Entró gritando a la vez que desenfundaba dos espadas. Dirigí mi vista al interior justo para ver cómo el endemoniado asesinaba a los dos críos que quedaban delante de éste. Al escuchar la voz del cristiano, supe que era el de antes. Observé al joven que estaba situado frente a mí y supe mucho a través de sus ojos. Éste parecía estar esperándolo, pues la locura abordó más su mirar, la sonrisa se le amplió mientras les prendía fuego a los muertos y su ansia de asesinato se concentró en el caballero.
Lloré al mirar a los cadáveres arder. Quise irme, pero la pelea me detuvo. La observaba distante, como si los guerreros fueran parte de una pesadilla. El fuego me paralizaba y los nervios me causaban mareos. El cristiano iba a perder, su destino estaba fijado desde el momento en el que entró por la puerta. Ese joven iba a acabar con su existencia.
Justo cuando lo agarró y lo levantó, pensé que, por muy bueno en la lucha que este caballero pareciera, el desvariado muchacho de alma demoníaca y fuerza proveniente del diablo lo iba a matar. No quería verlo...
Me giré y comencé a correr para salvar mi miserable vida. Sin embargo, un ruido me detuvo y miré atrás. Media casa se había desplomado por las llamas. Escuché una voz pedir auxilio, socorro. Quise ir, pero... me temí que fuese un truco de ese mal hombre y me matase en ese infierno.
En mi caminata, las voces desesperadas me volvieron a detener. Parecía el cristiano. No sabía porqué, pero mi corazón me anclaba a esa voz que me llamaba únicamente a mí. Corrí hacia el interior sin a penas pensarlo dos veces y temblé. Todo estaba siendo devorado por el fuego. Quise volverme, pero escuché un tosido y vi al caballero peleando por levantar una viga que le retenía.
Contemplé que estaba perdiendo la consciencia por el humo que ingería, lo veía en sus apocadas fuerzas. No obstante, parecía aferrarse a la existencia con toda su alma. Eso me hizo sacar valor. Caminé decidida hacia él, pero me caí, llenándome así de hollín. Me puse a su lado y lo miré al pecho. Prefería no mirar su rostro ya que nunca había visto antes a un caballero cristiano.
–No te des por vencido. Lucha por tu vida…  –le dije en su lengua.
Intenté levantar la viga, pero era demasiado pesada. Lo miré de reojo, agotada. A duras penas lograba verlo. El humo y la polvareda me impedían apreciar bien cualquier cosa.
–Voy a hacer palanca, pero necesito que salgas por tus propios medios…
Simplemente afirmó con la cabeza mientras yo agarraba un trozo de madera y arrastraba una gran piedra entre la viga y el suelo.
Ejercí sobre ella toda la fuerza que había adquirido en mis labranzas y ésta acabó cediendo. Se arrastró como pudo y salió, pero no por ello nos libramos del peligro. Nos saltó una madera y él comenzó a arder por el brazo. Lo apagué de inmediato. No obstante, a mi falda también le saltaron las llamas y no me percaté hasta que me comenzó a arder la pierna. Me quité el vestido y me apagué como pude mientras gritaba de terror. Iba a huir cuando me di cuenta de que el hombre no se movía. Lo agarré de los brazos y me percaté de que tenía uno roto. Eso me hizo agarrarle de la ropa. Luego, lo arrastré hasta sacarlo fuera. Allí, en el exterior y lejos de las llamas, lloré con un desconocido entre mis piernas y una futura familia destruida y calcinada.
Escuché jaleo a mi alrededor, así que, arrastrándole tanto a él como a mi pierna, llegué hasta los arbustos y nos oculté. A unos cuantos metros, encontré una pequeña carreta sin caballo. Allí lo subí y le quité la camisa para taparme un poco. Lo camuflé entre unas cajas de madera que había y, con precaución, logré salir de la ciudad en guerra, empujándola con mis propias manos y escondiéndome tras ella cuando veía gente.

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III:





Al llegar a mi choza, ya casi de día, amaneciendo, la luz parecía decirme que todo lo que había pasado era mentira, un mal sueño como el de otras noches. Sin embargo, el dolor punzante y ardiente de la pierna sumado al frío y a los arañazos que se mezclaban con el sudor –haciendo así que me escocieran más–, me recordaban que todo fue y era muy real.
Entré a mi casa, agarré una capa para cubrirme y unas cuerdas para maniatar al hombre. Me dirigí hacia él y me asusté, su color de piel era entre pálido, morado y azulón. Creí que incluso estaría muerto. Pero por suerte, esos tonos eran causados por el frío invernal, la sangre, la suciedad y los golpes. Fui a atarle las manos, pero me di cuenta de que ni despertaría ni se movería, por lo que, como pude, lo saqué del carro y lo metí en mi casa. Allí prendí fuego a la leña un poco temerosa, pues hasta una simple fogata controlada ya me causaba pavor debido a los últimos acontecimientos. A continuación, lo arropé e inspeccioné. Lo primero sería lavarle el cuerpo para que no se le infectaran las heridas y la quemadura a la vez que curarme yo.
Una vez que mi pierna ya estaba bien, a expensas de que el dolor disminuyera, cogí agua y me dirigí a mi cama a lavarlo. Al desarroparlo, comprobé que su torso ya tenía un color más natural, así que empecé a lavar la herida de la pierna, luego la del torso y después la quemadura del brazo. Una vez limpias –dejándome la cara para el final, cuando acabara de todo– decidí curar sus heridas. Estaba tan dormido que ni el escozor del los ungüentos parecía despertarlo. Una vez ya curado, agarré las cuerdas y amarré sus muñecas a las esquinas de arriba de la cama. Eso sí, tuve cuidado con el brazo roto, pues ese lo entablillé antes y sabría que por su propio bien, no lo movería.
Una vez que me aseguré de que mi vida no correría peligro alguno, agarré una toalla nueva y comencé a lavarle la cara. Era un hombre bastante apuesto. Y sin barba, cosa que se me hacía extraño, pues casi todos los hombres que yo había conocido la tenían, aunque fuese poca o corta. Tal vez fuese entre cinco y diez años mayor que yo. Parecía, en su porte, todo un caballero cristiano. Por eso, para mayor seguridad por mis creencias religiosas, le amarré los pies –una de sus piernas también se encontraba entablillada, pues la tenía muy mal–. Estaba totalmente inmóvil y con una costilla rota. Sabía que no podría atacarme, pero aun así, no me fiaba de ningún hombre.




Por la tarde, mientras me hallaba haciéndole a ese desconocido la medicina que necesitaba, me sorprendió su quejido. Entonces, lo miré. Trababa de abrir los ojos. Se peleaba por despertarse.
Cuando al fin lo logró –en parte–, intentó moverse, pero sólo lograba hacerse más daño e interrumpir el proceso de cura.
–No te muevas... –dije en su lengua, creyendo que no entendería la mía.
–¿Qui-quién sois? –masculló con esfuerzo.
Sus movimientos espasmódicos con la cabeza me hicieron agarrársela para que se serenara.
–Quieto... –susurré hipnotizada al mirar en sus pupilas.
Sus ojos, aun atontados y nublados por la inconsciencia de su poca lucidez, me atraparon. Su iris marrón, rodeado con pequeños pisquitos de oro me pareció fascinante. Me aparté de él con rapidez, agarré un vaso y vertí en él el tranquilizante mientras éste todavía se debatía por despertarse y cobrar la razón. Para mi fortuna, se lo bebió sin rechistar y cayó nuevamente dormido.
Yo había visto a este hombre en mis sueños. O al menos, así sentía.
Di vueltas alrededor de la mesa, es decir, recorrí toda mi angosta morada. No dejaba de cavilar sobre ese caballero que se encontraba postrado en mi cama. Lo había decidido: lo curaría cuanto antes, lo dormiría y lo dejaría tirado por ahí, para que cuando se despertara, se marchara para no volver a verlo nunca más.



Así pasaron dos o tres días más. Le daba de beber tranquilizante para que no cobrara mucho la razón y lo intentaba alimentar sin mucho éxito. Lo malo es que, aunque mejoraban las heridas, empeoraba su apariencia y salud. Sabía que hasta que se curara pasaría mucho tiempo y no podría mantenerlo con vida de ese modo. Tenía que dejarlo consciente aunque fuese el tiempo suficiente como para que ingiriera bien. E incluso debía dejar que se incorporara...
Ya lo había preparado todo para cuando despertada: las cuerdas eran más largas, dejándole así que se pudiese incorporar.
Como no tenía idea alguna de cuándo despertaría, me entretuve curándome la pierna. La quemadura ya tenía mejor presencia, pero me dolía saber que tendría otra señal más de por vida, como la del viejo en la espalda, que me indicaba alejarme de los seres como yo. Debía vivir sola. Ése era mi destino.
–¿Quién sois vos? –escuché su voz y lo miré.
Éste se hallaba tranquilo y sosegado a pesar de sus dolores. Me miraba la herida, por lo que me tapé. No me atrevía a hablarle, o más bien, no quería hacerlo. Me dirigí hacia el guisado que tenía en el fuego y lo probé. Estaba a punto, así que no tendría que escuchar mucho su cháchara o insultos antes de dormirle.
–Os doy las gracias por salvarme. Estoy en deuda con vos... –susurró.
Sus palabras me impactaron. Pocas veces en mi vida había escuchado un agradecimiento tan sincero. Lo miré y aprecié que incluso sonreía mirando al techo.
No quise acercarme ni hablarle, pero tenía que incorporarse. Agarré unos cojines y me aproximé un poco. Él me miró y, sin mediar palabra entre ambos, entendió lo que quería decirle.
Intentó incorporarse, pero rabió de dolor delante de mí. Fue tan grande, que incluso las lágrimas se le saltaron. Comprendí que, como caballero que era, intentó que no me percatase y se recompuso. No obstante, su expresión fue imposible de borrar.
Aterrada en tocarlo –mientras estuviese despierto–, me acerqué tras soltar los cojines y le ayudé un poco. Me volvió a dar las gracias.
Me dirigí hacia la cazuela y saqué un poco de carne de conejo que había cazado con una de mis trampas. No supe porqué, pero imaginé que le parecería bazofia al lado de sus suculentos platos de cordero o cualquier otro manjar digno de caballeros.
Me coloqué a su lado y quise darle de comer. Primero, negó con la cabeza. Luego, intentó agarrar la cuchara. Sin embargo, enseguida se percató de que no podía alcanzarla, ni le llegaría a la boca, ya que estaba atado. Agaché la mirada, avergonzada de mi desconfianza.
–Lo entiendo. No debe haber sido fácil para vos.
Lo observé.
–No os preocupéis por tenerme así –dijo amablemente–. Con esto, sólo siento que tengáis que molestaros en darme de comer.
–No es ninguna molestia –se me escapó decir.
Él sonrió. Parecía un hombre amable, pero también podía ser una artimaña para que lo liberase. Fuera lo que fuese, tras alimentarlo, le di la medicina y el tranquilizante.



De esta manera pasaron bastantes semanas más. En ellas, me dijo que se llamaba Fernando y me contó la historia de su vida y la búsqueda de su sobrino. Mientras permanecía despierto, hablaba mucho. Yo vivía cada historia que me narraba como si fuese mía propia, al igual que sufría con él sus desdichas. Me alegraba mucho saber que ya encontró a su Pablo y que pensaba estar siempre junto a éste, a su futura esposa que ya tanto quería y junto a sus nuevos amigos.
Poco a poco, conforme pasaban las semanas, me di cuenta de que le daba la medicina más tarde y que la comida se alargaba mucho más. Ya no solamente me agradaba su rostro, sino que su voz, su conversación, su risa cuando recordaba algo divertido o su carisma me comenzaron a atraer. Incluso un día, tras darle la medicina –mientras dormía–, me sorprendí a mi misma acariciando su rostro y afeitándole para que su cutis resplandeciera, ya que “yo” odiaba las barbas.



Transcurrieron algunos meses. Él me preguntó mi nombre, pero yo nunca se lo decía. No quería que me llamase de esa manera que tanto me recordaba mis infames raíces como concubina. Él dejó de preguntarme el día que comenzó a llamarme Milagros, su Milagro.
Aunque a veces me preguntaba sobre mi vida, yo a penas le decía algo sobre mí. Sólo le conté que tenía una hermana de la cual no sabía nada y que mis padres nos vendieron de pequeñas. Del resto no quería hablar y él lo respetaba.
Un día, le quité las cuerdas de las piernas un poco antes de que le tocara despertarse. Sabía que me arriesgaba, pero no había tenido tiempo de curarle antes. Cuando terminé de entablillársela otra vez, le desaté las manos para curárle la herida del brazo y dejar que descansaran sus muñecas. Estaba bastante bien, por lo que se la curé y se la vendé. Le estaba comprobando las costillas cuando, de repente, su mano vendada se posó sobre la mía.
Asustada, alcé la vista hasta dar con la suya. Estaba despierto y parecía llevar ya un rato así. Temblé. Ahora, estaba sin amarrar y él bien lo sabía.
Quise salir de la cama mientras se incorporaba con el brazo bueno, pero no era capaz ni de retirar la mano que me tenía sujeta con la suya mala.
Una vez ya frente a frente, sentados en la cama, me reverenció y me pidió disculpas por su futura osadía. Simplemente pude agrandar mis ojos a la vez que estrechaba su cuerpo contra el mío en un cálido abrazo sin maldad.
Coloqué mis brazos en sus hombros y fui a separarlo con rapidez y fuerza. No estaba acostumbrada a los gestos de gratitud de dicho calibre. Sin embargo, me frenaron sus palabras:
–Gracias por salvarme la vida y por confiar en mí, bella dama. Me habéis soltado, cuidado y alimentado, no os defraudaré...
–Fernando... –logré balbucear.
Tras decirlo, se separó y me acarició el pelo.
–Sois admirable, Milagros... –se distanció.
Con el corazón latiéndome descontrolado, me levanté, le tendí el plato para que comiera solo y le di la medicina pronto. Ese día me dio mucho que pensar, pues desgraciadamente me había enamorado del caballero cristiano llamado Fernando.



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IV:





Había llegado el día previo a la partida de Fernando hacia Castilla para reunirse con los suyos –los cuales decía que estarían allí “harto” preocupados–. Ya no lo había atado más, e incluso, caminaba agarrado a mí por los alrededores de la choza. Alababa mi pequeño huerto y todo lo construido por mí. Siempre tenía un bello halago con el que inducirme más y más a la locura que retenía en mi interior. Era la primera vez que el contacto de un hombre me alentaba a desear algo más.
Esa misma noche, tras hablar y recordar nuestros momentos vividos desde que despertó por primera vez, me prometió volver a por mí a su vuelta y me garantizó que me presentaría a todos los suyos. Quería que me fuese a vivir con ellos. Y no como esclava o sirvienta, sino como invitada. Decía deberme eso y más. Yo, a pesar de que sabía lo noble que era Fernando, me garantizaba a mi misma que una vez que se marchara, jamás volvería a por una “vulgar campesina”, que además, era de otra religión.
Apagamos la vela y nos fuimos a dormir. En el silencio de la noche, me puse a pensar en Fernando. «¡No lo volvería a ver!», pensé y rompí a llorar en la segunda cama de la que me había aprovisionado en un rincón gracias al carro.
Él me escuchó y me llamó. No contesté, no quería que se apenara de mí. De repente, se levantó y, agarrándose a la mesa, llegó hasta mí.
–¿Os ocurre algo, Milagros? –tocó mi hombro.
Me di media vuelta y observé su figura en la penumbra. Luego, tras secar mis lágrimas con mimo, me susurró que no había fuego alrededor, que no tenía nada a lo que temer, que él se encontraba conmigo. Y es que, muchas veces, me habían despertado las pesadillas causadas por el fulgor incandescente del portal del demonio.
Me incorporé y lo abracé con ahínco y desesperación. Era la primera vez que yo lo abrazaba y no pensaba soltarlo. Tanto fue así, que me levanté, obligándolo a él a seguir mi gesto, y caminé hasta estar cerca de la otra cama. Me aferré a su rostro con ambas manos y lo besé.
Enloquecida al notar que me correspondía con sus manos en mi cuerpo, con el calor de sus labios sobre los míos, lo apreté sin miramientos a pesar de sus heridas. Sentía la necesidad de ser tomada por él con urgencia al igual que ansiaba poseerlo. Eso era lo que anhelaba en esos momentos aunque solamente fuese por una vez, aunque jamás volviésemos a vernos...




Cuando llegó la mañana, una caricia por mi desnuda espalda, allá donde los arañazos del viejo me dolían aún, me despertó, haciendo que dicho dolor mental desapareciera para no volver nunca más. Abrí los ojos y contemplé que ambos yacíamos juntos, sin ropa. Habíamos amado nuestros cuerpos hasta la saciedad y eso me hacía feliz. Nunca antes me habían amado como a una mujer debía amársele.
–Milagros, sois, sois... –comenzó a hablar, pero le silencié con un dedo en la boca.
–Nunca te he tratado de vos a pesar de que a mí siempre me has tratado como a una dama de alta alcurnia cristiana. Eso me ha honrado siempre, pero... prefiero un trato más familiar, sobre todo, ahora que... –pensé, accedió con el gesto y omití: “no nos volveremos a ver...”.
–Siento que me he enamorado de ti profu... –empezó a decir y volví a callarlo de igual modo.
–Por favor, Fernando, no me hables de amor... –me levanté llorando–. No hace falta...
Yo me había entregado por mis sentimientos, no por sus palabras. Él no debía sentirse en el deber de decirme tales cosas, pues no me había agasajado para obtener lo que le di ni debía sentirse obligado.
–De acuerdo –me abrazó por detrás sin decir nada más.
Me giré, nos sonreímos y vestimos.



Tras su marcha, pasó mucho tiempo. Quizás no tanto... Tal vez semanas o meses. Fuera lo que fuese, se me había convertido en años. Me sentía vieja, huraña, amarga...
Cuando partió, se despidió de mi con un beso en la frente y prometiéndome que volvería para hablarme de amor. Yo simplemente le sonreí amargamente pensando que un caballero cristiano jamás volvería a por alguien de mi estatus.
Sin embargo, un día, mientras araba, un caballo me sorprendió a la espalda. Me giré y lo vi bajar de él. Venía bien vestido, mejor que en mis sueños ilusorios. Su apariencia de caballero, su gallardía y su gran sonrisa me envolvieron el alma. Me tiré a sus brazos con las lágrimas saltadas, contándole que imaginé que jamás volvería.
Fernando rió, alegando que él era todo cuanto me mostró y que no escondía falsedades, que todo cuando me dijo era cierto.
No lo podía creer, había regresado y me hablaba de amor.
–Milagros, vengo a llevarte conmigo... –susurró.
–Fernando... –dije despegándome de su pecho.
Lo miré a los ojos y ahí se detuvo el tiempo eternamente. Supe que sería feliz hasta el fin de nuestros días.


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Ahora, mientras lo veo dormir a mi lado, en casa de nuestros sobrinos, soy la persona más dichosa del mundo. Estoy rodeada de familia, tengo amor y un hogar. Aunque nunca me he casado ni pienso hacerlo, este hombre, ocho años mayor, me ha dado mucho más que un matrimonio, me ha regalado una vida colmada de amor.




CONTINÚA....



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Por María del Pino.