El ladrón de almas

El ladrón de almas

lunes, 14 de enero de 2013

Relato: "La niña del espejo", de María del Pino.





Nadie sabe mi secreto, pero desde pequeña, todos los días, cuando miro un espejo, o un reflejo, veo a una niña muy bonita y dulce. Sus tirabuzones color trigo caen por sus hombros y su sonrisa, alegre y viva, siempre provocaba que me sintiera joven y bonita incluso después de casarme y tener dos hijos. Antaño, contemplarla me hacía sentir que seguía siendo hermosa como ella.

Sin embargo, ahora, verla me da mucho miedo. Su tez blanca y suave ha ido cambiando y que esté ahí, frente al cristal, hace que mis lágrimas afloren con amargura al recordar un pasado feliz. La niña del espejo siempre me ha mirado a los ojos, y si yo observo sus brazos, ella también. Al hacerlo, el dolor marca y acentúa las líneas de su carita de amapola, cada vez más lívida. Y todo esto ocurre porque mi vida ha dado un cambio radical desde la muerte de Daniel, mi hijo mayor.

Conforme va transcurriendo el tiempo, la pequeña entristece y envejece dentro de su cuerpo infantil. Lo aprecio, pues a cada golpe que me da, a cada grito que me lanza, una arruga sale en su hermoso rostro, en el mío. Todo empezó con un morado en su mejilla, una cicatriz en mi frente. No hay más dolor que verla entristecer conmigo.

Mi hermana Susana me anima y consuela, pero las malas lenguas me recriminan. Señalan que la culpa fue mía, que debí haber muerto yo y no Daniel (¡qué más hubiese querido esta pobre y desgraciada mujer!). Sin embargo, el coche nos embistió a los dos y Dios no quiso dejar sin su mami al pequeño Cristobal. Desde ese día, la niña dejó de sonreírme. Luego, con el paso de los días, vinieron las vejaciones por parte de mi suegra cuando mi marido comenzó a llegar borracho. Según ella, había traído la desgracia a la familia. Por eso, si mi esposo me golpeaba e insultaba, me lo merecía.

Lo empecé a pagar todo con mi sangre. El que antes me había besado, ahora soltaba su rabieta contra mi cuerpo. Todo porque esa mujer a la que nunca gusté le calentaba la cabeza advirtiéndole de que yo era la única culpable de la muerte de mi primogénito. Le repetía diariamente que una madre, ¡una buena madre!, siempre daría la vida por sus hijos, que yo no supe proteger al mío, al favorito de sus dos únicos nietos.

Esta mañana, la niña del espejo me está mirando con seriedad, con un mal presagio. Lo sé. Tiene un labio hinchado y la ceja partida. Trato de maquillar su rostro, enmascarando las duras batallas que ha padecido el mío, pero sigo sin lograr que sonría como antes. Me visto y salgo, he de llevar al pequeño Cristobal al colegio. Hoy va a hacer su primera excursión a espaldas de su padre, pues este nunca le ha dejado.

Al entrar en su cuarto, no lo veo. Me asusto, llamándolo a voces.

-¿Mamá? -me llama desde su habitación.
-¿Dónde estás, cariño? -angustiada, siento una fuerte opresión en el pecho.
-¿Papá se ha ido ya? -cuestiona cuando lo encuentro debajo de su cama.

Al salir, nos abrazamos y lloramos juntos un rato. Luego, lo visto y llevo a la escuela con su mochilita naranja. Una mochilita con un bombero dibujado por su querido hermano. Por el camino me pregunta si cuando su padre llegue a casa me pedirá perdón otra vez. Quiere saber por qué nunca cumple su promesa de no golpearme más. Le respondo que en esta ocasión sí lo hará. Ya se acabaron los golpes para mí.

Ya en la puerta del colegio, se aferra a mí. Sé que no me ha creído. Al separarse, comenta con una sonrisa en los labios que pronto será mayor y se convertirá en bombero, como quería ser Daniel, para poder protegerme de papá.

Al volver a mi casa, camino hacia el cuarto de baño. Me desmaquillo ante la mirada triste de la niña del espejo. A continuación, agarro el cesto de costura para arreglar la ropa que él me rompió antes de que venga y me acuse de vaga. He de limpiar el destrozo de la habitación antes de que pueda molestarse más.

De pronto, suena el teléfono y me corto con las tijeras. Los nervios pueden conmigo. La frecuencia de sus puños ha ido en aumento. Lo cojo temblando. No deseo que sea él. Trago saliva al escuchar a la maestra de Cristobal. Expone que mi hijo ha sufrido un accidente antes de montarse en el autocar. Me preguntan si llaman al padre. Rápidamente respondo que no, que ya me encargaré de ello. Anoto la dirección del hospital y llego en taxi, acelerada, alterada. Siento que si mi niño no sale de esta, ya no tengo motivos para vivir.

Allí, una profesora, afligida y llorando, me informa que intentó subir a un árbol para salvar un gatito y que se cayó de espaldas. Ahora, mi razón de existir está en coma. Pese a que los médicos me han dado buenas esperanzas y alegan que posiblemente no le queden daños cerebrales, ni físicos, no saben cuándo despertará. Hoy, mañana, pasado...

Me desplomo en el suelo. Tengo miedo por mi hijo. Tengo miedo de lo que me pase si ese mal hombre se entera. El doctor, ante mi malestar, se ofrece a llamar al padre para tranquilizarlo, pero enseguida trato de recomponerme en apariencia para exponer que viene de camino, que tardará porque está fuera de Córdoba. Mis palabras, tropezando las unas con las otras, informan lo primero que a mi cerebro se le ha ocurrido.

Parecen creerme, por lo que trato de mantener la calma. Paso allí todo lo que queda de mañana junto a Susana. A medio día, ya he decidido nuestros destinos. Le escribo una nota a Cristobal y me voy con ella a casa. Le he pedido previamente a mi hermana que se quede con mi pequeño hasta que yo vuelva. Tengo que llegar a ese infierno llamado hogar antes de que él regrese y no nos encuentre allí, sentados y con la cabeza gacha.

En el portal, le entrego la nota a mi vecina de enfrente para que se la dé a mi hermana cuando la vea. Le informo que ella sabrá qué hacer. Después, antes de que cierre la puerta, le pido que llame a la policía en una hora. Sólo me ha hecho falta decirlo. La pobre mujer pensará que al fin voy a denunciar a ese mal bicho.

Camino hacia mi casa y espero. He citado a mi suegra para procurar que ella no malogre a mi hijo en un futuro y haga de él un tipo tan despreciable como el que lo engendró en mí. Después, sé que él vendrá a comer y que, cuando se entere, o no lo vea, me dará la paliza de mi vida, -si es que no me mata-. Por eso, antes de que acabe conmigo, lo haré yo... Lo haré yo...

Llaman a la puerta y agarro las tijeras con mucho miedo. Ando hacia ella pensando cuál de los dos llegará primero. Aquí está mi suegra... Por una vez: "bienvenida".



Ahora que todo ha pasado, que él no volverá a pegarme nunca más y que los barrotes de una cárcel se interponen entre la libertad para unos y la esclavitud para otros, me siento libre y sin miedo a nada. Ya nadie me golpea. Después de unos años, agacho mi mirada de nuevo, pero no por temor, sino para contemplar el charco que ha formado la lluvia en el suelo de barro. Entonces, recuerdo, mirando a la niña que una vez más se proyecta en el reflejo, lo que le escribí a Cristobal aquel día:


Querido hijo, ni papá, ni la abuela, volverán a hacernos daño. Nunca más, cariño. Cuando salga del lugar en el que me van a encerrar para castigarme, espero que estés despierto y podamos rehacer, juntos, nuestras vidas.

Te quiero.

Así fue, así ocurrió. La niña del espejo volvió a ser libre y aprendió sonreír de nuevo junto a un hombre que la quería, la respetaba y la llamaba mamá.



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Por María del Pino.