El ladrón de almas

El ladrón de almas

lunes, 31 de diciembre de 2012

RELATO: "Los duendes de fin de año", de María del Pino.


A Fernando Cañete, por su alegría e inspiración
en este relato. Cuidado con convertirte en un duende ;)



            »Mi día de fin de año lo comencé como cualquier otra persona. Por la mañana, durmiendo hasta las doce y media. Luego, de tapeo y cervecitas con los colegas a los que no vería en la fiesta de después de las uvas. Por la tarde, por colaborar un poco en casa, me vi con el delantal puesto ayudando a mi madre a enharinar las croquetas de jamón ibérico. “El más caro y refinado”, decía ella mientras profanaba con su mano engrasada el culo de un pobre pavo para rellenarlo. Cuando terminó con su víctima, la metió en el horno y vino a revisar mi trabajo ya acabado. Ahí me llevé el primer chasco del día. Yo no sabía que las croquetas no llevan harina por encima, sino pan rayado.


            »El caos fue escuchado por todos los vecinos de mi bloque cuando mi madre, medio infartada, descubrió mi metedura de pata. Ella, con las lágrimas medio saltadas y llevándose las manos a la cabeza, me preguntaba a gritos por qué diantres soy tan inepto en algo que ella misma me había dado ya preparadito.


            »El caso es que recuerdo perfectamente que me puso la masa de las croquetas y un plato con pan rayado al lado junto a una caja de huevos talla XL (como los míos, según berreaba a mi vera con grandes voces). Yo me excusaba como podía. Le dije que pensé que era tortilla de pan rayado y que, por esa razón, volqué todos los huevos en el pan y los batí. Por otro lado, busqué harina para cubrir las croquetas, ya que creí que iban de ese modo.


            »Escuche, yo no tengo la culpa de que la cocina se me dé taaaaaan asquerosamente mal. El caso es que llegó mi padre y, mientras mi amargada madre se lo contaba medio llorando, ambos se pusieron a arreglarlo como pudieron a la vez que me encargaron vigilar el pavo. Pavo que, jugando a la Play Station 3, se me olvidó y casi acaba más quemado de la cuenta. Por suerte, mi padre es lo contrario a mí y lo sacó justo en el momento en el que ya se encontraba en la fina línea del dorado al quemado.


            »Finalmente, entre rugidos y amenazas sin cenar, me mandaron al cuarto. Así pues, me acabé tumbando a la bartola después de llamar al Chema y quedar con él tras las uvas. Me comentó que me recogería en moto sobre las 00:30 y que iba a llevar a la casa del Cubas algo que nunca habíamos visto en la vida. Yo enseguida pensé en dos tías con las tetas bien grandes... El caso es que tras darle a la lengua, me quedé roque, como suele pasar siempre que me ofrezco a ayudar, la acabo liando y me mandan a mi habitación como cuando era un crío de siete años.


            »El primero en pisar la casa fue el tío Arturo con su novio ruso de apellido impronunciable para mi tosca lengua. Al llegar, me despertó pegándome collejas y ordenándome que me vistiera para la ocasión. El tío Arturito solamente me saca seis años, por lo que es un cachondo mental de veinti..., ¡número con premio!, años al que le gustan los tipos duros en plan Terminator.


            »Ya en el salón, nos dispusimos a hablar de las tías que me ponen. Las rubias con tetas grandes y culo desencajado estilo Jennifer Lopez... (Oiga, permítame hacer un inciso para decir: “¡Qué buena que está la jodía!”). Él, entre chupitos de un alcohol ruso más fuerte que su madre, me dijo que tiene una amiga de las que me gustan, un par de años mayor que yo. Expuso que si me interesaba, le daba mi número. Mi madre se santiguó al pasar por el salón y regañó a su hermano para que no me malograse más. Sin embargo, éste se rió apelando a las hormonas y a que “debía desfogarlas”, que tanto juntarme con el Chema me iba a volver más lerdo de lo que ya soy.


            –¡Tito! –exclamé ante el insulto.


            »Él simplemente me golpeó con el codo, me guiñó el ojo y señaló a mi madre.


            »Empezó a llegar la abuela por parte materna con mi tío Juanito, esposa e hijos, así que ya nos formalizamos y censuramos la conversación por eso de que había niños delante. Finalmente, cuando llegó el sargento, digo... el padre del mío, la cena empezó con la bendición de éste y las batallitas que cuenta todos los años. Por suerte, al Terminator de mi tío le apasionan dichas gestas de soldados. Es muy macho y adora las pelis de acción. Y de esas... el abuelo tiene bastantes por haber sido militar.


            »Yo me entretuve como pude con los criajos. Los primos chicos son encantadores. Admiran mi musculatura y... ya sabe, querían, como siempre, que les “sacase bola” continuamente para colgarse de ella.


            »Los quince minutos previos a las uvas recuerdo que fueron mortales. Los niños corretearon alrededor de todos y estresando a los que intentábamos pelar las uvas para no atragantarnos. Yo las perdía y no sabía cómo eran capaces de desaparecer de mi cuenco hasta que descubrí que el cabrón de mi tío se las estaba comiendo. Mi madre llegó diez minutos antes con las pinzas de tender del color de este año para que nos las colocásemos en el pelo... Un caos enorme. Lo que sí desarmó un desastre garrafal por parte de ella fue colocarse delante de la tele cuando la supermodelo que daba las campanadas empezaba a explicar el pequeño cambio de este año en los cuartos previos. Cuando ya domaron a las fieras corredoras cinco minutos antes y mi tío, el único que entendió la dinámica, explicó el tema de los cuartos, aulló el perro mirando a la puerta. No había quien lo callase. Parecía ladrarle a algo en la ventana.


            –Sobri –me susurró mi tío mientras mi padre miraba qué había detrás de la cortina–. Este año ten cuidado con los duendecillos. Me han dicho que andan sueltos por ahí.


            –Tío, tú estás muy zumbao... –le eché el brazo por encima.


            –¡Callaros, hombre! –mandó el abuelo.


            »Tocaron los cuartos y, como siempre, unos se creyeron que eran las campanadas. Yo acabé a destiempo y mi abuela echó la dentadura en su vaso de cava tras el brindis. Todo fueron gritos de feliz año nuevo, besos y abrazos. Mi tío me rellenó la copa tres veces y mi madre le quitó la botella para que no me emborrachara antes de tiempo.


            »A las 00:45 tocaron el porterillo. Era el Chema, que se había retrasado por no sé qué asuntos de mezclar una cosa que le dieron para luego. Me monté en la moto después de que mi tío y su terminator verificaran que mi amigo no había bebido nada. Es una putada que sean policías y tengan el aparatito de control de alcoholemia. Pero por suerte, el Chema venía preparado para todo y no bebió ni champan. Solamente se mojó los labios. Lo juró hasta por el niño Jesús.


            »Nos montamos y llegamos a la fiesta en casa del Cubas. Lo llamamos así porque cuando hacemos botellón en su casa, siempre nos pone grandes barreños y cubos para las potas.


            »Al cabo de un rato, allí cerca de la enorme chimenea, sacaron la cachimba, le echaron alcohol y empezó el desmadre-padre a golpe de sonido. Uno de nuestros colegas había invitado a dos amigas suyas. Eran más feas que un frigorífico por detrás lleno de pelusas, pero majas y simpáticas. Él nos explicó que eran tías cojonudas, de las de verdad, así que las integramos como si tuvieran dos cojones y ninguna teta a la que agarrar en una noche de alcohol.


            »El desmadre fue avanzando y el alcohol en vena nos fue medio hipnotizando, junto a la cachimba de menta y alcohol, hasta que el Chema, botella de ron en mano, nos llevó a Carlitos (el más flipado de todos mis colegas) y a mí al cuarto de baño de la parte de arriba de la casa cuando todos estaban ya a su puta bola.


            –¿Nos vas a proponer algo indecente? –preguntó Carlitos sentándose en el wc un poco mareado–. Mira que yo pa' liarme con dos tíos tan tíos necesito algo más que alcohol... Tendríais que tener un par de tetas ka'unoooo...


            –Cállate, colgao... –le dijo el otro sacando unas bolsas de debajo de su camisa de rayas.


            –¿Qué coño es eso? ¿Drogas? –me sorprendí al creer que se trataba de eso.


            –No es eso, palurdo –sentenció–. Yo no me meto más mierdas que alcohol... Esto me lo ha conseguido mi primo. Es natural y nos va a hacer flipar... Por mezclar esto con otra cosa que me ha dado he llegado tarde a por ti –me explicó.


            »Nos dio una bolsita a cada uno y, tras convencernos, nos pusimos las botas con ese mejunje y la botella de ron. Era una sustancia pastosa, pero comestible y muy dulce. Estaba pa' cagarse.


            »Cuando salimos del baño, seguimos bebiendo y comencé a marearme. Empezó a hacerme efecto la mierda que me dio y, con ello, lo divertido. Todo se fue distorsionado a cada segundo que pasaba. Tanto, que cuando volví a echar cuentas de donde estaba, ni lo sabía. Solamente me reía y me reía.


            »Al cabo de unos minutos más, creí ver a una ninfa dorada bailar frente a mí. El ruido dejó hasta de existir cuando me excité con su belleza. Simplemente vi cómo me miraba y se acercaba. Fue empujándome del pecho hasta llevarme a cualquier parte. Ya no sabía ni en qué sitio me encontraba de la casa. Si es que me encontraba en ella y no me habían llevado a otro lugar. No lo reconocía. Se lo juro. Solamente me dejé llevar al sentir su fría mano meterse entre mis pantalones. Perdí el norte y el sur cuando me agarró lo que usted ya sabe...


            »El caso, que me desvío, es que me puse a tono con la rubia. Nos restregamos hasta llegar a una mesa, o a saber qué era, ya que la oscuridad me impedía ver. Una vez allí empecé a darle todo lo que me pedía y más. No sé si fueron horas o minutos, pero sudé como un cerdo y cada vez iba más enajenado. Cerré los ojos y me mareé. Algo extraño giró dentro de mí.


            »De repente, escuché al Chema gritar de fondo las palabras “bestias del inframundo”. En ese instante, las luces se encendieron de golpe. Eso hizo que mis ojos, al abrirse para ver qué ocurría, se cegaran. Escuché la voz aguda y repelente de mi acompañante gritar que se largaran. Me abroché el pantalón e intenté ver quién andaba por ahí al mismo tiempo que me alejaba de mi juguetona ninfa. No obstante, para mi ingrata sorpresa, descubrí que la dorada mujer de cuerpo escultural no era otra cosa que una monstruosidad. Una cosa horrible. ¡UNA ABOMINACIÓN! Grité asqueado. Aterrado. Las voces de mi alrededor me marearon todavía más. Lo juro, créame usted. Los tíos que salían de la roída puerta no eran humanos. Eran ORCOS. ORCOS DE MORDOR.


            »Gritando eso me largué de ese cuartucho que parecía una pocilga. Incluso forcejeé con uno de mis raptores. Escuchaba la voz de Carlitos llorar como un niño y la del Chema maldecir y amenazar con matar al extraño ente que se le pusiera por delante. Bajé por una especie de escaleras que se movían y vi a Carlos, medio-orco-medio-humano, rodeado por unos cuantos de ellos mientras el Chema, de igual modo, trataba de luchar contra otros. Todo comenzó a girar a mi alrededor y caí al suelo.


            »Se me acercó la orco de antes e intentó agarrarme, pero insultándola, me zafé de ella y agarré un palo. Rodé por el suelo, lo incendié y comencé a prender fuego por toda esa maldita choza en la que me tenían. Los orcos corrían de un lado a otro, aterrados por el fuego y las llamas con forma de lengua que parecía quererse engullir todo el mal que se respiraba en ese cargado ambiente de humo.


            »Salí corriendo de la mazmorra a la que me habían llevado y me adentré entre unas rocas metálicas donde creí ver la moto del Chema. Había orcos por todos lados, así que debía andar con cuidado. Alcancé el vehículo, trastocado seguramente por ellos, ya que no parecía quedarse quieto, y apreté el acelerador. Llegué a una gruta y ahí me escondí tras haber roto una especie de vidriera al estrellarme. Un hombre con armadura y yelmo negro me atacó. Tuve que defenderme, créame. Estaba aterrado. Tanto, que salí corriendo una vez más hasta llegar a un agujero muy oscuro... Ahí me zambullí entre el barro maloliente y las ratas gigantes como caballos. Todo era un bucle de ruidos, rugidos y mareos. Acabé vomitando al asomar la cabeza por otro conducto.


             »Aturdido y sin saber dónde ir, vagué por las paredes rocosas hasta que vi un duende. Era pequeño, bonito... Me sonreía con amabilidad y sorpresa. Descansaba sobre una piedra con forma de banco, así  que me acerqué.


            –¿Te has perdido, amigo? –me preguntó y, al verme cubierto de barro, exclamó:– ¡Pero... ¿de dónde has salido?!


            –Ayúdame, ¡me persiguen los orcos! –le supliqué intentando agarrarle una mano–. Quiero volver a mi mundo...


            –De acuerdo, pero no me toques... –se separó de mí, tapándose la nariz–. Dime, ¿dónde vives?


            »Saqué mi billetera con el DNI, todo el dinero que me habían dado los abuelos, las tarjetas de crédito y la documentación. Se lo mostré sin mucho ánimo. Creí que eso no me serviría. Si acaso, para demostrar que que pertenezco a otro mundo distinto al suyo. Esperé que no entendiera qué era todo eso, en cambio, lo agarró con una sonrisa y me garantizó que me llevaría a donde pertenezco.


            »Fuimos caminando entre los orcos y demás fieras gigantes, pero él me aseguraba que, mientras fuera a su lado, nada me harían. Y así fue. Nos miraban con cara de asco, incluso parecían arrugar sus feas narices al olerme. Pero, por suerte para mí, no se nos acercaban.


            –¿Cómo te llamas, duende?


            –Fernando –me miró con gesto extrañado.


            –En mi mundo también hay gente que se llama como tú, duende... –comenté asustado mirando a mi alrededor. Todo se movía.


            »Después de pensar algo, se rió y, con tono de misterio, habló:


            –Creo, humano, que te has bebido una pócima de teletransportación. Cuando se pase el efecto, volverás a tu mundo... Mientras tanto, espera aquí, quietecito... –se giró y salió corriendo.


            »La vista se me fue nublando poco a poco. Acabé agarrándome a un árbol tan frío como el hierro. Comenzó a llover y la espesura que se formó a mi alrededor me hizo creer que ya pasaría desapercibido ante los extraños seres que habitaban el planeta en el que me hallaba. Sin embargo, no ocurría así. Las miradas de los orcos que me rodeaban me hizo gritarles y lanzarles mis zapatos. Finalmente, tuve que salir corriendo al ver que unos se me acercaban con una especie de grandes porras y colores reflectantes en el pecho. Fui lo más veloz que pude hasta que uno de ellos me atrapó vilmente.


            »No recuerdo muy bien qué sucedió después, pero me volví a ver rodeado por otros cuantos orcos. Luché contra ellos una vez más al mismo tiempo que llamaba a Fernando, el duendecillo. Éste me había dejado solo con un puñado de orcos sacados de Mordor, los cuales, además, estaban dándome una buena somanta palos, como bien diría José Mota.


            »Quizás antes dudaba si era realidad o ficción, señoría, pero ahora sé lo que sucedió en realidad. Según me han enseñado en los periódicos, tres chicos tomaron setas alucinójenas muy fuertes y, mezcladas con alcohol y no sé qué sustancia, les produjo una distorsión de la realidad en sus cabezas. Uno se cagó y meó del susto, pero los otros dos, aterrados, prendieron fuego a la casa del huésped y los atacaron violentamente. Por suerte, no hubo ningún herido grave. El otro me cuentan que se encaramó a una farola mientras gritaba que era el fin del mundo y ahí lo encontraron hoy a las ocho de la mañana... Luego, según informaciones policiales y un testigo, me dicen que el tercero de ellos se coló en un museo, atravesando la puerta de cristal con una moto, y allí agredió al vigilante de seguridad. Por último, me dicen que éste bajó por el alcantarillado de la ciudad y salió lleno de... mierda. Por suerte, los policías lograron reducirlo mientras éste los atacaba como un energúmeno y les lanzaba su calzado. Hasta ahí bien asimilada me ha quedado la explicación de por qué estoy hoy aquí y yo le cuento mis recuerdos.


            »Pero... lo único que le digo, señor juez, es que a pesar de comprender lo de los orcos, lo de haberme tirado a la amiga fea de mi colega y lo de que me quieran denunciar por todos los daños y perjuicios cometidos, yo... ¡¡sigo sin saber quién coño fue el maldito duende que me robó la cartera!!



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Por María del Pino.